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Andanzas de una catedrática sevillana en la Universidad de Nueva York: el reto de enseñar teoría crítica en EEUU hoy

El arco de Washington Square, plaza contigua a la facultad de derecho de la Universidad de Nueva York

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Todo debiera haber sido mucho más fácil esta vez y en muchos sentidos lo fue. Entonces, en el 2006, el año que cerró mi periplo académico estadounidense anterior, -uno vinculado a un matrimonio que luego resultaría fallido y que ya entonces hacía aguas- yo estaba aún en mis treinta y pico, era madre primeriza de un niño de dos años que me costaba criar sin familia ni tejido social en esta ciudad de edificios imponentes y almas solitarias y, sobre todo, tenía mucha menos experiencia docente y vital y muchas menos publicaciones y conocimientos que avalaran mis saberes ante mi ávido estudiantado. Ayer, la mujer que recibió a los 22 alumnos inscritos en el curso de Género y Derecho Constitucional Comparado (que me ha invitado a dictar en el cuatrimestre de primavera la escuela de derecho de la Universidad de Nueva York en el marco de su programa de profesorado global) era una mujer mucho más segura y por lo tanto más libre, tanto en lo personal como en lo profesional. Suelen ir de la mano. En lo personal: en mi cincuentena, divorciada de un marido que se quedó a vivir en Nueva York negándose, a la hora de la verdad, a cumplir su parte del pacto de alternancia en la localización geográfica del núcleo familiar y, sobre todo, una mujer con dos hijos bastante criados ya y en sabático no solo académico de mi cátedra en Sevilla sino de maternidad (concepto que he acuñado para referirme al hecho de que, por primera vez, y durante unos meses, seré yo la progenitora de solo fines de semanas y vacaciones). Pero sobre todo, en lo profesional: una académica con mucha más experiencia a mis espaldas, dentro y fuera de España, y una larga lista de publicaciones y estudios que incluyen una monografía, recién salida del horno y en fase de imprenta, sobre la que basaré el curso.

Parte de la ventaja de la edad biológica y de la era digital es que le permite a una, en la sesión introductoria de un curso como la que se planteó ayer, omitir la auto presentación y más bien empezar preguntando al alumnado qué es lo que saben ya de una y, sobre todo, y esto es lo más interesante, cómo creen que lo que saben de mi persona y recorrido vital y académico puede afectar el enfoque sobre la materia que vamos a abordar en el curso. Entre otras cosas, el ejercicio sirve para afrontar de manera directa una de las premisas epistemológicas centrales de mis cursos: que la neta distinción entre el sujeto y el objeto de estudio no es más que teórica. Que el sujeto, su experiencia vital, su realidad corpórea, su bagaje cultural, su identidad, su educación y sus referentes tienen necesariamente un impacto tanto sobre su elección del objeto como del método de estudio. 

¿Qué más le puede pedir a la vida una docente que quiere enseñar derecho comparado que el propio alumnado represente un conjunto tan amplio de tradiciones culturales y jurídicas como para abastecer los ejemplos de cada una de las clases?

En esta ocasión el ejercicio resultó especialmente gratificante y tuvo sus anécdotas. Más allá de lo aprendido por la breve reseña biográfica que ofrece la Universidad para permitir al alumnado navegar en el mar de ofertas donde solo algunos cursos son obligatorios y hay un sinfín de optativas, algunos me reconocieron por alguna intervención registrada en youtube. Otros me habían escuchado en alguna conferencia en sus universidades de origen, como la estudiante turca que levantó la mano para decirme que ella estaba allí, entre el público, en diciembre del 2014, cuando en medio de una conferencia en la Facultad de Derecho de Koç en Estambul, me atreví a criticar al presidente Erdogan por, días antes, haber conminado a las mujeres turcas a demostrar su compromiso ciudadano aumentando su número de hijos como forma de contribuir a atajar el problema de la natalidad en Turquía. Pero lo que resultó realmente gratificante para un curso como el mío fue observar la diversidad del alumnado, una diversidad que se nutre de la propia diversidad poblacional de EEUU pero también de los extranjeros que vienen a cursar estudios aquí atraídos por la excelencia de las universidades de élite de este país, en su mayoría, cierto es, privadas. Y así, ayer, en la clase, entre otros, había una surcoreana, dos chinas, una mexicana, dos turcos, una americana de ascendencia rumana, dos australianas, un alemán, un indio, y entre los estadounidenses, una estudiante afroamericana. ¿Qué más le puede pedir a la vida una docente que quiere enseñar derecho comparado que el propio alumnado represente un conjunto tan amplio de tradiciones culturales y jurídicas como para abastecer los ejemplos de cada una de las clases?

Y sin embargo mentiría si no reconociera que, a pesar de todo, sentí una dificultad o, cuanto menos, un reto que no experimenté en 2006 ni en los años anteriores en mi docencia sobre género y multiculturalismo en Princeton, Columbia o en la misma Universidad de Nueva York. Por supuesto, tanto en aquel momento como en el actual, he sabido siempre que puedo contar con una certeza: el curso es optativo por lo que es poco probable que se inscriban estudiantes con ánimo de sabotaje, estudiantes que, por ejemplo, cuestionen la naturaleza científica de los estudios de género. Esa certeza no es baladí porque en EEUU, como en otros muchos países, los estudios de género y, sobre todo los de raza, se han convertido en blanco de ataque y en materia partidista. Solo el año pasado se aprobaron ocho leyes en Estados de mayoría republicana que tratan de regular la forma en que los profesores pueden abordar temas como el racismo o el sexismo en las escuelas. Se trata de legislación que, en cierto sentido, responde a la llamada de conciencia del movimiento de Black Lives Matter, en auge desde el asesinato de George Floyd y que, de forma general, trata de desincentivar que a la hora de discutir conceptos como los de poder y opresión, trata de desincentivar que los docentes se refieran a categorías de género y raciales. La acusación principal que se vierte contra este tipo de oferta curricular es que resulta divisiva para la ciudadanía y que se presta al puro adoctrinamiento ideológico. Puro adoctrinamiento cuando de lo que en realidad se trata es de crear un ambiente inclusivo en el aula y de poner de manifiesto la falsa neutralidad de los contenidos curriculares tradicionales, incorporando contenidos que hagan más justicia a la importancia de hechos y contribuciones que, por afectar o provenir de colectivos discriminados hasta el momento, no han pasado el corte de lo que se considera digno de estudio y de reflexión colectiva.

Profesoras de otras universidades de élite de EEUU me han confesado que han dejado de impartir derecho antidiscriminatorio por miedo a la reacción del estudiantado "progre", más que a la crítica conservadora a la que ya estaban acostumbradas

En todo caso, cualquiera que haya visto la serie The Chair de Netflix sospechará con razón que el motivo de mi inquietud en este caso era otro. La serie cuenta las desventuras de una directora de departamento de origen asiático en un departamento de inglés de una universidad de Nueva Inglaterra. La protagonista se encuentra atrapada en medio de dos batallas. En una, trata de luchar por que una joven profesora afroamericana consiga la titularidad a pesar de la escasa colaboración que muestran algunos de los miembros más vetustos (y blancos) del departamento. En la otra, sin embargo, trata de evitar un procedimiento disciplinario de graves consecuencias iniciado a instancia de los alumnos contra un profesor de edad media y blanco que es filmado haciendo el saludo nazi en una clase sobre el fascismo (en una imagen que luego se descontextualiza y hace viral). Mi temor efectivamente conectaba con la segunda batalla, con la posibilidad de crítica interna, sobre todo, si es formulada en tono agresivo. Es decir, mi temor provenía de que parte del alumnado estimara que mis contenidos o mis métodos, por cuanto fueran bien intencionados, pudieran ser insuficientemente inclusivos o no responder debidamente a las exigencias de un enfoque feminista interseccional; de que cualquiera de mis afirmaciones, al referirme a la categoría sexo-género pudiera estimarse como una generalización ofensiva o, peor aún, como una contribución a la consolidación de viejos estereotipos; de que mi discurso se viera solo como el de “una mujer blanca de clase privilegiada”. Y mi temor no se nutría únicamente de la cómica y por momentos hiperbólica serie de Netflix, sino de mis conversaciones con colegas americanas, profesoras de otras universidades de élite del país, que me han confesado que han dejado en los últimos tiempos de impartir derecho antidiscriminatorio por miedo a la reacción del estudiantado “progre”, más que a la crítica conservadora a la que ya estaban acostumbradas y, sobre todo, que les dolía mucho menos.

Por eso tuve cuidado de dejar primero que me descubrieran ellos a mí comentando mi punto de partida, en todos los sentidos, antes de invitarles a que se presentaran ellos e hicieran lo propio. Una vez que habíamos mencionado mi recorrido vital, mi identidad nacional y de género, mi condición de mujer blanca de clase media y mi experiencia de maternidad en solitario, ¿qué podían y querían ellos compartir con el resto de la clase acerca de quiénes eran, qué era importante para cada una en términos de identidad, con qué formación y experiencias acudían y qué esperaban sacar del curso? Uno a uno, fui pidiendo que me corrigieran hasta aprender a pronunciar bien sus nombres; una a una fui tratando de reconocer la importancia de lo que cada una podía contribuir a través de sus tradiciones jurídicas mencionando, así fuera de pasada, debates constitucionales relevantes en muchos de sus países de procedencia; con franqueza le reconocí a la alumna con diversidad funcional y a la alumna afroamericana que ni el tema de la diversidad funcional ni el de la opresión racial en EEUU iban a ocupar un lugar tan central en el curso como tal vez ellas esperaran.

El afán de respeto, el deseo de no ofender, no puede silenciarnos a los que, en principio, dedicamos esfuerzos y energías a explorar los entresijos de las distintas formas de opresión

Después de esta deliberada apertura, al concluir la clase, fue cuando de forma más explícita sinteticé mi posición teórica. El afán de respeto, el deseo de no ofender, no puede silenciarnos a los que, en principio, dedicamos esfuerzos y energías a explorar los entresijos de las distintas formas de opresión. Nos debemos respeto en las formas de expresión, sí, pero también una presunción de buena fe que se alimente de humildad. La humildad de saber que nadie tiene la capacidad de ponerse en los zapatos de todo el mundo y mucho menos de todo el mundo a la vez; que todo somos parciales y tenemos sesgos y a lo máximo a lo que podemos aspirar es a tomar conciencia de ellos para ir remediándolos; que nadie puede hablar desde la perfecta imparcialidad y neutralidad, y que pretender hacerlo a través del recurso a la abstracción universalista con frecuencia sirve más para disfrazar verdades parciales que para dar con la verdad total; más para silenciar, que para animar un coro de voces. Y que, por lo tanto, la búsqueda de ese ideal dialógico deliberativo y plural debe servir para mantener la agenda siempre abierta, el reto siempre vivo, la actitud siempre receptiva, así sea para ir avanzando hacia algo que sabemos que nunca podremos lograr del todo y cuya búsqueda, no por ello, deja de tener sentido. El silencio no es opción nunca, pero sobre todo cuando el enemigo externo está fuerte y unido y las alianzas de resistencia resultan más necesarias que nunca. No sé si logré convencerlos, pero si lo hice, a mi entender, esta será la lección más importante que saque de todo lo poco o mucho que logre enseñarles en estos meses.

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