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¿Tirará Alemania del carro? Esperen sentados

Fernando Gutiérrez del Arroyo

Europa sufre una parálisis política grave en un momento en que los riesgos de recaída económica y deflación han aumentado. Es palpable la descoordinación entre las distintas instituciones y gobiernos europeos y su incapacidad de recuperar la iniciativa, sobre todo en materia fiscal. Muchos se preguntan si Alemania puede tirar del carro y si va a hacerlo. La respuesta es sí a la primera pregunta y muy probablemente no a la segunda.

Entre los distintos fallos de diseño en la eurozona, hay uno que pasó desapercibido al principio de la crisis del euro y se ha revelado más importante de lo anticipado: el efecto de diagnósticos divergentes entre los distintos países del área. Este parece ser uno de los motivos de la parálisis actual. Por otro lado, si no se entiende la postura alemana no sabremos qué cabe esperar del gigante alemán en los próximos trimestres.

Alemania considera que la prudencia fiscal es una de las tres causas de su actual prosperidad, junto al “milagro del empleo” y el potencial exportador. Su obsesión en materia fiscal tiene raíces históricas, encaja a la perfección con el “diagnóstico alemán” de la crisis y responde a razones políticas ligadas a un amplio convencimiento social, aspectos que analistas como Luis Garicano o Wolfgang Münchau explican mucho mejor que yo. Además, subyace el componente puritano de que los países deben vivir conforme a sus medios y que los gobiernos derrochadores deben ser castigados por su prodigalidad.  

El gobierno sigue empeñado en aguantar las costuras del Pacto de Estabilidad frente a quienes recomiendan políticas fiscales expansivas. La obstinación por mantener a raya el déficit se ha reflejado en su “presupuesto cero” para 2015. Los ministros de economía y finanzas (el socialdemócrata Gabriel y el democristiano Schäube) siguen mostrándose muy reacios a suavizar la posición fiscal. Este último fue meridianamente claro al declarar en octubre que “las dudas sobre nuestra política fiscal nos afectarán mucho más que cualquier programa de estímulo a corto plazo”. Y hay que tomarle la palabra: los 10.000 millones anunciados en noviembre son solo un truco.

La mala noticia es que la posición fiscal de Alemania es políticamente coherente por varias razones. Primero, el “presupuesto cero” permite cumplir la regla de endeudamiento, un imperativo constitucional que los alemanes se toman muy en serio (en realidad es obligatoria a partir de 2016, pero el gobierno ha adelantado su cumplimiento). Segundo, constituye una promesa central del programa de Merkel. Tercero, el gobierno cree que solo predicando con el ejemplo puede después exigir ajustes fiscales al resto. Y cuarto, Alternativa para Alemania, la formación populista y anti-euro, está presionando con su creciente apoyo para mantener la ortodoxia y evitar “experimentos” fiscales (en realidad todo el espectro parlamentario está de acuerdo salvo quizá los post-comunistas de Die Linke). En suma, la Canciller está utilizando su inmenso poder para aguantar y bloquear, no para actuar o proponer. Y cerca de un 80% de la opinión pública respalda esta estrategia.

A cambio, la buena noticia es que Merkel podría verse inclinada a actuar si la desaceleración se agrava. Aunque la obstinación por evitar el déficit sea políticamente coherente, es una mala política económica en el contexto actual y el gobierno debería replantearla.

En primer lugar, el país lo necesita. Hace un año la Comisión Europea esperaba que Alemania creciera un 1,7% este año y un 1,9% el siguiente. Ahora pronostica solo un 1,3% y un 1,1%, respectivamente. Es decir, no solo se han ajustado las previsiones a la baja, sino la que la trayectoria es de desaceleración. Así, Alemania está en un momento idóneo del ciclo para elevar la inversión pública, que viene cayendo en los últimos años y apenas alcanza el 1,5% del PIB, un tercio menos de lo que promedia en la UE.

En segundo lugar, se lo puede permitir. Según muestra el gráfico, Alemania lleva siete trimestres consecutivos en superávit y su deuda ha disminuido 5 puntos desde su máximo de 2010, año en que alcanzó el 80,3% del PIB. Incluso un cierto impulso fiscal, cercano a medio punto del PIB o 15.000 millones, podría no comprometer siquiera el cumplimiento estricto de la regla presupuestaria.

Y en tercer lugar, lo demandan los mercados (y por supuesto, otros países europeos). Alemania puede endeudarse a los menores tipos de interés de su historia (apenas un 0,8% a 10 años en términos nominales y nada en términos reales). Si el BCE se las ingeniara para mantener la inflación en torno al objetivo del 2%, se financiaría a tipos reales negativos sustanciales. En estas circunstancias, expandir el déficit no tiene un impacto sobre las finanzas públicas gracias a su efecto en el crecimiento, lo que al final acaba redundando positivamente en la deuda (“el estímulo se paga a sí mismo”). Esta situación, oportunamente estudiada por el FMI en su último Informe de Perspectivas de la Economía Mundial, sucede cuando se dan una serie de condiciones: que la expansión fiscal se produzca en los capítulos de la inversión pública y que se financie con deuda y no elevando impuestos o recortando otros gastos. Además, su efectividad depende de que el país se financie a tipos de interés muy reducidos, que tenga capacidad productiva sin utilizar y que la política monetaria ya sea acomodaticia, tres condiciones que se cumplen en Alemania.

En definitiva, Alemania puede tirar del carro implementando un estímulo largamente reclamado. Tiene holgura fiscal para hacerlo y redundará en su propio beneficio. Pero olvídense. La postura en materia fiscal la abandera el gobierno con un amplísimo apoyo dentro y fuera del Parlamento. O la primera economía del área cae en recesión o no hay motivos para esperar cambios de rumbo.   

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