Atrapada en un taxi en uno de esos infernales atascos que bloquean Beirut, llevaba 20 minutos escuchando en la radio a un hombre hablar y hablar, sin entender nada. Mi compañera me aclaró que se trataba de Hassan Nasrallah, el líder de Hezbolá, convocando una protesta masiva que se produciría en los días siguientes. En los cafés aledaños la gente seguía el largo discurso con sumo interés. Imposible evitar comparar este modo de comunicación con los tweets de Trump.
Con más de medio millón de palestinos, los barrios del sur de la capital libanesa han presenciado una de las mayores movilizaciones contra la decisión de Trump de reconocer Jerusalén como capital de Israel y de desplazar ahí la sede de su embajada en ese país. Cualquier decisión sobre los territorios palestinos tiene aquí una especial caja de resonancia, al igual que otros conflictos y tensiones regionales.
Beit Beirut, un centro para la memoria
Los edificios marcados por los proyectiles, algunos de ellos meros esqueletos que parecen a punto de desmoronarse, bastarían para recordar la guerra que desgarró Líbano entre 1975 y 1990. Sin embargo, la arquitecta Mona El Hallak opina que no hay un deseo popular ni una voluntad política de preservar la memoria.
Mona pasó en Beirut todos los días de la guerra. Creció con ella. Y como arquitecta afirma que el plan de reconstrucción de Beirut no ha sido tal, sino un borrón de barrios enteros. Luchando contracorriente, lleva 23 años tratando de convertir un edificio condenado a la demolición en un centro para la memoria. Es Beit Beirut (Casa de Beirut).
Se trata de un palacete Art Déco, de los años 20, concebido para conectar la ciudad: desde un extremo puedes ver a través de varias ventanas lo que pasa más allá. Sin duda, un lugar ideal para los francotiradores que durante la guerra lo convirtieron en punto estratégico desde donde disparar sin obstáculos.
Cuando Mona entró por primera vez en el edificio se encontró con varias salas en las que habían construido muros reforzados para soportar explosiones, auténticos bunkers. Se le vinieron encima sus recuerdos de la guerra, con seis años, debajo de una mesa de madera maciza mirando fijamente a su madre que trataba de tranquilizarla diciéndole que si oía los proyectiles es porque habían pasado de largo.
Igual que ella recordó entonces, quiere que algún día este centro acoja a todo aquel que desee contar sus recuerdos y escuchar. Como ese chico de 13 años que se colaba en el edificio con sus amigos y al que un día un soldado le dejó un arma y le animó a disparar. Mató a una persona. Como si fuese un juego. Ya adulto, nunca, antes de conocer, a Mona se lo había contado a nadie, ni siquiera a sus hijos y a su esposa. Dice que lo haría si un día puede hacerlo en Beit Beirut.
Otro de los combatientes que ha conocido Mona está alcoholizado, desde el final de la guerra vive de noche sin poder soportar durante el día el peso de tantos muertos. Otro es un próspero hombre de negocios en París.
Este edificio está situado en lo que era la línea de división entre las partes enfrentadas, la llamada Línea Verde, no de forma aleatoria sino porque era demasiado peligroso pasar por allí y al cabo de los años la vegetación cubrió una franja de varios metros. Aún queda un árbol de entonces.
Integrada ya en la ciudad, esta calle es ahora la carretera de Damasco. Impresiona pensar que desde este punto tan simbólico en la guerra libanesa se llega en menos de dos horas a la capital siria.
Reencuentros
Su relativa calma y su accesibilidad han convertido a Beirut en un punto de encuentros o de partida para cooperantes, periodistas, diplomáticos... que trabajan sobre conflictos cercanos. También de personas que han tenido que huir de las guerras y de sus consecuencias.
Como Hiba, a la que conocí por azar en una de esas cenas casuales. Después de hablar sobre el tiempo o la comida, empezó a contar su historia. Estudiaba en la universidad de Damasco cuando fue detenida sin ningún motivo junto a otras compañeras. Era el momento en que el gobierno detenía a cualquier persona que le parecía sospechosa de oponerse al régimen, y en la universidad hizo innumerables detenciones.
Hiba pasó casi un mes en la cárcel sin contacto con nadie, ni abogados ni familiares. Por suerte, en un momento dado su familia la localizó y pudo pagar lo que costaba su libertad. Después de eso, se vio obligada a salir de Siria y ahora sigue estudiando en Turquía, sola pero a salvo. En esos días de principios de diciembre, su familia pudo viajar a Beirut y allí se reencontraron después de varios años de ausencias.
Líbano es, además, uno de los países que acoge a un mayor número de personas refugiadas: con una población de 4,5 millones, acoge más de un millón del vecino Siria. Es por lo tanto, un lugar de encuentros que todavía tiene mucho trabajo sobre integración por delante.
Sobre este blog
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