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España pierde Cataluña, como dijo Unamuno

Xavier Martínez Celorrio

Profesor de Sociología. Universidad de Barcelona —

La Diada del 2012 marca el fin de 140 años de pactismo catalán para modernizar el Estado y hacer encajar la diversidad multicultural de España. Así de tajante es el mensaje de la masiva manifestación soberanista de Barcelona. Un clamor popular, tan ninguneado y minimizado por buena parte de la prensa madrileña como resaltado por la prensa internacional. También ciertas voces de la izquierda española culta han mostrado incomprensión, hilaridad y paternalismo posesivo contra esta demostración de fuerza del soberanismo catalán.

Primero te ignoran, luego se ríen de ti y cuando te atacan, ganas. Con estas tres fases, el soberanismo no violento de Gandhi resumía las reacciones en contra que recibía del Imperio británico. Eran otros tiempos y otras latitudes pero el marco mental de los que se sienten superiores parece ser el mismo en todas partes y momentos.

El catalanismo que propugnaba la solución federal de España, con Pi i Margall al frente, se remonta a la muy olvidada I República (1873), hace ahora 140 años. El sueño federal de Pi i Margall, inspirado en Proudhon y su ideario cooperativo, marca el inicio de la continua influencia catalana en la articulación institucional de la España contemporánea. Una influencia modernizadora siempre mal asumida y ninguneada por unas élites madrileñas y provinciales acomplejadas ante lo catalán, esa alteridad y némesis de la España decimonónica, de trono, sables y altar.

Asumiendo, a la larga, la dualidad incompatible entre el alma castellana y la catalana, Miguel de Unamuno reconocía en carta a Manuel Azaña (1918): “Justo es, pues, que España pierda ahora Cataluña. Y la perderá, no me cabe la menor duda que la perderá. La federación no es más que una hoja de parra”. Casi un siglo después, Unamuno es profético. Eso sí, un siglo sinuoso y áspero que no ha resuelto ni la conllevancia orteguiana entre España y Cataluña ni los problemas de la identidad española y su memoria histórica, tolerando un mapa de fosas de la guerra civil que hoy da escalofríos. Pero, ya saben, aquí los crímenes del franquismo no se tocan y los archivos de Salamanca eran un derecho de conquista hasta hace dos días.

El actual Estado de las autonomías, diseñado para disolver las reivindicaciones nacionales de Cataluña y País Vasco como reconocía Esperanza Aguirre sin rubor alguno, es otra hoja de parra caducada, inviable y deslegitimada que no puede disimular la realidad de su fracaso. A la vista del mundo y de los mercados internacionales, el modelo autonómico español dista mucho de ser funcional, eficiente y federal. Algo muy propio de unas élites que mantienen vetado cualquier cambio o reforma constitucional para diferenciar cuáles son nacionalidades y cuáles son regiones, atribuyendo y delimitando modelos de autogobierno y cooperación mutua, un Senado territorial efectivo y un modelo fiscal eficiente y solidario. De eso nada.

La intocable y sagrada Carta Magna (votada solo por un tercio de los españoles hoy vivos) solo se reforma por la puerta de atrás, sin debate ni referéndum, para constitucionalizar el techo de déficit (2011) asumiendo, por dictado de Berlín, un tótem neoliberal que antes era indigesto para la socialdemocracia. Hay reformas y reformas.

Ante la secular intolerancia y torpeza de la derecha para asumir la plurinacionalidad de la España real, la izquierda española no ha contrapuesto un proyecto histórico alternativo, modernizador y cohesivo. Ni adoptó medidas para desinflar el paraíso artificial del España va bien con salarios bajos y sin apenas impuestos ni construyó un relato consistente de justicia territorial y reconocimiento de la diversidad más allá del artificio de la España plural, ardid creado por el marketing de usar y tirar del que no queda nada.

Ya en 1999 dicen que Felipe González confesó a Pasqual Maragall que al pueblo español le costaba mucho asumir nuevos conceptos. El federalismo asimétrico no suponía uno, sino dos conceptos inasibles y complejos para la baja cultura política de los ciudadanos, según él. De aquel paternalismo protector y de renuncia, vienen estos lodos.

En el 2000, la factoría ideológica del PP actualizó la consigna gramsciana de la lucha continua por la hegemonía discursiva y mediática y sacó de la chistera el patriotismo constitucional. Dos en uno. Ni se toca la Carta Magna ni la integridad de la única nación-patria de los españoles. Dos conceptos que, al parecer, han calado y conectado con el alma española mejor de lo que suponían algunos. Hasta su padre intelectual, Jürgen Habermas, alucinaba de la capacidad vampírica de la derecha española que, para rematar la faena, estigmatizó el Estatut catalán cual impureza heterodoxa desplegando una catalanofobia que rendía votos.

En ningún sistema federal, las regiones más ricas contribuyen al fondo de solidaridad hasta quedarse empobrecidas y con peores servicios públicos y de bienestar que el resto de regiones a las que ayuda. En Alemania y en Estados Unidos las regiones ricas no pasan del 4% de su PIB en transferencias de solidaridad. Cataluña aporta cada año a España un 8% de su PIB, unos 16.000 millones de euros, acumulando así una deuda de 42.000 millones a causa de un sistema disfuncional e irracional de financiación que, encima, la deja con menor inversión en políticas sociales y educación que el resto.

El déficit fiscal acumulado acaba convirtiéndose en déficit social y castiga injustamente a las clases populares catalanas. Un ejemplo, sólo un 27% de los hijos menores de 16 años de familias pobres catalanas tienen alguna forma de beca de estudios. El capítulo de becas, nominalmente, está transferido pero bloqueado desde Madrid. ¿Por qué la bloquean los gobiernos de Madrid, sean socialistas o conservadores? ¿Cómo pueden perpetuar esta injusticia los socialistas españoles que va en detrimento de la igualdad de oportunidades? De los catalanes pobres, pero no de los pobres de otras partes.

En paralelo, los ciudadanos comprueban, indignados, cómo otras regiones más pobres financian de modo universal y no por razón de renta, ordenadores en las escuelas y otras prestaciones y servicios que son y han sido inimaginables en Cataluña. Entre 1986-2006, Cataluña ha transferido 213.963 millones de euros a las regiones menos desarrolladas de España, cuyos líderes regionales ahora ríen y ridiculizan la actual asfixia de recursos y tesorería de la Generalitat. Por eso, el modelo de financiación no es federal sino depredador, expoliador y regresivo.

Hartos de la ingratitud, de la ignorancia y de los tópicos anticatalanes que se remontan a tiempos de Quevedo, la Diada del 2012 marca un antes y un después. Ninguna democracia permite a su Tribunal Constitucional revocar una norma legal y estatutaria aprobada en referéndum. Ninguna economía y administración moderna esconde y hace opacas las balanzas fiscales a sus ciudadanos. Ningún Estado incumple lo que dictan los tribunales y retiene el autogobierno de las becas, discriminando a los hijos pobres de las regiones más ricas. Ninguno, salvo España.

El listado de agravios es proporcional al silencio e indiferencia que recibimos desde la España dialogante, abierta y cosmopolita que antaño elogiaba Cataluña como motor económico, innovador y creativo. No hay puentes, ni interés, ni voluntad de conocer al otro. Solo faltaba que Peces-Barba volviera a intimidar con bombardear Barcelona, tal y como antes amenazaron Azaña o Fraga. Viejo recurso trasnochado de autoridad e impotencia en plena globalización y rearticulación política de Europa. España está instalada en otra onda, en otra fase y en otro tiempo.

Como reacción veremos ahora muchos federalistas salir de los armarios. Justo cuando Cataluña inaugura un nuevo ciclo y cierra 140 años de esfuerzos por construir un Estado español que ha dejado de sentir como propio. El derecho a decidir se abre paso y tiemblan las telarañas de una España autonómica en plena crisis de todas sus instituciones. De aquellos vientos, estas tempestades de cambio, empoderamiento y libertad.

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