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Historia de una traición

Soldados norteamericanos colocan una capucha a dos detenidos en Samarra, Irak, en septiembre de 2003. Foto: Shawn Baldwin/EPA

Iñigo Sáenz de Ugarte

La aparición en España de un libro sobre la invasión de Irak once años después de su publicación en EEUU invita a recordar que la mayoría de los libros escritos por periodistas tienen una esperanza de vida determinada. No hay un elixir de la vida que los mantenga vivos eternamente si los acontecimientos se suceden y no cesan de arrojar tierra sobre las obras escritas años atrás. ¿Cómo decidirse a leer un libro que contó hace tiempo una historia que desde entonces has encontrado en muchos artículos y otros libros?

Nunca es demasiado tarde para hacerse la pregunta ¿dónde empezó todo?, pero el lector sentirá la tentación de ahorrar tiempo y buscar una versión más reducida y poder dedicar las horas ganadas a lo que está ocurriendo ahora. Sin embargo, La puerta de los asesinos, de George Packer, periodista de la revista The New Yorker, merece una oportunidad del lector español que no lo conozca.

En primer lugar, por la identidad del autor. Packer era un firme partidario de la invasión de Irak para derrocar a Sadam Hussein. Como uno de los denominados liberal hawks (halcones progresistas), creía que acabar con una dictadura tan cruel como la iraquí era casi una exigencia moral.

Sus razones no eran las de los neoconservadores, pero su objetivo terminaba siendo el mismo. El fin de Sadam sólo podía traer consecuencias positivas a Oriente Medio, porque entre otras cosas negaría ese determinismo histórico, orientalista, se podría decir, por el que los pueblos árabes sólo pueden ser gobernados por regímenes tiránicos.

La segunda razón viene por el hecho de que después de lo que algunos llamaron el fin de la guerra, Packer decidió volver a la escena del crimen y comprobar por qué el sueño de un nuevo Irak se parecía mucho más a una pesadilla. Y al mismo tiempo entrevistó en EEUU a algunos de los que habían promovido la invasión como la solución a todos los problemas. En otras palabras, a los auténticos responsables de la traición.

El resultado es un apreciable ejercicio de honestidad personal y periodística. Packer no hace penitencia, no cree que Irak estaría mejor en la fecha que publicó el libro (2005) con el dictador en su trono, pero documenta con frialdad el desastre político y militar que se había producido desde mucho antes de que la primera bomba cayera sobre Bagdad. Y comprueba que los ideales supuestamente más dignos pueden originar errores gigantescos cuando están contaminados por la más absoluta falta de conocimiento de la realidad o por el sectarismo de los fanáticos, los neoconservadores que querían asegurar la hegemonía de EEUU en Oriente Medio para los próximos 50 años. En ese escenario, la esperanza acaba siendo sustituida por el sentimiento de haber sido traicionado.

En el libro, hay un protagonista esencial, Kanan Makiya. En 1989, este arquitecto iraquí publicó bajo seudónimo el libro Republic of Fear que sirvió para que Occidente tuviera el primer relato creíble del terror organizado que había sido la dictadura iraquí desde los años sesenta. Historias similares no habían recibido antes mucha atención, porque EEUU consideraba al régimen de Sadam el contrapeso perfecto para debilitar a Irán. Pero a partir de la invasión de Kuwait de 1990, Sadam pasó a engrosar la lista de enemigos mortales y el libro tuvo una gran difusión. La Guerra del Golfo le expulsó del emirato, pero su mantenimiento en el poder se convirtió en una herida que la derecha norteamericana prometió cerrar algún día.

George Packer conoció a Makiya y terminó por admirar sus ideas liberales, su compromiso con un futuro para su país alejado del derrotismo: Irak no estaba condenada a pasar de un dictador a otro. El periodista cometió el error de enamorarse de la persona y del personaje. Lo primero podía ser comprensible. Lo segundo, no tanto, porque si algo representaba Makiya era al exiliado que años después de su salida del país ya no lo comprende. La democracia no se puede exportar ni puede trasladarse en un tanque o un cazabombardero. Es más, de esta manera es probable que sólo crezca el odio y el sectarismo, y eso fue precisamente lo que ocurrió en Irak.

Antes de la guerra, Packer viajó a Londres para cubrir una reunión de organizaciones del exilio iraquí. Allí tuvo la oportunidad de descubrir que no había un plan común, que los exiliados no seguirían los planes idealistas de Makiya y que la mayoría de ellos se abalanzarían sobre el poder como hienas sin tener muy claro qué hacer con él. Aun así, el periodista siguió creyendo que la guerra era el camino.

“Recibidos como libertadores”

La credibilidad de Makiya se resiente un tanto si el lector sabe que también es recordado como la persona que unos meses antes de la invasión tranquilizó a George Bush, lo que por otro lado tampoco era necesario: “Como le dije al presidente el 10 de enero, creo que (los soldados norteamericanos) serán recibidos con flores y dulces en los primeros meses, y no tengo dudas de que eso será así”. La frase es del 17 de marzo, un día después de que Dick Cheney, el belicista vicepresidente, pronunciara esas palabras que aún se recuerdan al comentar que los soldados serían “recibidos como libertadores”. Tres días después, comenzaba la invasión.

A Packer se le criticó por no hacer un auténtico mea culpa en el libro, pero la verdad es que la coherencia intelectual de un periodista no es algo que debe quitar el sueño a sus lectores. Lo que de verdad cuenta son los hechos.

En su libro, Packer describe por qué la aventura iraquí estaba lastrada de origen por dos prejuicios ideológicos: el deseo de Paul Wolfowitz –número dos del Pentágono– de corregir la decisión de 1991 de no culminar la llamada guerra del Golfo con el derrocamiento de Sadam, y la obsesión de los neoconservadores por ayudar a Israel y enterrar a sus enemigos.

No puede sorprender que estos políticos y académicos creyeran que el apoyo a Israel debía ser uno de los ejes de la política exterior norteamericana. Lo que despertó el interés de Packer es que estas personas se comportaran como embajadores del Likud en EEUU trazando una estrategia que respondía más a los intereses del partido de Netanyahu que a los de su propio país. Entre ellos estaban los autores del estudio A Clean Break: A New Strategy for Securing the Realm, enviado a Netanyahu, cuyas principales recomendaciones eran “aplastar militarmente a los palestinos, derrocar a Sadam y poner a un rey hashemita (la dinastía que gobierna en Jordania) en el trono iraquí”, escribe Packer. Lo redactaron en 1996. Años después, desde sus puestos en la Administración de Bush y del mundo académico, tuvieron que cambiar algunas conclusiones, pero las líneas maestras eran las mismas.

La postguerra de Irak, como obstáculo

El presunto (e inexistente) arsenal nuclear de Irak era una razón de peso, pero no la más importante. La guerra se justificaba por sí misma. Por eso, ni se molestaron en analizar cómo debería ser la postguerra iraquí. Es más, pensaron que preparar el día después de la victoria, como intentó hacer el Departamento de Estado, sólo serviría para descubrir problemas y obstáculos que harían más difícil que la opinión pública aceptara en primer lugar la idea de enviar a las tropas.

El mismo título del libro sirve para evocar el absurdo de esta aventura imperial. La Puerta de los Asesinos es una de las entradas al complejo de edificios oficiales iraquíes, entre los que estaba el Palacio Republicano, donde Sadam Hussein recibía a los visitantes extranjeros. Todo ese inmenso complejo, separado de zonas residenciales, se convirtió a partir de 2003 en la llamada Zona Verde. Allí los norteamericanos situaron su cuartel general en Bagdad.

Packer pensaba que se trataba de una puerta antigua, de gran valor histórico. El nombre también podría recordar alguna tragedia del pasado. Luego, descubrió que su construcción era reciente por ser una especie de imitación ordenada por Sadam con esa combinación de arte clásico y kitsch que tan grata le era, y que le permitía conectar su régimen con las glorias del pasado premusulmán. El nombre tampoco era nada exótico. Fue un apodo puesto por una compañía de la Tercera División de Infantería (que al ser la compañía A, por Alfa, tenía también el mote de Asesinos) que durante un tiempo se ocupaba de la seguridad de esa entrada.

La liberación iraquí y los grandiosos planes de los neoconservadores pronto resultaron tan falsos como esa gran puerta, y el libro de Packer lo demuestra. Las consecuencias sufridas desde entonces en todo Oriente Medio sí han sido dolorosamente reales.

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