Espacio de opinión de Canarias Ahora
La primera mujer presidenta y el viejo lenguaje del poder
Durante el último pleno del Cabildo de Tenerife, la presidenta Rosa Dávila calificó al grupo socialista de “oposición histérica”. La expresión surgió después de que yo (y otros) como consejera, no pudiera contener la risa ante una afirmación ciertamente pintoresca: que la presidenta utiliza el transporte público y que, cada vez que lo hace, la ciudadanía la vitorea con un “¡sigue mejorando las cosas, presidenta!”.
Más allá del anecdotario, el comentario merece una reflexión seria, porque no es solo una salida de tono: es un síntoma del machismo estructural que aún persiste en nuestras instituciones, incluso cuando lo enuncia una mujer.
La palabra “histeria” proviene del griego hystéra, que significa útero. Desde hace siglos, la medicina y la cultura machista la usaron para explicar —y despreciar— la emoción femenina. Hipócrates, Freud y tantos otros hicieron de la “histeria” una enfermedad del cuerpo femenino que se manifestaba cuando las mujeres sentían demasiado, hablaban demasiado o, simplemente, no obedecían.
Decirle “histérica” a una mujer no es una broma ni una exageración: es revivir siglos de silencio impuesto. Es decirle, en clave moderna, que su palabra no vale porque está dominada por la emoción y no por la razón.
Y lo más grave es que esa palabra se pronunciara en la máxima institución insular por una mujer que se define a sí misma como feminista, y que además ostenta el honor de ser la primera presidenta del Cabildo de Tenerife.
Presumir de ser feminista mientras se usa el insulto más cargado de misoginia del diccionario político es, cuando menos, una contradicción tan evidente como preocupante.
El feminismo no consiste en ocupar un cargo, consiste en transformar la cultura del poder: en cambiar las palabras, los gestos y las estructuras que históricamente nos han hecho callar.
Cuando una mujer que ha llegado a la cúspide de una institución y recurre al lenguaje del patriarcado para desacreditar, no está rompiendo el techo de cristal: está reforzando las paredes del mismo sistema que dice combatir.
Yo me reí, sí, y otros conejeros y consejeras también, aunque parece que solo le molesté yo, que fue a quien nombró. Me reí porque el comentario sobre las ovaciones en la guagua rozaba la autoparodia. Y mi risa —una reacción humana, espontánea, incluso saludable en política— fue suficiente para que la presidenta utilizara la etiquetara de “oposición histérica”.
Ese gesto revela mucho sobre cómo se entiende todavía el poder: se tolera la risa cuando viene del poderoso, pero se castiga cuando viene de quien cuestiona.
Usar la palabra “histérica” en un debate público no es solo una falta de respeto; es una forma de violencia simbólica porque utiliza el lenguaje para rebajar, caricaturizar y restar legitimidad política a una mujer. Es violencia simbólica porque asocia el disenso con la irracionalidad femenina. Y es violencia simbólica, sobre todo, porque normaliza el machismo en la esfera institucional, disfrazado de ocurrencia o ironía.
Ser la primera mujer en presidir el Cabildo de Tenerife no convierte automáticamente a nadie en feminista. Al contrario: aumenta la responsabilidad de ser coherente. No basta con ser la primera; hay que abrir camino para que otras puedan llegar sin soportar los mismos prejuicios, las mismas etiquetas, los mismos insultos de siempre.
Por eso, cuando una mujer con poder utiliza las palabras del machismo, no está ejerciendo liderazgo: está ejerciendo el viejo poder con rostro nuevo.
Yo no me disculpo por reírme. Me preocupa más que se quiera disciplinar la risa femenina, que se castigue la expresión, el humor o la crítica con insultos que vienen de otra época. En democracia, la risa puede ser un arma política legítima: la de quien no teme, la de quien ve más allá de los discursos solemnes.
La risa femenina sigue incomodando al poder. Se espera que las mujeres en política sean serias, comedidas, obedientes; y cuando no lo son, se las castiga con etiquetas emocionales. Lo que para un hombre sería “carácter” o “pasión política”, para una mujer se convierte en “histeria”. Es el doble estándar de siempre, revestido de institucionalidad. Las palabras importan. Y cuando se usan desde una institución, importan aún más.
Rosa Dávila usa el lenguaje para rebajar, caricaturizar y restar valor político. Reproduce el viejo imaginario de la mujer emocional frente al hombre racional. Y lo hace desde una posición de poder, lo que lo convierte en un acto de dominación discursiva.
El feminismo nos ha enseñado que el machismo no solo se expresa en los hechos, sino también en las palabras que elegimos. Y esas palabras importan, sobre todo cuando se dicen desde una institución.
El feminismo no se declama: se practica.
Ojalá este episodio sirva para abrir un debate serio sobre cómo hablamos, cómo ejercemos el poder y cómo entendemos el feminismo.
Porque las mujeres que llegamos a la política no lo hicimos para repetir el lenguaje del patriarcado, sino para transformarlo.
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