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Este blog corresponde a Alternativas Económicas, una publicación mensual que te explica la información económica desde un punto de vista social.

Empresas para vivir mejor

ILUSTRACIÓN: PERICO PASTOR

Pere Rusiñol

La crisis global que arrancó con las hipotecas subprime en Estados Unidos, en 2007, y que se fue extendiendo por todo el mundo, ha empeorado las condiciones de vida en la mayoría de los países occidentales y sobre todo de las clases populares, que no ven horizonte de mejora real por mucho que las cifras macroeconómicas vayan recuperándose. Pero al mismo tiempo, la Gran Recesión ha hecho añicos también buena parte de las certezas más optimistas del establishment económico mundial, que consideraba que el capitalismo había llegado a una fase de excelencia equivalente al famoso final de la historia, que incluso los ciclos económicos habían sido superados y que solo quedaba por delante una inacabable fase de expansión y prosperidad.

La realidad era muy distinta: este optimismo supuestamente científico tenía como base una gran burbuja especulativa sin conexión con la economía real. Cuando pinchó, todo quedó arrasado, incluidos los dogmas oficiales y la confianza de muchos ciudadanos con las formas de funcionar (económicas y políticas) que habían llevado a la gran explosión. En medio del desconcierto, mucha gente empezó a buscar otras formas de hacer que colocaran en primer término los intereses de la sociedad en su conjunto, con una visión a largo plazo, por encima de la búsqueda del máximo beneficio a cualquier precio de unos pocos directivos y accionistas.

El sistema capitalista no se ha derrumbado ni mucho menos, a pesar de que algunos actores relevantes admitieron públicamente que se tambaleaba, pero sí que se han sacudido algunas de las bases culturales que lo sostenían y que crean tendencias de fondo. Estos cambios culturales no necesariamente tienen consecuencias inmediatas, pero pueden acabar provocando grandes cambios si se consolidan.

Es todavía temprano para saber si el cambio de perspectiva sobre la economía (que no responda solo a la lógica de los beneficios y los dividendos) llegará a instalarse en algún momento como hegemónica. Pero los sociólogos constatan que el mar de fondo es muy importante y que se está consolidando en capas significativas de la sociedad. También en España. Belén Barreiro, exdirectora del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) y ahora de MyWord, empresa demoscópica que fija mucha atención en los pequeños cambios de fondo, explica en La sociedad que seremos (Planeta, 2017) que a partir de 2015 irrumpió con fuerza la figura del “consumidor rebelde”, que antes de la crisis representaba únicamente a un minúsculo segmento militante. Como consecuencia de la crisis, uno de cada cuatro ciudadanos manifiesta ahora sentir un rechazo visceral hacia las grandes empresas y multinacionales. La desconfianza absoluta hacia el mundo financiero es todavía mayor: del 36,5%.

Tras analizar las entrañas de decenas de encuestas, Barreiro considera que la ruptura entre ciudadanos y corporaciones “es, en cierto sentido, similar a la que se produce en la política entre los electores y los partidos tradicionales”. “La sociedad golpeada por la crisis no se resigna, ni se vuelve pasiva, sino que opta por hacerse responsable de su suerte. En el ámbito del mercado, los consumidores también van tomando poco a poco las riendas de su destino y surgen formas de consumo alternativo y colaborativo”, resalta. Y concluye con rotundidad: “La sociedad se vuelve más activa y cooperativa, y no solo en el ámbito de la política, sino también en el del mercado”.

El mar de fondo no solo se consolida, sino que los sociólogos coinciden en que será cada vez más importante por el peso creciente de la generación conocida como millennial (nacidos en las décadas de 1980 y 1990), que apuntan a importantes giros culturales en la forma de ver la economía y la empresa, quién sabe si porque ya fueron socializados en el mundo digital. Una macroencuesta mundial de Nielsen, con una muestra de 30.000 personas en 2015, certificaba esta impresión al detectar entre los millennials un interés sensiblemente superior a la media por una economía centrada en valores y en el respeto a las personas y el medio ambiente, que en ocasiones llegaba a los 20 puntos de diferencia respecto a las generaciones precedentes y se colocaba en cotas de hegemonía, por encima del 70% de apoyo.

Otra investigación simultánea de Morgan Stanley, centrada en inversores, detectaba el mismo sesgo, hasta el punto de que llegaba a la conclusión de que los millennials incluso aspiran mayoritariamente “a trabajar en un lugar donde sientan que pueden mejorar el mundo”. The Economist, la revista de referencia de los mercados, lo ha explicado de forma gráfica: para las generaciones precedentes, el negocio y el deseo de hacer el bien (cuando lo hay) se han canalizado por vías distintas. En cambio, para los millennials simplemente es inconcebible que ambas esferas no estén interconectadas.

En este contexto de aguas removidas han ido cogiendo fuerza formas diversas de ver la economía y de construir empresa que no solo buscan hacer las cosas de forma distinta, sino que se proponen directamente también transformar la sociedad. Más allá de la economía social tradicional, que siempre ha demostrado una resilencia especial durante las épocas de crisis y que tiene mucha fuerza en los países mediterráneos, han ido abriéndose paso fórmulas con miradas económicas alternativas al marco dominante que no se limitan a elaborar teorías, sino que aspiran también a incidir en la economía real y el mundo de la empresa. Algunas son antiquísimas, otras son muy nuevas, pero todas se están abriendo paso con una fuerza insólita y en algunos casos con la ambición de poner en jaque un sistema económico que, con el cambio climático, no solo genera enormes desigualdades, sino que amenaza la vida en el planeta: la economía feminista, la economía solidaria, la economía del bien común, la economía colaborativa, la economía circular (y, por extensión, la economía verde o azul...

El economista Ruben Suriñach, vinculado a la cooperativa Opcions y a la red catalana de economía solidaria (XES), acaba de analizar muchas de estas economías en el libro Economías transformadoras de Barcelona. En su opinión, el término que mejor las agrupa es “transformadoras”, en lugar de otras expresiones también utilizadas con frecuencia, como “nuevas economías” u “otras economías”: “No todas son ‘nuevas’ y al decir ‘otras’ automáticamente quedan en posición subalterna, mientras que todas aspiran a transformar el modelo actual”, insiste.

Muchas de estas propuestas tienen puntos de contacto evidentes con el cooperativismo o al menos con sus valores, que desde hace más de 150 años empujan precisamente hacia una economía que ponga en primer término las personas por encima de los beneficios, con una organización interna democrática, participativa y equitativa, y buscando siempre un impacto social positivo puertas afuera: con los consumidores, con el conjunto de la sociedad y, lógicamente, también con el planeta.

El cooperativismo recorre el sistema nervioso de estas economías transformadoras en auge, con lo que, al menos en teoría, tiene posibilidades de dar un salto adelante. Pero al mismo tiempo, también corre el riesgo de quedar diluido en un magma en que el cooperativismo deje de ser sustantivo para convertirse meramente en un adjetivo, casi siempre prescindible.

El comisionado de Economía Social, Desarrollo Local y Consumo del Ayuntamiento de Barcelona, Álvaro Porro, está convencido de que el auge de las economías transformadoras supone “una gran oportunidad para el cooperativismo”, no solo para extenderse todavía más, sino también para “reconectar con su espíritu original, de transformación y, al mismo tiempo, entrar a fondo en el relato de la modernidad, un aspecto clave para cambiar la economía y la sociedad”.

“El cooperativismo tiene una gran historia detrás y muchas de estas economías transformadoras beben de él. Si se abre y conecta con ellas tiene muchísimo que ganar”, concluye.

Estas economías transformadoras aspiran a contar con empresas con valores y ayudar a transformar la sociedad, pero el motor no es necesariamente solo de naturaleza moral, sino que en los nuevos tiempos, con los dogmas ortodoxos erosionados por la crisis y la irrupción de la generación millennial, puede ser también un factor de eficiencia y hasta de ventaja competitiva, incluso en un marco capitalista. No es solo que los sociólogos adviertan que la sociedad pide fórmulas nuevas de hacer empresa y economía, más compatibles con los intereses de las personas y el medio ambiente, sino que dentro de la ortodoxia económica se van abriendo paso también visiones en esta misma línea que consideran que las empresas que aspiren a sobrevivir deberán tener en cuenta este mar de fondo. En este sentido fue importante la publicación, en 2011, en la prestigiosa Harvard Business Review, del estudio Creating shared value (Crear valor compartido), de Michael E. Porter y Mark R. Kramer, ambos vinculados a Harvard, que advierte que la visión clásica de creación de valor es “estrecha y ha quedado anticuada” porque solo tiene en cuenta los intereses de los accionistas con una mirada a corto plazo.

Estos académicos proponen un cambio de paradigma que sitúe en el centro mismo del modelo de empresa la utilidad social y los beneficios para el conjunto de la sociedad de su actividad; de ahí la expresión de valor compartido. “Se trata de crear valor también para la sociedad al abordar sus necesidades y sus retos y ello debe situarse en el centro mismo de la empresa: no es responsabilidad social corporativa, ni filantropía, ni siquiera sostenibilidad”, subrayan.

La razón última no es tampoco filantrópica, sino que busca asegurar que la empresa podrá prosperar en el nuevo marco que se está definiendo. Quien no lo entienda y siga anclado en el pasado, sostienen, sufrirá: “Este cambio de mirada es un impulsor de productividad más que una respuesta para sentirse bien ante la presión externa”.

Algunos de los sectores más importantes del capitalismo ya han reaccionado en esta dirección, con negocios “con impacto social” bajo las etiquetas SRI (Socially Responsible Investment) o ESG (Environmental, Social and Governance), que a su vez han generado nuevas herramientas financieras, como bonos éticos, ecológicos o sostenibles, que están creciendo de forma exponencial desde 2015.

El discurso ha llegado incluso al coloso BlackRock, la principal gestora de activos del mundo con 6,3 billones de dólares (casi seis veces el PIB de España). En la última carta anual a las empresas en la que tienen participaciones, su máximo ejecutivo, Larry Fink, las emplaza a adoptar “un nuevo modelo” que dé prioridad a los impactos positivos en el conjunto de la sociedad.

En caso contrario, Fink les advierte de que desinvertirán. Se lo decía con una contundencia y unos argumentos impensables hace muy poco: “Cada empresa debe conseguir no solo beneficios, sino también mostrar que hace una contribución positiva a la sociedad. Las empresas deben beneficiar a todos los actores, incluyendo accionistas, trabajadores, clientes y comunidades donde operan”.

El gran exponente del capitalismo mundial habla ya como si fuera un líder de las “economías transformadoras”. La prueba de que las ideas críticas de las “economías transformadoras” están penetrando como nunca en la sociedad es que los principales actores del capitalismo ya se frotan las manos con los grandes negocios que pueden llegar a hacer.

[Este artículo forma parte del dossier Economías transformadoras, publicado en el número 57 de la revista Alternativas Económicas a partir del informe Economías transformadoras y cooperativismo, elaborado por Alternativas Económicas por encargo de la Federació de Cooperatives de Treball de Catalunya. Aúdanos a sostener nuestro proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

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