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De cómo matar al padre en 140 caracteres

Miguel Roig

En algún momento de la infancia uno puede llegar a creer, como Adán, que su padre es Dios, por lo tanto, estaría bien empezar con la Biblia. Allí encontramos la conocida parábola del hijo pródigo. Como todos saben, el menor de dos hermanos pide a su padre la parte de la herencia que le corresponde y sale a ver el mundo. El derroche y el fracaso hacen que retorne a casa arrepentido y reciba el perdón por parte del padre. Pareciera que el autor de la Biblia insiste —por si no quedó claro con Adán— en que el padre es Dios. Rembrandt cuando pinta El regreso del hijo pródigo, la última o una de sus últimas obras, demuestra que ha leído la parábola de esa manera. Miremos el cuadro. El padre, anciano y cargado de sereno afecto, acoge entre sus brazos al hijo arrepentido. El muchacho está de rodillas, entregado, y su cabeza descansa sobre el pecho del padre. A la sumisión se suma la indigencia: viste harapos. Su hermano, por el contrario, que no se ha apartado del mandado paternal, luce prendas costosas y su actitud es condescendiente pero con una buena carga de majestad. Detrás, hay dos figuras que asisten al encuentro y que le dan al regreso un ritual público, la necesidad de que haya testigos de ese arrepentimiento. Pero como Rembrandt además de lector es un genio, la deidad no la aporta a través de las figuras sino que lo hace con la luz. ¿De dónde sale la luz en el cuadro? Pues, del padre, es decir, de Dios, ¿de dónde si no? Desde la frente del padre se irradia un resplandor que abarca al hijo rendido a sus pies y alcanza al rostro del hijo mayor. Todo lo demás se diluye en sombras. La luz del padre, la zona luminosa de verdad a la que el hijo regresa después de haber estado en las tinieblas.

El padre es Dios. Pero mucho después, el Lazarillo de Tormes viene a decirnos que Dios no existe: se puede ser huérfano y encontrar un lugar en el mundo. Empezando por la novela, que es central en la historia de la literatura y es tan huérfana como su protagonista.

El Lazarillo mata de un tiro a dos pájaros: el padre y el autor. Pero la novela, a su vez, da vida al cine, con lo cual asume la paternidad del nuevo arte y este no se propone otra cosa distinta al mandato de su coetáneo Freud: matar a quien le engendró, además de ridiculizarlo al punto de sentar a Faulkner e incluso a Chandler, ya moribundo, a escribir guiones. Y vaya si lo mata.

No hay más que echarle un ojo a El Padrino para ver como Michael Corleone, desoyendo el mandato paterno, echa tierra sobre la tumba de Vito Corleone y ocupa su lugar. Pero Michael no es rencoroso y demuestra que, aunque lo suyo sea la pantalla, también ha pasado por la biblioteca: cuando despacha a su hermano Fredo le hace un guiño a Caín. Michael no será hijo de Dios pero sí reconoce, según lo ha leído en la Biblia, ser nieto suyo. Sin embargo el cine no solo engendra odio: es el padre de las series. Tony Soprano no niega ser hijo de Michael Corleone aunque no hay temporada en la que no se burle de él. Los conflictos de Tony no son con su padre, son con la mamá. La relación de amor y odio que Tony siente hacia su madre, y que revisa una y otra vez a lo largo de la serie en la consulta de una psicoanalista, pone en primer plano su complejo de Edipo que, como todo el mundo conoce, trata la traumática relación de uno con la madre. Pero, ¿cuándo se mete Edipo en problemas y convierte su vida en tragedia? Cuando mata al padre.

Homeland, una serie que Juan Cueto ha dicho en una entrevista en Diario Kafka que no podemos dejar de ver, centra su relato en la paranoia y en la disolución de casi todo lo establecido, incluido el tiempo. Homeland nos dice que no sabemos dónde está el enemigo, que somos vulnerables a perecer en cualquier momento y que la guerra es infinita ya que se hace en nombre de Dios que no es otro que el padre eterno. Pero en Homeland, donde ya no hay presente ni futuro porque la vida es un sinvivir y el relato no es otro que el de la paranoia, curiosamente hay hijos que hacen lo suyo. Concretamente dos, al menos en la primera temporada. La muerte de un hijo pone en marcha el plot de la historia y la actitud de una hija da un giro espectacular a la serie (esto que acabo de escribir de ninguna manera constituye un spoiler). Los hijos cogen el mando una vez más.

Y llegados hasta aquí, ¿quién será el hijo que mate a las series? Según Ricardo Piglia el asesino no es otro que twitter. Él afirma que la novela, como relato, murió en manos del cine, este cayó ante las series y estas acaban de ser víctimas de la red, concretamente de twitter, que es capaz de explicar el mundo en ciento cuarenta caracteres. Y tal vez no le falte razón. Esta semana lo ha demostrado Juan Manuel Gil en Diario Kafka:

Yo: Me he pasado toda la noche escribiendo.

Mi Padre: Juan, ¿tú por qué eres así? ¿Tu madre y yo te hemos hecho algo?

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