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De Dinamarca, Venezuela y el (verdadero) papel del Estado

el dilema de españa, Garicano

Diego Beas

  • Una lectura crítica de El dilema de España plantea un debate sobre el papel del Estado como eje rector de la vida pública. Según Diego Beas, el verdadero dilema de España pasa por decidir si se quiere apuntalar a las instituciones del Estado como garantes del desarrollo económico.

Luis Garicano plantea el dilema al que se enfrenta España en términos dramáticos: “Hay que decidir si queremos ser Dinamarca o Venezuela”. Un contraste más claro y evocativo, imposible. Y lleva mucha razón. La elección, grosso modo, es esa. Ni falta hace hablar de los universos que separan la realidad de esos dos muy distintos y distantes países. Después de casi siete años de crisis económica, instituciones públicas en sus peores índices de valoración ciudadana desde que se restableció la democracia (incluyendo la jefatura del Estado), un modelo territorial que hace agua y una estructura de partidos endogámica y disfuncional, ha llegado el momento de elegir. De elegir de verdad y para las próximas dos o tres décadas.

¿Qué quiere ser España? ¿Un país con un sistema de partidos competente, instituciones fuertes e independientes, leyes claras y bien diseñadas que defiendan los derechos individuales, un sistema de mercado eficaz y un modelo productivo basado en el conocimiento y la innovación? O, por el contrario: ¿un país con instituciones y reglas políticas ad hoc, partidos cerrados, un sistema educativo y de producción disfuncional, improvisado, ineficaz y basado en instituciones y prácticas de la era industrial (aunque sin el petróleo de Venezuela, claro)?

En El dilema de EspaEl dilema de España (Península, 2014), Garicano, profesor de la London School of Economics, plantea estos y otros dilemas a los que se enfrenta la España postladrillo, postpeseta y postBanco Central bajo pleno control nacional; la España bruscamente despertada después de más de dos décadas de crecimiento sostenido (crecimiento superior a EE UU y la media europea entre 1995 y 2008), creación de empleo (en algunos momentos creó más del 50% de los nuevos puestos de trabajo en toda la Unión) y dinero barato.

La mayor parte del argumento de Garicano gira en torno a dos importantes y sugerentes preguntas: “¿Cómo es posible que el esfuerzo modernizador de la economía española desde la entrada en la Comunidad Europea no se tradujera en una mejora de su funcionamiento? ¿Por qué se produjo un crecimiento de tan baja calidad tras la entrada en el euro?”.

La primera parte del libro intenta responder estas dos interrogantes. Y lo hace con bastante atino. Desde desmontado tópicos sobre la existencia de algún tipo de característica cultural inherente a los españoles (una especie de “leyenda negra” vernácula) que impida el crecimiento hasta discusiones más serias sobre qué pasa cuando los mecanismos de asignación de capital del sistema capitalista se mezclan perversamente con el poder político.

Garicano explica, por ejemplo, el caso de lo que se conoce como la “enfermedad holandesa” (descubrimiento de yacimientos de gas natural en el Mar del Norte a finales de los años cincuenta). Es decir, el descubrimiento de un recurso natural muy valioso que provoca una distorsión perniciosa (solo visible expost facto) del aparato productivo de un país. En otras palabras, el capital se concentra en uno o dos ámbitos que distorsionan precios y ralentizan (o paralizan completamente) el desarrollo de otros sectores económicos. En el caso de España, fue sol, ladrillo y la explosión en la demanda de servicios que requerían una mano de obra muy poco cualificada (el síndrome “poner ladrillos y poner cafés”, lo llama Garicano).

Explica también el drama al que se enfrenta España con una fuerza de trabajo educada de manera muy desigual. Con la caída del retorno de inversión en educación a lo largo de los años de la burbuja el abandono escolar aumentó de manera exponencial y se creó una clase de trabajadores con tres características fatídicas: joven, mal formada y sin estabilidad laboral. Dice Garicano sobre el tema: “El desempleo al que se enfrenta España tiene un componente fuertemente estructural y relacionado con el mal encaje del nivel educativo y de la experiencia de la población con las necesidades actuales de la economía del conocimiento. Los trabajos perdidos estaban adaptados a las demandas de nuestra economía del boom, cuando la educación era una mala inversión”.

Lo que nos lleva al tema de la innovación, la economía del conocimiento y el modelo productivo de la España del futuro. Es justo aquí donde el argumento de Garicano pierde contundencia. Está claro que España tiene que acometer una reforma profunda del sistema educativo, que reoriente la formación en todos los niveles. Está claro también que un país con las características de España (tamaño medio, recursos naturales muy limitados, pirámide demográfica invertida) tiene que apostar por crear y añadir valor en el ámbito del conocimiento especializado. Y está claro también que es en la confluencia de la innovación, la ciencia y las tecnologías de la información el espacio ideal para llevarlo a cabo. El tema realmente es cómo conseguirlo.

Allí las recetas de Garicano se pierden en tópicos e interpretaciones incompletas del éxito de los sistemas de innovación de países como Estados Unidos. Muchas de ellas inscritas en la lógica simplista sobre cómo al final de cuentas la innovación surge cuando el Estado se hace a un lado y deja vía libre a empresarios y emprendedores. Dice el autor: “Las grandes ideas no surgen al amparo del poder. Nacen en el aire libre de la sociedad, donde las personas no pasan el día medrando para conseguir una licencia, donde su energía no se gasta en cambiar un contrato o en solucionar cualquier problema creado por el Estado”. Una formulación un tanto parcial de la que incluso se desprende un tufillo a aquella famosa (y cínica) sentencia de Ronald Reagan en la que aseguraba que el gobierno no era la solución a los problemas, era el problema.

Los sistemas de innovación más importantes y exitosos de los últimos 50 años siempre han germinado y crecido de la mano del Estado. Se trate de la industria informática en Silicon Valley (jamás se hubiera creado sin los contratos masivos del Departamento de Defensa y las agencias de espionaje durante la guerra fría); el exitoso ecosistema de startups israelíes; o, más recientemente, el empuje de China en temas sumamente especializados de manufactura y ensamblaje. Como lo demuestra claramente Mariana Mazzucato de la Universidad de Sussex en su libro The Entrepreneurial State: debunking private vs. public sector myth (Anthem Press, 2013), los sistemas de innovación fuertes y adaptables han sido creaciones estratégicas del Estado. Especialmente del estadounidense. Sistemas de investigación en ciencia básica y aplicada que han servido de plataforma para desarrollar tecnologías, estándares científicos, incubadoras y, sobre de ellas, empresas y riqueza privada.

Más adelante, Garicano afirma: “Cuando Bill Gates y Steve Jobs revolucionaron la industria del ordenador personal desde Redmon [sic], un suburbio de Seattle, y Cupertino, un suburbio de San José, respectivamente, no sabían nada de política ni tenían contactos o conocidos en el poder. Sabían que estaban en una sociedad donde el trabajo y las ideas tenían una primacía absoluta y no las buenas relaciones con el poder político”. No, efectivamente, ni Microsoft ni Apple necesitaron favores políticos para establecerse (tampoco, ciertamente, hicieron pactos oscuros en un palco del Nationals Park en Washington; por contra, en España se practica lo que Garicano acertadamente llama el “capitalismo del palco del Bernabéu”). Lo que sí necesitaron estas dos empresas —e incontables otras— fue un sistema robusto de innovación estatal y décadas de investigación previa en ciencia básica y aplicada financiada por el Estado para echar a andar los Goliat tecnológicos en los que se terminaron convirtiendo.

Solo en 2014 el prepuesto de investigación y desarrollo del gobierno federal estadounidense es de 140.000 millones de dólares (cifra que no toma en cuenta la investigación del Ejército). Un presupuesto que se reparte entre instituciones públicas y privadas (el mayor receptor es el National Institutes of Health, el brazo público de la investigación sanitaria) para desarrollar áreas científicas concretas y de las que posteriormente tiran miles de empresas para desarrollar productos y servicios especializados a partir de ellas. El gobierno chino, por mencionar otro ejemplo, tiene un plan quinquenal de inversión en I+D de 1,7 billones de dólares (sí, billones, en castellano). En los últimos diez años, el país asiático ha aumentado su gasto público en este rubro en más del 170% (Alemania, por poner la cifra en una perspectiva de nuestro entorno, ha aumentado el suyo 20% desde 2009).

Jonathan Hopkin, Lovisa Moller y Víctor Lapuente (los dos primeros de la London School of Economics, el tercero de la Universidad de Gotemburgo) llegan a la siguiente conclusión en un análisis reciente sobre el papel del Estado en la inversión pública: “La innovación no solo se puede mirar estrechamente desde el punto de vista de ofrecer grandes incentivos a un pequeño grupo de sobre dotados; también implica grandes niveles de inversión en investigación, no solo por parte del sector privado, sino también y de manera decisiva, por parte del Estado”. O, en la misma sintonía pero con otras palabras, Bill Gates lo dice así: “El capitalismo no erradicó la viruela. Simplemente no sabe cómo. La erradicación de la polio está sucediendo lentamente, pero no lo están consiguiendo los mercados”.

En el ámbito de la innovación sucede algo muy similar: se investigan y desarrollan las tecnologías más rentables pero se dejan de lado muchas que podrían traer beneficios sociales mucho más amplios pero que no tienen una ruta de comercialización atractiva o de corto plazo. El Estado, claramente, tiene un importante papel que jugar en estos casos.

La supuesta despolitización y naturaleza estrictamente meritocrática de la innovación de la que habla Garicano, simplemente no se corresponde a la realidad si se mira más de cerca el complejo entramado político, científico, empresarial y de recursos públicos que explican el éxito de las tecnologías de la información en Estados Unidos durante los últimos 60 años. La industria tecnológica es una de las más poderosas, que más dinero aporta a campañas electorales, y que contrata a los lobbies más influyentes de Washington (por no hablar de la industria de defensa, prima hermana de Silicon Valley). Quizá no haga pactos en los palcos de los equipos deportivos de Washington, pero no olvidemos la existencia de K Street (el mote informal de los lobbies en Washington) y su conocido poder para navegar las aguas más turbias de la política y representar los intereses del mejor postor.

No idealicemos la relación entre tecnología y Estado; su naturaleza siempre ha sido eminentemente política. Y, desde mediados de 2013, lo es aún más (un titular de hace solo unos días en The New York Times sobre la carrera por el escaño que representa a Silicon Valley en el Congreso lo resume bien: “Tech Industry Flexes Muscle in California Race”).

No me extiendo demasiado en el tema, pero en la era post Snowden la tecnología, la innovación y papel del Estado se han politizado como nunca antes lo habían estado. En un momento en el que grandes segmentos de la economía están siendo reconvertidos y controlados por compañías privadas que gestionan infraestructuras clave de la vida económica y datos personales de millones de ciudadanos sin que exista prácticamente marco legal que les regule, se necesita, más que nunca, de la política. Si una lección queda clara después de las filtraciones del verano pasado es que tanto empresas privadas como Estado tendrán que pactar y establecer unas reglas del juego claras que todos cumplan. Lo único cierto es que esas reglas tendrán que privilegiar y defender los derechos individuales y las instituciones democráticas antes que atender las demandas y necesidades de los que propugnan la eficacia tecnológica como valor supremo. Para ello se requiere un Estado fuerte capaz de defender y regular los intereses públicos. Para el prestigiado comentarista económico del Financial Times, Martin Wolf, el riesgo al que nos enfrentamos es de tal magnitud que podríamos caer en lo que que llama “tecno-feudalismo”. Es decir, herramientas tecnológicas en manos de muy pocos extrayendo rentas de la mayoría. Sin embargo, dice, “no es la tecnología la que establece las directrices sociales. Son la economía y las instituciones políticas las que lo hacen. Y si esas instituciones no nos valen, habrá que cambiarlas”. Michael Ignatieff de Harvard dice lo mismo con otras palabras: “Necesitamos un nuevo Bismarck para domar las máquinas”.

Todo esto para decir: el dilema de España no solo pasa por elegir entre un modelo de gobierno nórdico exitoso y otro disfuncional del sur. Descartada —obviamente— la elección voluntaria del segundo, elegir Dinamarca implica, también, necesaria e inseparablemente, hacer un voto de confianza por el Estado como eje rector de la vida pública. Apostar por sus instituciones, su centralidad en las decisiones colectivas y su legitimidad como eje de la articulación social. Y eso, en estos tiempos, pasaría inevitablemente por un proceso de recuperación de protagonismo en la vida pública. No como gestor ineficaz que interfiere constantemente; más bien, redefiniendo su rol al de un ente asociado a la creación de nuevos y dinámicos mercados, garante de la seguridad jurídica y hábil mediador en los conflictos sociales.

Si España quiere apostar de verdad por la gobernanza de alta calidad que representa el modelo danés, tendrá que, en paralelo a los cambios que propone Garicano, conseguir transformar cómo se conciben y para qué se utilizan las instituciones del Estado. Si para ello hace falta adelgazarlo en determinadas competencias, se adelgaza; y si hace falta ensancharlo en otras, se ensancha (la confluencia de I+D, reconversión digital de la economía y la defensa de los derechos individuales en la era de big data, sin duda es una de ellas).

Pero lo que no se podrá conseguir es reformar el sistema de partidos, el de educación, la justicia y mejorar significativamente la competitividad con la actual desafección política y falta de confianza en las instituciones públicas (como botón de muestra, esta carta al director de El País). Mientras, por ejemplo, en España un 61% de la población piensa que existe una gran distancia entre la opinión de los ciudadanos y la de sus gobernantes, en Dinamarca solo lo hace un 32%. O, mientras un 96% de los daneses cree que su voto es importante y su opinión cuenta, en España lo cree menos de la mitad, solo el 45%. O, por último, mientras la media de ingresos públicos de la UE-27 en 2012 fue del 45,4%, España solo alcanzó el 37,1% (el mejor registro lo obtuvo en 2007, en la cresta de la ola inmobiliaria, con solo 41,7%).

Estas diferencias explican, en parte, que mientras España gasta menos de un 5% del PIB en educación, Dinamarca gaste un 8%; y que mientras España con dificultades alcanza el 1% del PIB en investigación y desarrollo, el país nórdico llega a más del 3% (los cuatro países de Europa con el gasto en I+D más bajo —tanto público como privado— son los tristemente célebres PIGS: Portugal, Italia, Grecia y España).

Robert D. Kaplan lo resume bien en un ensayo breve reciente titulado ¿Por qué tanta anarquía? sobre los retos de la gobernanza en el siglo XXI“: ”El futuro de la política mundial girará en torno a qué sociedades saben construir instituciones eficaces para gobernar amplios territorios y cuáles no“. Es decir, la calidad de la gobernanza como el factor clave de la economía del conocimiento. O, lo que es lo mismo, la calidad de las instituciones del Estado como garantes del desarrollo económico.

El verdadero dilema de España pasa, entonces, por decidir si se quiere apuntalar al Estado como ente que aglutine, gestione las diferencias sociales y realice un diseño institucional eficaz o si se le deja a la deriva sin las competencias y legitimidad necesarias. Si dejamos que se convierta, en otras palabras, en el mal necesario de la democracia. De la elección depende la calidad de la gobernanza a la que se pueda aspirar. Y, en función de ello, el calado de las reformas que se puedan acometer.

Entonces, dimensionado el dilema, la pregunta realmente es: ¿está preparada España para hacer una apuesta firme por el Estado?

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