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La Iglesia, los niños y la invención del amor

Javier Azpeitia

El 14 de marzo de 2010, unas declaraciones de Federico Lombardi, portavoz del Vaticano, dejaron boquiabierta a la parroquia no católica (estas cosas no interesan en absoluto a los católicos). Defendía ahí, de manera insólita, a los miles de sacerdotes acusados de pederastia en los últimos años: “Se ha demostrado que el noventa por ciento de los casos de abusos de sacerdotes”, dijo, “son casos de efebofilia, no de pedofilia, es decir, de abusos a jóvenes menores de edad, no a niños”. ¿De qué estaba hablando este santo varón?

Estaba hablando de amor, como espero demostrar aquí, lo que explica también por qué los Gobiernos de países como España, independientemente de la ideología de la que presuman, mantienen a la Iglesia como principal educador de los muchachos antes de soltarlos a la vida adulta: por amor.

La invención del amor

Fue el poeta Támiris el primer hombre que se apasionó por un muchacho. Intentó en vano seducir a Narciso, de belleza insoportable, cantando a su sentimiento con versos que iluminaban aspectos inauditos del comportamiento humano. Las Musas, envidiosas, condenaron a Támiris a la ceguera y después, viendo que así solo se exacerbaba su visión poética, su celebridad y su engreimiento, a la amnesia.

Tras Támiris hubo una larga sucesión de hombres y mujeres enamorados de Narciso, que despreciaba a todos. El último fue el respetable Aminias, que legó a la humanidad el amour fou, la locura de amor. Enajenado, pasaba los días y las noches arrojado a la puerta de casa de Narciso suplicando amor, para escándalo de la ciudad de Tespias.

Solo una vez se dignó acercarse Narciso al apasionado Aminias. “Loco, te regalo el único modo de acceder a mí”, le dijo entregándole una espada. Aminias la tomó entre esperanzado y temeroso. “Si quieres atravesarme con tu lanza”, continuó Narciso, “tendrás que matarme antes con esto”. Humillado, Aminias pidió a Némesis, diosa de la venganza, que castigara la desmedida castidad de su amado haciéndole sentir un dolor como el suyo, y luego se arrojó sobre la espada y murió entre las carcajadas de los amigos de Narciso.

El resto de la historia es de sobra conocido: una mañana de caza en que, perdido en la cima del monte Helicón, Narciso fue a beber al río Lamo, se enamoró de un ser inexistente que su imaginación construyó con la voz de la ninfa Eco (que lo perseguía invisible) y el reflejo de su propio rostro, contemplado por primera vez al inclinarse sobre las aguas. No logró extirpar el dolor amatorio hurgándose las entrañas con el cuchillo de caza, así que se arrojó al río en pos del fantasma que había creado y pereció, corroborando la extraña profecía que había pronunciado el adivino Tiresias en su nacimiento: “Narciso tendrá una larga vida, si evita encontrarse con Narciso”.

Fábula para vencer la castidad

Del mito de Narciso, la modernidad solo conserva el desenlace, como advertencia contra la desmesura en el amor a uno mismo. Pero, en su origen, constituye una fábula para enseñar a los muchachos a no rechazar, con castidad desmedida, el trato sexual con adultos. Y también, aunque esto no se haya señalado, ilustra muy certeramente la invención del amor moderno: un sentimiento que trasciende los instintos animales fornicatorio y reproductivo. Antes de esto el amor no existía en nuestra cultura, a no ser que llamemos así a las formas violentas o comerciales (pero siempre alejadas del cortejo y la seducción) por las que un hombre satisfacía sus deseos por una mujer.

La pederastia fue un aspecto fundamental de la normalidad sexual en la sociedad griega clásica, pero el pudor nos impedía hasta hace poco analizar con fiabilidad sus causas y evolución hasta la actualidad. Por eso es lógico que se tienda a pensar que se debía a una permisividad sexual irresponsable por primitiva. Sin embargo, todo apunta a que la provocó una meditadísima contención del impulso sexual. ¿Debida a qué?

En busca de alternativas sexuales

En el momento de tener un hijo, el padre de familia griego podía rechazarlo y exponerlo públicamente hasta que moría si nadie lo recogía compadecido. El miedo a la mujer de aquella cultura patriarcal, cuyas causas ya hemos analizado aquí, provocaba que la cantidad de niñas expuestas abundara en tiempos de escasez, con la consecuente desigualdad en la balanza demográfica, así que los varones casaderos de las familias aristocráticas buscaron formas de sustituirlas.

Bien pensado, el placer del hombre era algo demasiado importante para dejarlo en manos de las mujeres. Usando su sobrevalorada racionalidad, los varones descubrieron que las mujeres incitaban a los hombres a la sexualidad para debilitarlos, porque la emisión del semen vital conlleva una irremediable pérdida de vitalidad, como es notorio.

Así que, para aislar a la mujer en la casa, la despojaron de la función educadora: a partir de los siete años se apartaba a los niños de la influencia materna para que fueran educados por varones y entre varones. A lo largo de ese proceso, bajo la atenta mirada del padre, se formaban parejas de niños (discípulos amados) y adultos (maestros amantes). En el momento adecuado, entre los siete y los catorce años, el maestro ayudaba al alumno a descubrir el sexo sin la molesta presencia de las mujeres, que practican la sexualidad del mismo modo incomprensible en que tejen (o hablan): largando hilos que, enmarañados forman un laberinto en el reverso de la tela, por más que luego muestren, en el anverso, los dibujos que imaginan. Magia.

El sexo entre adulto y niño, sin embargo, se regía por una racionalidad moral. Debía ser aceptado libremente por el muchacho. La castidad, que esquivaba el debilitamiento por pérdida de semen, era una de sus bases fundamentales, y, si no era desmedida, se premiaba la resistencia al cortejo del niño, igual que se castigaba su lujuria.

Una escena de Banquete, el diálogo de Platón, ilustra la admirable castidad de Sócrates. El político Alcibíades, demasiado bello en su niñez, elogia bebido a su antiguo maestro amado. Cuando en cierta ocasión, cuenta Alcibíades, había logrado al fin que Sócrates cenara a solas con él y el maestro se había relajado:

Me eché debajo del viejo capote de ese viejo hombre, aquí presente, y, ciñendo con mis brazos a este ser verdaderamente divino y maravilloso, estuve así tendido toda la noche. Pero, a pesar de hacer yo todo eso..., sabed bien, por los dioses y las diosas, que me levanté después de haber dormido con Sócrates no de otra manera que si me hubiera acostado con mi padre o mi hermano mayor.

Todo ese proceso educativo constituía, al fin, un camino de iniciación que culminaba en un nacimiento segundo, simbólico y por tanto más verdadero que el trámite natural del parto materno, por el que el adulto entregaba a la sociedad un nuevo varón, preparado para partir a la guerra, bregar con mujeres, formar una familia.

La rebelión de las mujeres

Las mujeres, claro, se rebelaron y, para poder competir con los niños, comenzaron a comportarse como ellos: se depilaban el vello de todo el cuerpo, adelgazaban y se fingían pusilánimes, espantadizas, descaradas, narcisistas, caprichosas, mentirosas e ignorantes como muchachos, lo cual les daba buen resultado a menudo, y explica por qué algunas lo siguen haciendo hoy, a su pesar. Un ejemplo de esta actitud lo da la hetaira Dorcion en este poema del gran Asclepíades (Antología palatina, 12, 65), travestida de niño para seducir a unos adolescentes:

Es Dorcion experta en herir a los mozos, vestidade niño delicado, con los rayos velocesde la Cipris carnal, el encanto que brilla en sus ojosy el sombrero y la clámide que deja ver el muslo.

Pues bien, toda esta cultura que huye de la mujer llega a nuestros días también a través de Roma. Baste para ilustrarlo un poema de Marcial (Epigramas, 4, 42), poeta obsceno de la vida real, que solo evita su procacidad habitual cuando habla del amor a los niños, para caer en cursilerías sorprendentes. Como “dueño”, quiere a su “siervo” más blanco que la leche y con labios del color de las rosas de Pesto, nos dice en este poema, que usa la terminología esclavista en boga entonces para ilustrar las relaciones sexuales. Claro, que Marcial es Marcial, y sabe ser preciso. De su siervo ideal quiere:

Que venza mi rechazo y resista mi deseo,Sintiéndose a menudo más libre que su dueño.Que huya de muchachos, y excluya a las muchachas,Adulto para otros, solo niño ante mí.

La castidad en alza

Con la llegada del cristianismo, que funde elementos culturales griegos, como la pederastia, con otros hebreos, como su prohibición absoluta, la valoración de la castidad siguió creciendo. Condenada toda sodomía, el amor a la mujer se convirtió en la única alternativa para los varones, así que las convenciones del cortejo a los niños revirtieron sobre las mujeres. Por eso el amor cortés mantiene la terminología esclavista que gustaba a los romanos: el amado es el siervo; la amada, el dueño. Y a su lado brota el amor místico, que no podemos entender si no lo aceptamos como una recuperación de la imagen de aquella Eco incorpórea (el alma) persiguiendo a su amado Cristo, heredero de Narciso.

Pues ¿qué era entonces y qué es ahora, en realidad, la comunidad sacerdotal católica, sino un grupo de hombres separados desde muy jóvenes de sus familias, educados por varones y entre varones, convencidos de que la castidad les da vida y de que dejar que las mujeres participen en los sacrificios divinos es peligrosísimo?

Pese a que Pablo de Tarso insistía en que “mejor es casarse que abrasarse” (I Corintios 7, 9), el consejo de la Iglesia a los hombres para acercarse a Dios fue siempre alejarse de la mujer y convertirse en “eunucos por el reino de los cielos”, en palabras de Cristo (Mateo, 19, 12), así que pronto se impuso el celibato, favorecido por el hecho de que facilitaba la creación de la fortuna eclesiástica (los hijos de los curas pasaron a llamarse sobrinos y no tenían acceso a la herencia, que quedaba para la Iglesia). De este modo, el clero se instaló en la posición adecuada para evitar el amor a las mujeres y entregárselo a los niños, con estupendos remordimientos que lo acrecentaban.

Relajémonos, pues. Podemos dejar que nuestros hijos marchen a las escuelas de la Iglesia. Allí los preparan, a través del amor, para la verdad de la vida, bien de manera simbólica, bien, si tienen la suerte de ser escogidos en la intimidad de un confesionario, de manera harto práctica.

Nota: La traducción de los fragmentos de Banquete es de Marcos Martínez Hernández. La del epigrama de Asclepíades, de Manuel Fernández-Galiano.

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