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El debate sobre los debates

Iglesias y Rivera debaten sobre quién sería más eficaz contra la desigualdad y quién gestionaría mejor la economía

Antón Losada

Ni la ñoñería de la primera parte del programa, con ambos protagonistas en la furgoneta camino de un barrio popular confesándose lo duras que resultan sus vidas de líderes de masas, ni la ligereza de un encuentro donde no queda otra que hablar de las formas y bar porque ninguno de los debatientes exhibió mucho fondo y sí demasiada superficie. Lo que realmente hizo bueno el Salvados de Évole fue su excepcionalidad y ahí reside el gran problema, no del programa, sino de este país y de eso que llamamos “calidad democrática”.

En los países de verdad, debatir no constituye una opción estratégica de los candidatos que aceptan o rechazan en función de sus tácticas, conveniencias o expectativas electorales. En los países de verdad los candidatos deben confrontarse entre ellos no una, sino varias veces y sin más regla que la educación, deben someterse a careos donde los periodistas hacen su trabajo y no se limitan a dar paso y deben salir a cara descubierta a contestar a los ciudadanos en vivo y directo.

Aquí lo único que tenemos de sobra y para aburrir proviene del reiterativo debate sobre los debates que jalona la precampaña de cualquier elección. Esta tediosa telecomedia de emplazamientos, cartas, invitaciones y desafíos entre los candidatos lanzada desde los medios, igual que los malos toreros citan al toro desde el burladero, dice mucho sobre la calidad del compromiso de quienes aspiran a gobernarnos.

Pero también dice mucho sobre nuestra escasa exigencia y nuestro fácil conformar como ciudadanos esta normalidad con que todos, votantes y medios de comunicación, aceptamos e interiorizamos las excusas y coartadas que ponen unos y otros para legitimar su asistencia o inasistencia, para decidir si han de participar dos, cuatro o catorce o respecto a la habitualmente ridícula lista de condiciones, cuotas y turnos que negocian para convertir todos los debates en mera propaganda.

De “disposición a debatir dónde quieran y cómo quieran” ya vamos más que servidos. Ahora nos toca exigir debates de verdad, sin excusas, como los problemas que prometen ir a resolvernos si les damos nuestro voto, que también es de verdad. Si esta vez tampoco los hay, la culpa también será nuestra.

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