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Los pisos y el agua embotellada

El precio de la vivienda bajó el 4,5 por ciento en julio, primera caída en casi 2 años

Gabriela Wiener

Una niña de 12 años ve colmada su paciencia y empieza una solitaria cruzada contra BusKpiso, la última inmobiliaria que ha llegado al barrio y se ha sentido con derecho a inundar puertas, ventanas, paredes, farolas, bancos con sus ofertas y demandas. Quieren comprar tu piso, quieren vender tu piso, quieren alquilarlo, desokuparlo, adiministrarlo, explotarlo y, si pueden, robártelo. Pero a la niña no solo le molesta que jodan el ornato de las calles, ya de por sí bastante feas, le indigna sobre todo su desfachatez. Cuando ve a alguno de estos agentes encorbatados atragantando buzones con papel cuché se pone mucho peor que si viera a Slenderman. Podría matar en su nombre.

Alquilar una vivienda en una gran ciudad española (y en una pequeña también) ya es como comprar agua en el aeropuerto. ¿Por qué si se bajó por presión popular el precio del agua embotellada no se puede bajar el precio de los pisos? Ya se imaginan por qué. Todos los pisos a un euro. Pero no. La sensación de estafa que te embarga por estar pagando una cantidad desmesurada por algo que debería ser de primera necesidad ya no te la quita nadie. Ni siquiera hablamos de alquilar una botella de Veen, sino de una Bezoya.

Estamos a punto de repetir la historia, lo sé porque mi barrio está empapelado, la inundación de cartelitos es melancolía, la señal del fin del mundo. Lo que te hace clamar al cielo: esto ya lo he vivido. Cuando llegué a España en el año 2003 me recibieron los flyers de Tecnocasa con las cifras de medio millón, de un millón de euros escritas con inocente boli. Pero pinchamos. Hemos vivido un periodo de excepción. Ni siquiera nos percatamos demasiado de que pasamos algunos años sin ver la burbuja, de que el Tecnocasa de la esquina llevaba tiempo cerrado, de que ya no todos nuestros amigos estaban trabajando alquilando pisos y vistiéndose fatal. Hoy ha vuelto ese infierno y no con más trabajo para mis amigos precisamente. La cosa se define entre un puñado de pocilgas para las que hay que hacer casting, someterse a una investigación cuasi policial de parte de las agencias, presentar nómina, aval, contrato indefinido y pagar siete fianzas. No estoy exagerando un pelo y lo sabes. Acaban de abrir dos nuevas oficinas enormes cerca de mi casa. La gentrificación, por otro lado, va al mismo ritmo de la criminalización del barrio.

Cada vez que salimos a dar una vuelta o a comprar algo, la niña-azote de BusKpiso lleva consigo una bolsa. No tarda nada en ver el primer cartel, cruza la calle enérgica y teatralmente, como si la estuviera mirando todo Madrid, se marca una caminata de pasarela, arranca el anuncio de cuajo y lo mete en su bolsa; a continuación con un gesto despectivo de dragqueen, de Ru Paul, se dirige hacia el siguiente cartel indeseable. Cuando lleva alrededor de 50 carteles saboteados y su bolsa luce desbordante, a mí ya me da un poco de pudor ser su madre y le hablo de la pobre gente que trabaja pegando esos avisos. Pero ya es tarde. Da un trago a su botella de agua Bezoya. Nos dirigimos a la puerta de la sede inmobiliaria del barrio, yo me escondo detrás de un árbol y ella vuelca justo a sus puertas la bolsa entera, dejándoles su propia basura especuladora como regalo. Corremos.

Me voy a ahorrar el cuentito, cuando damos la vuelta después de la faena, desandando nuestros pasos, camino de regreso a nuestro hogar de antiguo alquiler que los jóvenes agentes de corbata arrugada miran con los colmillos crecidos y babeantes, descubrimos con horror que los carteles de BusKpiso han sido colocados de nuevo casi en los mismos lugares de los que los arrancamos, todo en cuestión de minutos. ¿Lo hemos soñado, estamos dentro o fuera de la pesadilla? ¿Es que acaso ahora usan robots o drones? La niña resopla, “bitch, please”, cabreada como nunca y despega los que puede, ya sin fuerzas. Cuando llegamos a nuestra puerta, el tiempo se detiene y el grito ensordecedor de una niña se escucha en toda la manzana. Allí está, monstruoso, pendiendo del celo, levemente agitado por el viento, orondo, desafiante, el cartelito adherido a nuestra puerta, el futuro que quieren robarnos. Y solo en ese instante, cuando ambas nos miramos seguras de que volveremos a hacer el mismo camino, tenemos la intuición feroz de que esta guerra la vamos a ganar.

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