Escaparates y marcas
Este año en el festival de cine de Cannes, además de las películas en certamen, la marca Prada consiguió colar, marketing mediante, un cortometraje de Roman Polansky, A therapy, que no es otra cosa que publicidad. El corto, ambientando en la consulta de un psiconalista, está interpretado por Ben Kingsley en el papel del terapeuta, y la paciente es encarnada por la actriz Helena Bonham Carter.
El desplazamiento de un escenario de obras artísticas, el festival de Cannes, hacia un escaparate publicitario, es decir, para un fin comercial —aunque se pueda aducir, no sin criterio, que el cine también lo tiene— no es nuevo ni nos es ajeno. Hace poco asistimos a la venta de La esclusa (The Lock, 1824) de John Constable, que el Museo Thyssen-Bornemisza vendió sin reparos —duplicando el precio por el que había adquirido la obra— en una subasta en Christie’s. Con esta operación, al igual que Cannes pasa de ser un festival a ser un soporte publicitario, el museo cobra el carácter de una galería de arte. Pero tanto uno como otro, arropados por una institución. No es nuevo que los grandes directores de cine aborden la publicidad para obtener ingresos y, dicho sea de paso, ofreciendo al espectador un valor agregado, artesanal que no artístico, a un género menor como lo es la creación publicitaria. Martin Scorsese con la marca Freixenet ejecutó un interesante homenaje a Hitchcock y, hace ya muchos años, Federico Fellini y Fernando Rey crearon una famosa serie de anuncios para la Banca di Roma. A nadie importunaría que Rafael Reig fuera contratado para escribir una novela para el whisky irlandés Bushmills o Alberto Olmos para producir un relato sobre la compañía Japan Airlines. Lo curioso sería que los libros fueran presentados en el Cervantes de Dublín o de Tokyo.
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