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El año del malismo

Casado acusa a Sánchez de "intentar comprar su investidura con delincuentes"

Juan José Téllez

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Muera Bambi y viva el Joker. Probablemente la marca de agua de 2019 vaya a ser la caída en desgracia del mal llamado buenismo y el regreso triunfal de la mala hostia, esa retranca íbera de colmillo retorcido, mala leche de buscón y felonía, chulería de matasietes, que tan señeros momentos chusqueros de quijada de asno ha deparado en la historia patria.

Acaba de dejarnos un grande semiolvidado, Patxi Andión, que en plena transición proclamaba que la España del chiste había que acabarla. No malinterpreten: se refería al estereotipo de una falsa sonrisa que marcaba superficialmente nuestra idiosincrasia, como una máscara de carnaval que escondía ese otro rostro de capitulaciones, pragmáticas, absolutismo y santos oficios, sobrevivir a todo precio, persecución y lo que hoy algunos se empeñan en llamar resiliencia, ya saben, aquellas coplas heroicas frente a las cartillas de racionamiento.

Transición “buenista”

En las calles, la transición no fue una balsa de aceite y buena parte de quienes fueron asesinados mientras defendían las libertades siguen sin ser reconocidos como víctimas del terrorismo. Pero, en espíritu, la transición fue tan buenista como aquellos psicodélicos e ingenuistas carteles del PSOE: socialdemocracia buenista, buenista estado del bienestar, todo iba a salir bien, aquel iba a ser el principio de una larga democracia y el happy end aparecía escrito en el imaginario colectivo, a pesar del búnker facha y de las conspiraciones golpistas.

La historia, por entonces, siempre iba hacia adelante. Cada día, se conquistaba una libertad nueva, aunque cada día también temiéramos perderla. Ahora, tantos años después, parece que el buenismo vuelve a ser pasto del pecado y lo que empieza a crecer en los viveros de las urnas son aquellas opciones que en lugar de prometer derechos, se conjuran para restringirlos. En las próximas horas, probablemente se conforme un Gobierno de coalición de izquierdas que ya ha desatado todas las furias ultramontanas, aún antes de constituirse. Lo que sorprende, sin embargo, es que frente a esa ira de los malistas frente a la investidura de Pedro Sánchez, tampoco descuelle la ilusión generalizada de los votantes socialistas, izquierdistas, podemitas, etcétera: nadie está abriendo botellas de champán porque, presumiblemente, habrá que echar más tiempo, a partir de ahora, en defender que en celebrar.

Que gane el más fuerte

Hemos mojado después de medianoche al gremlin de nuestros peores instintos y ese encantador bichito ha mutado en monstruo: un panel de políticos madelman y de lideresas barbies prometen bajar impuestos como si no hubiera un mañana, restituir los coros y danzas de la Sección Femenina, o echar a los moros aunque sea al agua. Y la gente, empieza a comprar ese mensaje, porque ya no le importa ser guay o dejar de serlo, tener escrúpulos o, como diría Aute, pensar que esa palabra identifica a un parásito del alacrán. Bajo el buenismo, los sueños colectivos eran posibles: no hace nada, el yes we can era una consigna realista y, hoy, apenas da para comprar en e-bay una camiseta vintage con dicho eslogan. El malismo aboga, en cambio, por escapar de las pesadillas, a la desbandada, cada uno a su aire y que gane el más fuerte.

¿Hemos cambiado de actitud vital como por arte de birlibirloque, hale hop, como en un truco de magia circense? No; ha sido un proceso de erosión lenta, que se ha ido decantando sobre todo a partir de la crisis de 2008, al dejar los supuestos buenos de serlo e incumplir un contrato social que, desde incluso antes de la Constitución del 78, nos prometía recompensa a todo esfuerzo: la imagen de nuestros supermasters fregando vasos por los bares de Europa hizo desvanecer cualquier esperanza de que el mundo siguiera siendo justo.

Perdida la fe, volvemos a los ídolos

Perdida la fe, volvemos a los ídolos. Frente a la falta de futuro, reivindicamos la reconquista y la revisión del pasado. ¿Para qué un Estado de Derecho sino tenemos derechos? He ahí cuando se invierte la tortilla y, como champiñones, empiezan a emerger de las sombras los que nunca se fueron: Torquemada y Almanzor, Baal y El Jarabo, Queipo de Llano, el Beato Diego y Roberto Alcázar. Cada uno en lo suyo, en las estrictas dimensiones de sus crímenes, pero con ese malismo de serie que no debía estar tan apagado como para que reavive su fuego sobre unas simples pavesas.

La única utopía que ha despertado adhesiones inquebrantables durante los últimos años españoles, ha sido la del referéndum independentista de Catalunya. ¿Y aún nos extrañamos del entusiasmo colectivo que despiertan sus aciertos o sus desvaríos, en un país que va para atrás como los cangrejos? Hora sería de crear icarias razonables que azuzaran también nuestros ánimos. Para que resucite el buenismo, tendrá que existir algo bueno en lo que confiar. Pero para ello habrá que esperar al menos hasta el año y el Gobierno que vienen.

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