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La universidad en el igualitarismo socialdemócrata

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Borja Barragué

The Economist publicaba hace unos días un interesante reportaje especial sobre la educación universitaria. Unos pocos días antes de su publicación, los estudiantes y profesores españoles estaban convocados a una huelga “en defensa de la Universidad pública” y en contra de la flexibilización de las titulaciones de Grado y Máster (el conocido como decreto 3+2). Esta vez The Economist y las organizaciones sindicales (españolas) compartían tanto el diagnóstico (la progresiva difusión a escala mundial del modelo estadounidense de educación superior) como las dudas acerca de la conveniencia de la extensión del modelo. Pero si rascamos un poco más descubrimos que el hecho de compartir el diagnóstico y ciertas dudas produce el espejismo de un consenso que es falso: mientras que a los estudiantes españoles les preocupa que la “americanización” del modelo universitario reduzca las oportunidades educativas, a The Economist le preocupa que la “democratización” (massification) a escala global de la educación terciaria reduzca el retorno de los títulos universitarios y la calidad de la educación terciaria. Pero, ¿cuál es el motivo de que la proporción de la población mundial en edad de estudiar matriculada en la Universidad haya pasado del 14 al 32% en los últimos 20 años?

Aunque existen otras causas, seguramente la clave del incremento de la población universitaria en todo el mundo es que el cambio tecnológico sesgado ha aumentado la demanda de trabajadores cualificados. Existen básicamente dos formas de satisfacer este aumento de la demanda: el modelo europeo, orientado a garantizar la igualdad de oportunidades educativas (incluso a expensas de la calidad), y el modelo estadounidense, orientado a garantizar la excelencia (incluso a expensas de la equidad). Ésta es la forma más habitual de presentar la discusión sobre los modelos de universidad y la que grosso modo emplea The Economist. Pero me parece problemática por dos motivos.

Primero, porque los sistemas educativos en todo el mundo tienen como uno de sus principales objetivos favorecer la movilidad social. En su discurso sobre el Estado de la Unión pronunciado el 20 de enero de 2015 Obama propuso una matrícula universitaria gratuita que, bajo determinadas condiciones, daría cobertura a unos 9 millones de estudiantes “porque en los Estados Unidos de América, nadie debería arruinarse porque ha querido ir a la Universidad”. Y segundo, porque aunque es cierto que hay más universidades estadounidenses que europeas en el ránking Shanghai de las 100 mejores universidades del mundo (50 contra 30, aproximadamente), esta situación se invierte si ampliamos el objetivo a las 500 mejores (200 universidades europeas contra 150 estadounidenses, aproximadamente). The Economist presenta los dos modelos como sistemas orientados a objetivos divergentes entre los que probablemente existe un trade-off (excelencia vs. equidad). Mi intuición es que no se trata tanto de modelos contrapuestos en sus objetivos, como de dos diseños institucionales distintos que se derivan de dos concepciones diferentes de la igualdad de oportunidades. Daré un pequeño rodeo para volver sobre esto antes de concluir el post.

La igualdad de oportunidades es, a buen seguro, la concepción más popular de la igualdad. A casi todos nos parecería raro que alguien se opusiera a una política cuyo objetivo es promover la igualdad de oportunidades. Su popularidad llega hasta el punto de que los líderes de los partidos ubicados en la orilla derecha del espectro político afirman defender también esta versión del igualitarismo. En una entrevista de diciembre de 2013 y al ser preguntado por el aumento de la desigualdad en España, Rajoy afirmaba: “No hay en este momento unos indicadores precisos ni en España ni en Europa sobre los datos de desigualdad, pero uno de los objetivos de cualquier Gobierno es que haya igualdad de oportunidades”.

Si, después de contar hasta diez, nos olvidamos de la primera parte de la frase, lo que dice Rajoy es aproximadamente cierto. Al menos en el plano teórico, la economía y la filosofía normativas parecen haber alcanzado un cierto consenso en torno a las exigencias de la justicia social, según el cual la desigualdad de resultados es justa cuando responde a factores por los que la gente es responsable (esfuerzo), pero injusta cuando se debe a circunstancias que escapan a su control (y que por tanto justifica su compensación mediante transferencias sociales). Para Pablo Iglesias como para Esperanza Aguirre, nuestras instituciones deben reducir tanto como sea posible las desigualdades debidas a la lotería social y genética, pero dejar intactas las debidas a nuestro esfuerzo.

Sin embargo, este consenso en el plano más o menos abstracto de la filosofía política es compatible con un buen número de interpretaciones que conducen a importantes divergencias en el terreno de la política práctica y el diseño institucional. Esperanza Aguirre seguramente no vería ningún problema en que el sueldo anual de Cayetana Sautuola fuera 100 veces superior al de Jessi Sánchez, si mientras que Cayetana estudió el doble grado de Derecho + ADE en la Carlos III de Madrid y luego cursó el MBA del IESE, Jessi abandonó de forma temprana los estudios. La desigualdad de salario (resultados), diría Aguirre, refleja un desigual esfuerzo. Aquí Jessi tiene vedada cualquier pretensión de redistribución.

Un socialdemócrata, por el contrario, tendería a preguntarse por qué Jessi abandonó tempranamente el colegio mientras que Cayetana fue a la Universidad y luego obtuvo un Máster. Porque es posible que la decisión de Jessi de abandonar tempranamente los estudios estuviese condicionada por que su educación hasta ese momento había sido peor que la de Cayetana –enseñanza basada en la memoria y la repetición y no en la comprensión y resolución de problemas, profesores mediocres, medios técnicos raquíticos, etc.-. Aquí la pretensión de redistribución de Jessi podría quedar amparada. Pero pasemos de la teoría a los datos. El Gráfico 1 muestra la relación entre la elasticidad intergeneracional de los ingresos –donde valores más bajos indican que los ingresos de los hijos están menos relacionados con los de sus padres y por tanto una mayor movilidad social- y la fracción de la desigualdad económica total debida a circunstancias que escapan al control de los individuos –sexo, raza, la región del país donde se nace, la educación de nuestros padres, etc.-.   

Gráfico 1. Desigualdad de oportunidades y movilidad social intergeneracional

Fuente: Brunori, Ferreira y Peragine (2013).

El coeficiente de correlación es de casi 0.5, lo que sugiere que el grado de movilidad social de un país está relacionado con la capacidad de sus instituciones para eliminar las desigualdades debidas a las loterías social y genética. En el gráfico España se encuentra en un clúster de cuatro países junto a Gran Bretaña, EEUU y la India, en el que los ingresos de los padres determinan entre el 45 y el 55% de los de sus hijos. A la vista de los datos, el sueño americano (de la movilidad social) parece ser exactamente eso: un sueño. El altísimo precio de las matrículas en las universidades de EEUU es uno de los sospechosos más habituales de haber roto el ascensor social.

Una solución para que las instituciones educativas promuevan la movilidad social es, podríamos pensar, la universidad gratuita para todos. Es decir, la universidad europea, donde el Estado asume la mayor parte del coste de la matrícula. Al eliminar el selectivismo basado en el dinero que caracteriza al sistema estadounidense, el modelo europeo favorecería la equidad y la movilidad social. O ésa es la teoría. Pero veamos qué dicen los datos. El Gráfico 2 muestra cómo se distribuye la inversión pública en educación entre los hijos de las familias más ricas (Q5) y más pobres (Q1) –ordenados en orden decreciente en atención a la fracción de la inversión que reciben los alumnos pobres (Q1)-.

Gráfico 2. Distribución de la inversión pública en educación por quintiles de ingresos

Fuente: Extraído de Verbist et al. (2012).

España ocupa una posición intermedia, con una inversión en la etapa educativa obligatoria más progresiva que la media de la OCDE y una distribución para la etapa terciaria más regresiva que la media. Más allá de esto, lo que muestra el gráfico es que el impacto redistributivo de la inversión en los diferentes niveles de la educación es muy desigual. La inversión en la etapa obligatoria es muy progresiva porque alcanza a todos los niños, mientras que la educación terciaria es regresiva (gráfico 4), con una media para los países de la OCDE de aproximadamente un 30% del total de la inversión destinada al 20% más rico de la población (y es probable que esa media sea aún mayor porque, como señalan Verbist et al., en Dinamarca y el resto de países escandinavos es habitual que los universitarios vivan fuera de casa de sus padres y, como normalmente tienen pocos ingresos, suelen estar concentrados en el 20% más pobre de la población). Lo que muestran los datos es que, en la práctica, el modelo europeo de Universidad destina más recursos públicos a los estudiantes de los entornos sociales más favorecidos que a los alumnos de entornos más humildes. Dicho de otra forma: en el modelo europeo, los recursos públicos potencian las desigualdades injustas debidas a factores que escapan a nuestro control (básicamente nuestro origen social).

Volviendo a las diversas interpretaciones del ideal de la igualdad de oportunidades y para evitar malentendidos. Lo anterior no quiere decir que alguien que sostiene una concepción robusta de la igualdad de oportunidades deba apoyar entusiásticamente el modelo de universidad estadounidense. El precio de las matrículas en EEUU provoca una enorme desigualdad en el acceso a las oportunidades educativas y además frena la movilidad social, seguramente porque la noción conservadora de la igualdad de oportunidades que informa ese modelo es una concepción formal que impide las discriminaciones raciales à la apartheid pero permite que nuestras oportunidades educativas se vean injustamente influidas por factores de los que no somos responsables como nuestra clase social. El modelo europeo se inspira en la concepción socialdemócrata de la igualdad de oportunidades –que podríamos resumir en la idea marxista de la sociedad sin clases-, que a diferencia de la noción conservadora sí exige para su realización un cierto grado de movilidad social (no basta la mera no-discriminación legal por razón de sexo, raza, etc.). El problema es que en la práctica invertir en la última etapa del proceso educativo provoca un efecto regresivo, amplificando las desigualdades debidas a la clase social. Existen políticas que tratan de garantizar las oportunidades educativas de todos sin renunciar a la progresividad, como las matrículas cuyo precio se corrige en función de los ingresos de los padres o los préstamos para estudiantes con pocos recursos que sólo se devuelven cuando se supera cierto umbral de ingresos, pero es probable que todavía no tengamos suficiente evidencia empírica para estar seguros de sus resultados. Mientras tanto, y aunque de momento no se vean muchas, los líderes socialdemócratas y la gente de izquierdas en general haría bien muy en manifestarse con camisetas en las que el eslogan fuera “Educación preescolar pública y gratuita para todos”.

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