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“Se ha sustituido la democracia parlamentaria por una aparente democracia callejera y populista”

José Enrique Ruiz-Domènec.

Ramón Lobo

José Enrique Ruiz-Domènec (Granada, 1948) es historiador. Sus especialidades son Europa y la Edad Media. Vive en Barcelona desde 1968. En una anterior entrevista, publicada también el eldiario.es, dijo que España no podía ser un país unitario porque no lo había sido nunca y que los dos únicos intentos serios de conseguir esa unidad fueron los omeyas y el general Franco, y ambos fracasaron. Esta vez la conversación es telefónica y se concentra en la crisis territorial, España y Catalunya.

Angela Merkel tiene, o tuvo, dos historiadores de cabecera a los que consultaba durante la crisis de Ucrania. En España, se escucha poco a los historiadores, el poder no les pregunta.

En España, los historiadores vivimos recluidos en nuestros seminarios y observatorios de trabajo, publicamos nuestros libros, que son debatidos en nuestra esfera profesional y quizás en algunos casos por un periodismo de alto nivel e interesado. Pero llegan con dificultad al ámbito de la política. La gran paradoja, sin embargo, es que muchos de los temas que los políticos plantean son de carácter histórico. Por eso no deja de ser curioso que para hacer un buen diagnóstico de los temas que tienen un sustrato histórico no se recurra al historiador.

¿Existe un problema español más que uno catalán como sostiene López-Burniol? En nuestra anterior conversación decía que somos un Estado que no resolvió sus problemas en la Edad Media y en el siglo XIX como hicieron otros países.

Estoy convencido de que la situación a la que hemos llegado tiene una parte, que tal vez es menor, que corresponde al nacionalismo catalán, y otra muy importante que procede de la inseguridad y perplejidad con la que el Estado español ha afrontado desde hace mucho tiempo los desafíos que genera la sociedad moderna. No ha absorbido bien lo que significó la industrialización. No ha absorbido bien lo que significó la modernidad social, e incluso cultural.

El Estado español carece de musculatura para enfrentarse a problemas tan serios como la creación desde hace décadas de una narrativa independentista en Catalunya, aunque esté llena de errores históricos y mentiras. Puede codearse correctamente con otros países en el plano económico; o en el diplomático, y de manera excelente en el comercial, sin embargo, no es sensible a las nuevas corrientes de la historia, la antropología, la filosofía, la crítica textual o el cine. En eso el Estado es responsable, ya que no ha apoyado la cultura. España no es un Estado fallido, pero sí es un Estado que falla mucho a la hora de tomar decisiones que afectan al conjunto de la sociedad.

Ser autoritario o intolerante no significa que seas fuerte.

No, nunca lo ha sido. Está la célebre distinción entre la auctóritas y la potestas que marca la naturaleza de la cultura del poder desde el Imperio Romano, incluso desde antes, en la época helenística tras Alejandro Magno. La indecisión, el no tener claras las ideas, genera ofuscación y opacidad en las decisiones. Eso se subsana con golpes de aparente autoridad que crean una imagen autoritaria que muchas veces no resuelve nada, al contrario, la empeora.

¿Cómo debíamos resolver esta situación? ¿Cómo lo han conseguido otros países?

No ha habido ningún país que esté en una situación similar a la que está España en este momento. No tiene nada que ver con otros procesos de rearticulación del territorio que se han producido en Europa al final de la Primera Guerra Mundial, tras la descomposición de aquella inmensa confederación que era el Imperio Austro-Húngaro o la desaparición de Rusia para dar lugar a la Unión Soviética, con la posterior caída de ese imperio soviético en el que los territorios se fueron configurando a medida que se liberaban de un marco político que había desaparecido.

Lo que tenemos aquí es un Estado, que constituye el armazón político de un país como España después de 40 años de haber resuelto sus diferencias de un modo democrático, al que se le plantea un reto muy complejo de orden territorial y emocional al mismo tiempo. Eso se debería haber resuelto en términos políticos, pero no se ha hecho, se ha degradado y se han retrasado las soluciones pensando que lo que se le estaba planteando al Estado era un anhelo que se subsanaba con más competencias o con más dinero. Sin darse cuenta de que había un diseño de articulación territorial diferente al que se está planteando. Y eso que se le había advertido por todos los lados.

He escrito dos libros al respecto: uno, planteando por qué ha habido tantos desencuentros entre territorios en España, tratando de actualizar el argumento de Ortega sobre la vertebración del país, por qué el Estado no vertebra, por qué no consigue convencer y que solamente ha conseguido unir venciendo, no convenciendo. En un segundo libro traté de explicar las raíces profundas del movimiento independentista catalán que nos ha llevado al desolador panorama del 1-O.

Una de las claves en el XIX es el 98, cuando desaparecen los restos del Imperio español, algo que afecta profundamente a los industriales catalanes.

Desaparecen porque el Estado español, que ha tratado de introducir elementos modernos europeos en la construcción de España, lo que se ha venido a llamar el canovismo o la Restauración borbónica, no sabe reaccionar ante el desafío que suponen las protestas en Cuba, Filipinas y Puerto Rico. A pesar de que son provincias, al menos desde el punto de vista constitucional, España asume el discurso de algunos sectores de EEUU, y trata aquello como una guerra colonial, convirtiéndolo por lo tanto en una guerra de liberación colonial.

A pesar de la intelectualidad del 98, con figuras tan importantísimas como Unamuno, Pío Baroja, Valle Inclán y los Machado, España asume lo que le están diciendo sus adversarios porque no alcanza a tener un discurso político alternativo. Cuando se pierden Cuba, Filipinas y Puerto Rico se crea una tensión muy fuerte en la zona más industrializada, que es Catalunya, la que ha apostado por la vía social moderna.

Hay una tensión entre sectores de la burguesía que son no todos por supuesto intensamente catalanistas, que están introduciendo poco a poco la lengua y cultura catalana, la están recuperando de un pasado lejano, y las clases trabajadoras que, procedentes de otros territorios de la Península Ibérica –Murcia, Andalucía, Extremadura o Galicia–, se concentran en barrios y territorios periféricos.

Justo en el momento de mayor desarrollo de la identidad catalana, en el Modernismo, o de alcance de sus primeros esbozos de un autogobierno con la Mancomunitat en la época de [Enric] Prat de la Riba es cuando hay más tensión social en las calles provocando conflictos que pueden entenderse a la vieja usanza, como una lucha de clases, con la Semana Trágica como epítome.

Catalunya formaba parte del Estado e incluso quería reformarlo, que es uno de los objetivos del catalanismo político, insertándose en los gobiernos con personajes como [Francesc] Cambó y otros, ofreciendo alternativas a un país que no es estructuralmente unitario. Unas alternativas que pudieran recobrar de forma más ponderada el ideal federal de la Primera República, que en esos momentos no hubiera representado un problema y hubiese resuelto muchas de las tensiones territoriales porque se estaba desarrollando, como en otros lugares de Europa, una ideología nacionalista, tanto en Catalunya, País Vasco y Galicia, vinculada al principio inspirado en Herder de la tierra y la lengua.

¿Se puede decir que Catalunya ha renunciado, al menos el sector independentista, a la modernización de España, la ha dado por imposible?

Sí, claro. Incluso los ideólogos de este movimiento o aquellos que reflexionan sobre él desde las posiciones del independentismo dan por finiquitada esa relación. Consideran que el Estado español no está a la altura de las circunstancias del momento que vive Catalunya. Podremos discutir en profundidad los medios que han utilizado, en mi opinión, erróneos, pero el objetivo es ese. Han madurado durante años lo que quieren ser. Por eso les gusta tanto la palabra “proceso”, una acción continuada.

No conviene olvidar que el independentismo catalán nace como recuperación de una herida histórica, el enfrentamiento dinástico entre los Borbones y los Austrias en la Guerra de Sucesión de principios del siglo XVIII, el célebre 11 de septiembre de 1714, que ellos llaman significativa y erróneamente guerra de “secesión”.

En los últimos años hay menos interés de recuperar esa emotiva herida, por eso hablan no de restaurar el régimen perdido en 1714 sino de crear una república catalana. En este proceso han elaborado una nueva doctrina política de tradición anglosajona inspirada en el derecho de autodeterminación, que ellos llaman derecho a decidir. Lo que buscan es crear una república y por eso proponen la bandera, que no es la señera, la vieja bandera de los reyes de la Corona de Aragón, de la dinastía de los condes de Barcelona, de la dinastía de Guifré el Pilós [Wifredo el Velloso], sino una nueva, ideada a finales del siglo XIX por los movimientos republicanos. En el interior del proceso hay una victoria de un grupo sobre los demás.

Los soberanistas han conseguido imponer en una narrativa romántica, ilusionante, frente al Estado que solo sabe decir no a todo sin dar alternativas.

Claro, porque cuando pierdes la iniciativa, vas siempre a remolque y a la defensiva. Esto pasa en los juegos deportivos. Cuando no estás seguro de lo que estás argumentando, te quedas a la espera de lo que te digan para rebatir. El Estado español no ha estado a la altura de lo que suponía algo tan importante que no la ha entendido. Y más como un Estado europeo de pleno que en la actualidad es. Se ha aprovechado de esta situación pero no la ha entendido la responsabilidad que conllevaba serlo.

Baste decir que España al ingresar en la Unión Europea regresó a las instituciones europeas en las que había estado ausente por un motivo u otro desde la Paz de Westfalia en 1648. España había permanecido fuera de las redes europeas, había tenido un imperio intercontinental pero no internacional, de ahí la pobreza comunicativa del español, que no ha formado parte de la alta cultura europea, pese a que se habla en todo un continente. Uno sabe francés, inglés, alemán, incluso italiano, una lengua hoy minoritaria. El idioma español es recibido con resistencia, como una lengua de segunda.

Por ese motivo cuando España regresa a Europa en 1986 no pondera las obligaciones que contraía, solo atiende a los beneficios: subvenciones agrarias, fondos estructurales para hacer autovías, canales, aeropuertos, becas universitarias. Sin entender obligaciones de orden cultural, educativo, formativo, de tolerancia. Se perdió una ocasión de oro y ahora quieren recuperarlo a toda prisa porque ven que una parte de la gente de su territorio lo reclama. Ni siquiera están atentos a que pueda haber dos millones, o más, de habitantes en Catalunya que viven horrorizados por lo que está sucediendo. No son sensibles a su miedo, que es real, y eso tiene terribles precedentes en la historia.

Una parte trabaja con la ilusión colectiva de que irá bien, todo va a ser maravilloso si son independientes. La otra parte trabaja con el miedo.

Se ha glosado muchas veces en los últimos meses los errores del procedimiento que han hecho los independentistas sobre su objetivo de alcanzar un territorio soberano. Donde se han equivocado ha sido en el procedimiento, no en los objetivos, ni siquiera en la ilusión de quererlo ser. Esto está anclado en la convicción de que todo el mundo tiene derecho a aspirar a eso. ¿Cómo lo han bastardeado? Generando procedimientos de colonización cultural, de acción y rechazo de las minorías que le provocarán un grave problema, en el hipotético caso de que el país algún día fuera independiente.

De eso no se ha hablado. El Estado, que tendría que ser el garante de los ciudadanos que se sienten españoles aparte de catalanes en este territorio y que observan estupefactos esa realidad, lo único que les da es una colleja, acusándoles de no manifestarse. Como no se movilizan, han perdido sus derechos de ciudadanos españoles, pero también europeos. El Tribunal de la Haya tendrá algo que decir a este respecto, y pronto. Lo que se discute, aquí y en cualquier país civilizado que observa el problema catalán, es que se ha sustituido la democracia parlamentaria, que es la única que nos convence de momento, por una aparente democracia callejera y populista donde tienes razón porque movilizas a 450.000 o a 750.000.

Hasta qué punto no han sabido plantear que en Europa la democracia es una democracia parlamentaria con elecciones libres en la que una vez que entregas el voto, los representantes en los parlamentos forman mayorías, gobiernan, toman decisiones, y si son equivocadas, les castigas a los cuatro años votando a otros. Ese es el sistema en el que estamos en nuestra calidad de europeos: en Francia no gustaba [François] Hollande eligieron a [Emmanuel] Macron. Ese es el sistema verdaderamente democrático. No las manifestaciones multitudinarias. Esas las hacían Stalin en la plaza Roja de Moscú o Franco en la plaza de Oriente.

El movimiento soberanista está reclamando internacionalmente que aquí no se vota y que no les dejan votar, simplemente porque han focalizado todo el voto en un referéndum como la fase suprema y sublime de la democracia, cuando sabemos que el referéndum es un arma que han utilizado en muchísimas otras ocasiones países autoritarios. Sin ir más lejos, el general Franco, que los ganó todos. Ha sido el Estado el que ha estado intimidado por un complejo de culpa y de inferioridad que no se entiende en ningún país de nuestro entorno. Hemos dado un paso atrás, y peligroso.

Estamos ante un presunto referéndum que no va a resolver ningún problema y con dos discursos que seguramente no se van a mover de su sitio. Irán a votar los que están a favor.

Es un referéndum que una parte, en este caso la autoridad del Estado, que se despierta tarde dice que es un atentado a la soberanía y a la legalidad en este caso constitucional del 78, y lo declara ilegal a través de los mecanismos que tiene para hacerlo que es el Tribunal Constitucional. Si lo declara ilegal, ¿cómo puede esperar que una persona neutral vaya a votar? Alguien que cree en las instituciones españolas no irá a votar, no puede votar “no” porque eso seria reconocer la legalidad del referéndum, que no la tiene.

Se ha perdido la ocasión de hacer política con mayúscula como quería Aristóteles o Tocqueville, que aquí ni se leen ya. Decir, si es necesario llegar a esto, vamos a plantear una reforma constitucional en las Cortes y con el tiempo suficiente, como pasó en las relaciones entre Inglaterra y Escocia ─aunque no tenga nada que ver─, que tardaron varios años.

Tenemos que consensuar no solo la pregunta, sino muchos detalles. Para una decisión de este calibre la parte que la demanda tiene que saber que no puede bastar la mayoría de 50 más 1, se necesita otro tipo de mayoría. Hay que acordar si se necesita un 75%, o un 80%, de participación y al menos un 60% o 65% de votos favorables, por ejemplo. Eso es lo que se debe negociar. A partir de ahí, todos con las mismas armas, los que quieren sí y los que quieren no y los que se abstienen y los que votan en blanco.

Lo del día 1 será una especie de referéndum a escondidas, todavía no sabemos si habrá urnas ─unos dicen que sí; otros que no─. Si me viene llega un aviso para presidir una mesa, ¿qué hago? ¿Llamo a mi abogado? Es tal el contrasentido que se ha creado por la debilidad estructural del Estado y por la osadía en ocasiones un poco torticera, de los que dominan la narrativa independentista.

Un referéndum pactado sería como un contrato. Oliver Hart, premio Nobel de Economía en 2016 y experto en la teoría de los contratos, decía en una entrevista en La Vanguardia que tendría que ser un pacto muy preciso para que no fuera necesario otro en 50 años.

Eso también tiene que estar en un acuerdo consensuado, al que se debe llegar con luz y taquígrafos. Para que la ciudadanía española, no solo la catalana, pueda saber de qué se está hablando, en qué han cedido ambas partes y qué elementos se han aceptado para llegar a una decisión tan grave. Salvando las distancias, es como el planteamiento de la UE al Reino Unido con el Brexit. ‘Si se separan tendremos una larga negociación para determinar cómo desarticulamos esto’. El Reino Unido se une a la UE de modo leve: mantiene su moneda, su legislación y otras tantas cosas, mientras que si Catalunya se separa de España no tiene moneda ni legislación propia, no tiene nada aprobado democráticamente. Lo único que tiene son unas propuestas realizadas al calor de una profunda amargura que, al leerlas, dan un poco de miedo: se atisba en ellas la creación de un Estado autoritario.

Tenemos un problema con las instituciones, acusamos al Gobierno del PP de ocuparlas y de desprestigiarlas. Pero si el planteamiento de los soberanistas es crear un país en el que todo lo nombra el presidente, tampoco parece muy sano.

Sí, así es. Un presidente que durante un determinado tiempo, que puede durar siempre, tiene poderes absolutos. No ha dado tiempo a debatir, o no se ha querido hacer, una cosa tan seria que afecta no solo al orden social, económico y cultural, que afecta a principios básicos que están aprobados en la Declaración de Derechos Humanos.

No se puede aceptar la mera posibilidad de una purga a la población que disiente de los planes secesionistas. Voces autorizadas como la presidenta del Parlament ha manifestado en diversas ocasiones que es preciso echar de la tierra catalana a los no catalanes. ¿Qué significa eso? ¿Habrá una crisis de refugiados en una país europeo? Alguien podría decir que estamos instalados en un simple juego de retórica política. Pero cuidado con las palabras.

En el año 1453, se les decía “los turcos están por allí, pero nunca llegarán”. Y llegaron, ¡vaya si llegaron! La historia cuando tiene que llegar, llega y es implacable. ¿Vamos a tener que sufrir en un trozo de Europa un proceso de ruptura, de enfrentamiento social, en pleno siglo XXI?

Todo el mundo dice, ‘eso no va a ocurrir jamás’, pero de alguna forma es un temor que está en el ambiente: la posibilidad de un muerto en cualquiera de las partes. Si sucediera, ojalá que no, entraríamos en otro escenario.

En el siglo XXI no se puede pensar como el XIX. No se trata solo de violencia física, de algaradas callejeras, de asonadas. Eso viene del pasado. Hay cuestiones más propias de nuestra época: no puedes construir un país con un 50% de la población en contra diciendo ya les convenceré. Ese principio significa ‘voy a utilizar todos los mecanismos del poder para convencerles’. Será un convencimiento selectivo. Dirán, quien no forma parte de esto no formará parte de la minoría dirigente. Eso tiene un nombre, marginación, incluso creación de guetos, y cuando se ha producido ha generado problemas muy serios.

El Estado español no ha sabido cuidar de sus ciudadanos que viven en Catalunya. Por eso está pasando aquí lo que jamás pasaría en Francia, Alemania e Italia, en ningún país que se precie de ser un Estado de derecho. Cuando Baviera insinuó que quería celebrar un referéndum, el Tribunal Constitucional alemán respondió que no era posible, que la Constitución dice que Alemania es un país federal y unido. Y se acabó el problema.

Pero aquí se insiste en ese punto, se da vueltas, se subvencionan con fondos públicos institutos que diseñan la secesión. Y creemos en la legitimidad de un sector de la población catalana que piensa en términos de secesión; un sector por otro lado del que tampoco sabemos muy bien cuántos son, porque asienta sus demandas en una exigua mayoría parlamentaria, que ha sido posible por que el Estado ha tenido la dejadez de mantener un sistema electoral que prima un tipo de ciudadanos y hunde a otros. Todo para lograr un equilibrio territorial que es el que va a crear la mayor crisis territorial de la historia española en los últimos cinco siglos.

Todo es tan contrasentido que visto desde fuera la gente piensa, ‘bueno, España no estaba madura para la misión de ser plenamente un país de Europa. Baste pensar el absurdo de que su región más rica, más próspera, la de mayor autogobierno de toda la Unión Europea, que recibe millones de turistas al año, se quiere independizar con el apoyo de grupos antisistema y por eso mismo prefiere su dosis de emotividad a seguir siendo un país que forma parte del espacio económico europeo. ¡Es de locos!

Pero es así. Porque Europa ciertamente vive con preocupación una desestabilización económica de España, porque el consumo se deteriorará; de hecho, se está deteriorando, de momento no es alarmante, pero se está deteriorando, aunque se compensa con buenas exportaciones. Pero habría que decirle al señor Rajoy que no todo es economía. No sé quién le enseñó historia. La generación de los nacidos entre los años 50 y 55, como nuestro presidente del Gobierno, iban a clases muy malas de historia. ¡Aprenda usted qué historia se hace en los años 90 y en el siglo XXI en todo el mundo.

No solo es el discurso del PP, es que el PSOE tiene dos o tres discursos, el de Susana Díaz, próximo al de Rajoy, el de Pedro Sánchez y el de Miquel Iceta. Ciudadanos es más duro que el del PP en este asunto. Solo quedan de puente Ada Colau, los comunes y Podemos, que reciben bofetadas por las dos partes.

El problema es político, pero la iluminación del problema, para hablar como Walter Benjamin, que no creo que le moleste a nadie esta cita, no tiene que venir de los partidos políticos, sino de la sociedad civil. Todos tenemos nuestras ideas y votamos en función de muchas cosas. Yo he votado a muchos partidos. ¿Eso qué significa? Que tengo el espíritu crítico europeo, y voto en función de la coyuntura política, no de una estructura cerrada. Hay gente que, aun pensando que su afinidad está con un partido, puede pensar en contra de lo que opine ese partido. Eso es la madurez democrática. Ocurre en los países de nuestro nivel económico, pero no de nuestro nivel cultural.

Esa es la cuestión: un nivel cultural que el Estado no ha querido fomentar. ¿Nos sorprende que tengamos universidades fuera del ránking de las mejores y que en verdad son un desastre? La paradoja es que muchísimos de los profesores de la universidad española son extraordinarios: ellos lo son, la institución no.

Ese es un problema muy serio. Aunque parece que no tiene nada que ver con lo que estamos hablando, sí tiene que ver en la medida en que no se le ha dado la voz a estos profesionales, no se ha creado un debate, no ahora, sino cuando empezó, que esto viene de lejos. En este enfrentamiento de dos maneras de percibir el mundo, los vencedores aplastarán a los vencidos, y eso no es correcto en el siglo XXI, en nuestro ambiente geográfico no es correcto. Ser un miembro de la UE y pensar así es un error extraordinario.

De alguna forma, seguimos contaminados por el franquismo y la Guerra Civil.

Totalmente.

No hemos sabido escapar de ese esquema mental.

Esto es una mala digestión del franquismo clarísimamente, porque no se ha explicado bien lo que significó el franquismo y los mecanismos con los que se salió de él, que podría haberse salido de muy diversas maneras, pero se salió de una. Todo esto tendría que estar en los libros de texto, en la prensa y en las televisiones donde solo vemos debates sin fundamentos cuando no telebasura directamente.

Al no haber una verdad judicial no existe una verdad científica inapelable. Ni siquiera se buscan los muertos, a los más de cien mil que están desaparecidos o no localizados.

Exacto. El Estado cree que la gente se ha embrutecido tanto en esta cultura de hipermercado que lo único que le interesa es la economía y el dinero. No es verdad, hay otros mecanismos que interesan. Interesa la cultura, las tradiciones, los sentimientos, las emociones, la memoria colectiva. Hay tantas cosas que se han olvidado o degradado que ahora, resulta sorprendente que una narrativa las enarbole. Cualquier acto en Catalunya está pletórico de esteladas, pero si sacas una bandera española eres un fascista. Es una cosa rara argumentativamente. Pero es lo que tenemos. La situación es muy difícil y tratar de quitarle hierro al asunto no es bueno.

¿Podría servir esta crisis, que no va a terminar el día 2, sino que continuará, para que se produzca una reacción social que obligue a la política a buscar acuerdos?

Ojalá. Las dos soluciones de después del 2 de octubre son malas. Decir que gana la legalidad mediante sistemas de coerción no es para sacar pecho. Tampoco si ganan la ilegalidad y el folklore convulso porque vota un tanto por ciento elevado de la población (que será siempre difícil de determinar porque no hay garantías en la confección del censo, ni en la composición de las mesas electorales) y tras la victoria está legitimado para decir que pasado mañana es otro país. Es un momento crítico.

Aquí viene la segunda parte. Como estamos seguros de que este gobierno apoyado por este partido no lo va a resolver, esperamos un cambio de gobierno. Si esto es así no hagamos más juegos y cuestionemos a fondo. Ya que se está cuestionando la Transición, los elementos que la debilitaron como el sistema electoral, impongamos una doble vuelta. Mirémonos el caso francés en las últimas elecciones. No hablo por quién ganó, que eso me daba igual, sino cómo resolvieron una crisis que tenían de orden político, en la que algunos llamaban a acabar con la V República. ¿Cómo lo resolvieron? Fortaleciendo un sistema electoral que es el menos malo. En lo que se refiere a la política, replanteemos la función del Estado. ¿Podemos los ciudadanos españoles confiar en un Estado que se desentiende de una población para aplicar un ajuste territorial? Esto es grave decirlo, porque en cualquier país serio el ciudadano se siente garantizado por el Estado.

Hay dos palabras claves para ver lo que nos falta: explicar y explicitar. Hay que explicar cómo se ha llegado hasta aquí, explicar la trama, que no se ha hecho. Hay que explicitar, que era el gran concepto que sacó Foucault para renovar la historia, cómo es posible que un país culto, ponderado, como Catalunya diera el espectáculo que dio en su Parlament el día que se aprobó el referéndum. Eso hay que explicitarlo para los catalanes, para los que viven y trabajan en Catalunya, y luego para los españoles y europeos en general, que están deseando saber si esa es la mayoría que gobernará Catalunya en los próximos 10 o 12 años en una transición hacia un país independiente.

Quieren saberlo y están en su derecho, toda vez que formamos parte de un club que se llama la UE donde hay una serie de obligaciones que no son solo la deuda que podemos tener o la prima de riesgo, también se nos exige un equilibrio social y político, una imagen de democracia que no lo estamos dando. ¿Y esto quién lo tiene que hacer? Pues los historiadores. Lo han hecho en parte. ¿Por qué no han hecho más? Porque el Estado no les ha apoyado. En cualquier país buscarían historiadores que explicaran esto. Y fomentaría su audiencia. Aquí no, aquí se les aparta, se prefiere que no hablen. Y cuando uno dice pero oiga, se están inventando la historia, la respuesta es, qué más da.

Situación complicada.

Muy complicada. Tengo la sensación de que hemos llegado a una situación donde las dos posibilidades son malas. Que gane la secesión es un dislate, que nadie contempla porque nadie quiere verse en el fondo de un abismo; pero que “gane” la legalidad y se vaya de rositas quien ha gestionado mal durante años, incluso con mayoría absoluta generará una profunda decepción social. Rajoy perdió cuatro años de mayoría absoluta sin hacer nada, preocupado exclusivamente en la economía. Lo resolvió bien pero a costa de dañar la imagen del país.

Hemos perdido credibilidad en la UE, la emoción que tenían cuando entramos en Europa. Nos recibieron con los brazos abiertos, ‘qué bien que os habéis liberado de Franco y el franquismo‘. Nos quitaron las fronteras y las aduanas, quitaron los gendarmes, pasamos sin ningún problema porque se fiaron de nosotros. Ahora te miran con recelo, lo he vivido. Es inútil ocultar que procedo de una región de Europa que ha perdido el sentido de la proporción.

Vamos a salir muy dañados por algo que era completamente innecesario, el capricho de un individuo que engañó a su país durante décadas.

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