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Súbete al rascacielos de J. G. Ballard

High-Rise, la última adaptación ballardiana

Rubén Lardín

“Más tarde, mientras estaba sentado en el balcón, comiéndose el perro, el doctor Robert Laing recordó otra vez los hechos insólitos que habían ocurrido en este enorme edificio de apartamentos en los últimos meses.” Así empieza Rascacielos, la novela que el británico J. G. Ballard escribió en 1975. Y así se abre también, subordinada, la adaptación cinematográfica que su paisano Ben Wheatley acaba de hacerle en High-Rise, que con ese título original llega hoy a las salas comerciales.

La Red Social

Rascacielos se centra en una de las cinco unidades idénticas y la primera habitada de un proyecto de urbanización a dos millas de la ciudad de Londres. Un edificio que se anuncia autosuficiente y ofrece las últimas novedades en confort, que es una cosa a la que aspiran los viejos. Entre sus residentes, Ballard hablaba de “un grupo casi totalmente homogéneo de profesionales acomodados entre abogados, médicos, economistas, académicos de prestigio y gerentes de publicidad, una minoría de pilotos de compañías comerciales, técnicos cinematográficos y tríos de azafatas que compartían apartamentos”. El proletariado vive en los pisos inferiores, por encima las clases media y alta se han ido instalado en orden ascendente y en la cumbre mora el hacedor, el arquitecto filántropo responsable de esta utopía proyectada al cielo donde las competencias darán lugar al conflicto, a las riñas y a la expansión bélica.

Noches de cocaína, Furia feroz, Super-Cannes, Milenio negro… Son varias las novelas de Ballard que estudian el descenso a la barbarie de comunidades herméticas. Son alegorías de corte negro que intentan dilucidar la distopía autoaniquiladora en que vivimos, historias que evolucionan casi siempre con modos de thriller, muy golosas para el cine pero que sin embargo presentan complicaciones a la hora de su traslación, más que por estructura o dimensiones por cualidades tonales y por un carácter profético de difícil arreglo en imágenes. Pero se puede.

Zona de combate vertical

Rascacielos, libro y película, se configuran como un flashback en el que se ilustra la verdadera arquitectura y la degradación de un sistema que toma por cordura lo que son patologías. El concepto ya estaba en El ángel exterminador o, de una manera casi literal, en Vinieron de dentro de…, película siamesa que revelaba a David Cronenberg el mismo año en que Ballard escribía su novela. En el futuro, el canadiense adaptará al británico con resultados sobresalientes (las acusaciones de “pornografía” y los conatos de prohibición que se cernieron sobre Crash, la película, idénticos a los que años antes había sufrido la novela, avalaron su triunfo), pero la relación de la obra de Ballard con el cine se limita hasta la fecha a un éxito comercial que recurría a su faceta más accesible, El imperio del sol, y a un puñado de piezas más o menos experimentales y más o menos afortunadas que serían tema de otro artículo.

Los derechos de Rascacielos llevaban décadas en manos del también productor de Crash Jeremy Thomas, un genio de su profesión que ahora ha sabido ver en el inglés Ben Wheatley al hombre adecuado para la empresa. Películas como Kill List o Down Terrace delataban un director con vivencias y lecturas y hacían gala de una serie de habilidades palmarias: potencia en la realización, convicción y regocijo en el tratamiento de la violencia, un talante resolutivo y un fundamento mordaz. Porque una de las características del cine de Wheatley es tensar el humor negro hasta hacerlo macabro con tal furor que, en ocasiones, llega a deshabilitarlo y se le queda en chiste. Le ocurrió en Turistas, pero fue un paso en falso. Cuando mantiene el tipo, este inglés engorilado es capaz de un vitriolo muy serio y muy capaz de funcionar como arma cortante.

Aquí no hay quien viva

High-Rise es cine apocalíptico y por tanto cine político. Wheatley y su coguionista, Amy Jump, lo tienen muy presente y no olvidan que el 1975 en que se escribió la novela fue también el año en que la Dama de hierro se estrenaba como líder conservadora. El cineasta incorpora en esa mención, que será coda y epílogo de la película, su experiencia viva como lector del libro en su día, y es por las mismas razones que decide hacer cine de época localizando la película en los 70. La maniobra es cuanto menos curiosa para una obra tan moderna en su momento y tan contemporánea ahora, preventiva en los dos tiempos, pero responde al propósito de causar los mínimos daños al discurso de un escritor que mantenía que el futuro había dejado de existir más allá de los próximos cinco minutos… devorado por un presente insaciable.

High-Rise es toda ella estímulo y turbia sensación. En sus fotogramas la triste estética setentera y sus promesas de modernidad se hacen fulgor en la imagen y el sonido, donde convergen Clint Mansell, D.A.F. o Portishead versionando a Abba, y la confusión de la orgía dará lugar a la angustia de la lucidez cuando ese Wheatley del que hablábamos, el que no sabe prevenirse de sí mismo, el que tan buena mano muestra para la atmósfera local que también fue característica ballardiana, aparca a mitad del metraje de High-Rise el clasicismo narrativo que tantas veces embargó al escritor y se arroja al tumulto. Y de pronto, de manera inesperada, la película parece cobrar toda su entidad en su colapso, cuando se encuentra incomoda en sí misma y se busca la postura y cualquier probable trama parece diluirse al mismo ritmo que el colectivo humano se canibaliza en la pantalla. Por un momento High-Rise se transforma en una masa informe combatiéndose a sí misma, una maniobra que no es más que Wheatley agarrándose el paquete, mirándonos a los ojos, apelando a nuestra responsabilidad no ya ciudadana sino ética y cayéndonos francamente bien en el gesto.

Nunca lo sabremos, pero no parece mucho aventurar imaginarse a Ballard, uno de los escritores más influyentes del futuro próximo, estrechándoles la mano a Wheatley y a Thomas y dándoles la bienvenida al nuevo mundo. Esto era. Esto es.

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