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Editorial invitado: ¿Molestan los derechos?

Miguel Ángel Presno Linera

Profesor titular de derecho constitucional en la Universidad de Oviedo —

Al menos a buena parte del Gobierno, parece que sí le molestan. Por citar algunos ejemplos recientes, la Delegada del Gobierno en Madrid sostuvo que la Ley reguladora del derecho de reunión, de 1983, “tiene muchos años, es muy permisiva con el derecho de manifestación y habría que modificarla para racionalizar el uso del espacio público”. Por su parte, varios Ministros han declarado que las protestas en la calle son perjudiciales para la imagen exterior de España y al hoy eurodiputado Mayor Oreja, hasta no hace mucho asiduo manifestante, le “inquieta que se retransmitan en directo las cargas policiales” pero “no porque no haya transparencia, sino porque hay cosas que exceden la prudencia”.

Que en la Constitución española de 1978 se hayan garantizado derechos fundamentales como las libertades de expresión y comunicación o el derecho de reunión y manifestación tiene que ver con el tipo de sociedad que se pretendía alcanzar: en nuestro caso, y según el Preámbulo de la propia Norma Fundamental, una “sociedad democrática avanzada” en la que, según el art. 9. 2 CE “los poderes públicos deben promover las condiciones para que la libertad de la persona y de los grupos en los que se integra sean reales y efectivas, y deben remover los obstáculos que impiden o dificultan su plenitud”. Es evidente que si a lo que se aspirara es a una sociedad de súbditos, atemorizada y sumisa, no se convertirían en núcleo del sistema constitucional un conjunto de derechos y libertades que son la expresión de unos valores –libertad, igualdad, justicia y pluralismo político (art. 1. 1 CE)- que deben proyectarse sobre nuestra organización jurídica y política.

Asimismo, la propia Constitución al reconocer esos derechos ya les ha impuesto ciertos límites o, por emplear la expresión de moda, modulaciones: las reuniones deben ser “pacíficas y sin armas” y cuando se pretendan celebrar en lugares de tránsito público serán notificadas a la Autoridad gubernativa (artículo 21); las libertades de expresión y comunicación ya vienen “moduladas” por, entre otros, el derecho al honor, la intimidad, la propia imagen y la protección de la infancia y la juventud (artículo 20.4). Además, en 34 años de democracia diversas Leyes han concretado esas modulaciones y su alcance ha sido precisado por decenas de sentencias del Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Estrasburgo, Francia).

De acuerdo con lo que se acaba de decir si hay personas que se manifiestan o expresan vulnerando bienes o derechos protegidos, el ordenamiento prevé medidas sancionadoras administrativas (multas de cientos o miles de euros en el caso de las reuniones), civiles (indemnizaciones por los perjuicios causados cuando se lesiona el honor o la intimidad) y penales (penas privativas de libertad cuando se hagan reuniones para cometer algún delito o cuando concurran personas con armas, artefactos explosivos u objetos contundentes o de cualquier otro modo peligroso).

Si este sistema de derechos ha venido funcionando hasta ahora sin mayores problemas ¿por qué entonces esa inquietud gubernamental? Quizá porque su ejercicio no se había empleado hasta ahora para cuestionar ciertos aspectos esenciales del sistema como la normativa electoral, las políticas sociales o el propio carácter representativo de las instituciones políticas.

Si fuera así se evidenciaría nuestra escasa cultura constitucional y la persistencia de reacciones autoritarias que siguen considerando que en un Estado democrático avanzado los derechos “se autorizan” por los poderes públicos cuando lo cierto es que, la Constitución establece que no hay que pedir permiso para, por ejemplo, manifestarse, expresarse o publicar una información. Estos derechos se ejercen por sus titulares, que, en su caso, asumirán las correspondientes responsabilidades si no respetan los límites previstos en el ordenamiento. Tampoco parece haberse entendido que los derechos fundamentales, además de proteger a la ciudadanía frente a los poderes públicos, comportan también un mandato para esos mismos poderes, que deben adoptar las medidas necesarias para favorecer su máximo desarrollo, jurídico y práctico.

En otras palabras, a diferencia de lo que la Delegada del Gobierno en Madrid cree, los límites a la prohibición de las manifestaciones no dependen de la Ley, sino de la propia Constitución, que es la que dice que sólo se pueden prohibir “cuando existan razones fundadas de alteración del orden público para personas o bienes”. Y lo que tal cosa significa ha sido aclarado por nuestro Tribunal Constitucional en nuemerosos ocasiones; básicamente, la noción de alteraciones del orden público “con peligro para personas y bienes” se refiere a una situación de hecho, el mantenimiento del orden en sentido material en lugares de tránsito público, no al orden como sinónimo de respeto a los principios y valores jurídicos y metajurídicos que están en la base de la convivencia social y son fundamento del orden social, económico y político, puesto que el contenido de las ideas sobre las reivindicaciones que pretenden expresarse y defenderse mediante el ejercicio de este derecho no puede ser sometido a controles de oportunidad política.

Desde luego, en un Estado democrático la calle no es de nadie en particular ni, mucho menos, del Ministro del Interior, sino que es un espacio de todas las personas apto para la circulación pero también, y de modo muy relevante, para la participación política. Y si además del Gobierno hay una mayoría, silenciosa o no, que se siente molesta por el ejercicio de ciertos derechos fundamentales eso no es motivo para introducir límites no queridos por la Constitución.

Como ha dicho un Tribunal poco sospechoso de antisistema como es el Supremo de los Estados Unidos, el derecho a discrepar con lo que representa el orden establecido incluye la expresión pública de las propias ideas, “incluyendo naturalmente las opiniones provocadoras o despreciativas”. Y según ese mismo Tribunal, con palabras que ha reproducido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el hecho de que la sociedad pueda considerar ofensiva una expresión no es suficiente para suprimirla. Al contrario, ello puede ser un motivo para que esté constitucionalmente protegida.

En suma, parafraseando a Albert Camus, al menos podemos extraer de esta polémica que si las libertades de reunión, expresión y comunicación se han vuelto peligrosas para el poder, ello significa que siguen en camino de no dejarse prostituir. Y con ello se convierten en un espejo político donde se refleja diáfanamente la concepción de democracia de algunos gobernantes.

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