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Las chicas tristes de la era Rajoy

María Prendes y Marta Donamaría en 'Muñecas de cristal' // Foto: Noelia Gago

Paula Corroto

Acaban de terminar la carrera, no tienen un euro ni trabajo ni ninguna expectativa para independizarse. Sólo quieren huir, marcharse lejos de una ciudad, Madrid, que las agobia y donde tienen que seguir fingiendo que les va bien, que con ver series en Internet, irse de botellón y follar todo lo que pueden, son felices. Tienen poco más de 20 años y se sienten indignadas, desesperadas y con un punto de resignación.

Lucía (Marta Donamaría) y Clara (María Prendes) son personajes ficticios, creados por el novelista Antonio Gómez Rufo para la obra de teatro Muñecas de cristal, pero podrían ser una radiografía de los jóvenes en los últimos años. La generación que, pese a tener estudios universitarios, no tiene más que eso, el título, como señalan los estudios del INE, la EPA y datos del INEM. En la obra, que se representa hasta el 26 de junio en la sala Azarte del barrio de Chueca en Madrid, ambas desnudan ante el espectador todas estas cifras para mostrar que son algo más que pura estadística, y no dos tontas sentadas en un banco y comiendo pipas: también saben lo que es la corrupción y cómo otros se lo han llevado a manos llenas.

“Son jóvenes que han vivido en una cadena de confort, nunca ha estado vacía la nevera ni les ha faltado techo, la desesperación la conjugan con la resignación. Pero es una generación que dentro de 15 años habrá sido un desperdicio para España y pagaremos las barbaridades del Gobierno actual, la reforma laboral, la agresión a la cultura, una instrucción adecuada para los niños. Las políticas educativas han sido deleznables y esto lo pagará España”, explica Gómez Rufo, que también dirige el montaje. Como dice una de ellas en el texto, están entre la espada y el lexatín.

Experimentación y rebeldía

Experimentación y rebeldíaNo hay mensajes ulteriores en esta obra que se muestra ante el espectador tal y como es. Una noche en una playa a la que llegan Clara y Lucía, amigas desde la carrera –de Periodismo- para quitarse, por primera vez, la máscara con la que viven en la ciudad. Una de ellas tiene novio, casi porque hay que tenerlo, y la otra es lesbiana con todas las libertades que le da el haber crecido cuando Operación Triunfo se hizo popular y se aprobaron leyes civiles básicas como la ley de matrimonio homosexual. Durante esa noche también habrá entre ellas una incursión en el sexo lésbico, aunque más como rebeldía que como un impulso sentimental.

“Este es el principio del siguiente proyecto en la que aludo a la transgresión y la implicación del público en el sexo más explícito. Creo que hay que quitarse hipocresías de encima. La juventud está experimentando con todo”, admite Gómez Rufo. Y no, no esperen una especie de La vida de Adele porque no lo es. Además, el público reacciona sin pudores. El pasado jueves, con la sala totalmente llena, los espectadores –muchos jóvenes de la misma edad que las actrices– rieron, se mostraron cómplices y aplaudieron a rabiar cuando terminó la obra.

Globalización de la precariedad

Globalización de la precariedadPorque, por otra parte, el sexo no es, ni de lejos, lo más importante. En estas chicas, que aún se permiten soñar y reírse con las cosas más nimias, está la degradación de un país. No sólo en sus capas urbanas sino en las rurales. En escena aparece también Marina (Teresa Yoldi), una chica de veinte años que vive en un entorno familiar lleno de podredumbre en el que habitan el alcoholismo y los malos tratos. Ella misma tiene que trabajar en un invernadero –“los plásticos”– de chirimoyas para labrarse el futuro. Ella, universitaria y española. “Los personajes contraponen ideas y lo que se muestra es que la globalización de la crisis nos iguala a todos, no hay diferencias sociales y culturales”, sostiene el autor del texto.

Unas tizas, tres toallas y tres bolsas de playa. No hay más atrezzo en este montaje hecho con lo puesto. “El teatro de vanguardia es el teatro de los pobres”, recalca Gómez Rufo con cierta ironía. Al menos, pese al sabor amargo, hay bastantes pinceladas de humor. Caramelos envenenados con envoltorio dulzón, como especifica su autor. Y que tienen 20 años todavía. La risa, frente a los hachazos del Gobierno, aún está permitida.

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