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Los drones ganan la batalla a la conservación junto a Doñana
Los horrores de la guerra contemporánea nacieron hace un siglo, en la Primera Guerra Mundial. Aunque hay quien sostiene que, igual que los grandes bombardeos sobre poblaciones civiles de la Segunda Guerra Mundial se ensayaron en la Guerra Civil española, la sudafricana guerra de los Bóer sirvió para probar las tecnologías que implicaron la despersonalización de la muerte: fusiles de repetición, ametralladoras, vehículos blindados, etcétera. Armas todas ellas que permitían a los soldados evitar el cuerpo a cuerpo, y matar a suficiente distancia como para no ver su propio espanto reflejado en el rostro de su enemigo.
La última expresión de esa mortífera tecnología ya centenaria es la de los aviones no tripulados, cada vez más conocidos como 'drones'. Unos aparatos cuyo uso está cada vez más extendido y que permiten matar a los enemigos no ya desde la distancia, sino incluso desde el despacho.
Su utilización masiva en Irak, Afganistán, Pakistán, Yemen, Libia, Somalia… por el ejército estadounidense está demostrando que (como los aviones alemanes sobre Guernica o Londres, o los de los aliados sobre las ciudades alemanas, o los B52 sobre Vietnam y Camboya) los drones tampoco discriminan entre objetivos militares y civiles, que acaban siendo sus principales víctimas. Hasta el punto de que un comité del Congreso Estadounidense está mirando si no sería necesario limitar legalmente el uso de lo que Oliver Stone describe en su nuevo y anti imperialista documental, La Historia No Contada de EEUU, como “el arma favorita de Obama”.
En total, según Stone, “en 2012 la CIA y la Fuerza Aérea tenían desplegada una armada de 7.000 drones”. Es más, la indignación causada por su uso masivo e indiscriminado en Yemen, según el cineasta estadounidense, incrementó el número de militantes de Al Qaeda desde menos de 300 en 2009 a más de mil en 2012. “La política agresiva de aviones no tripulados es contraproducente y nos hace menos seguros”, clamaba este mismo martes el senador demócrata estadounidense Alan Grayson en la citada comisión que estudia la muerte de miles de civiles de toda edad y condición causada por esta nueva tecnología bélica.
Ya suma decenas el número de países que se han ido haciendo con su flota de drones. Grandes potencias militares como Rusia, China, India, Israel o Irán, con capacidad para desarrollarlos por sí mismos, y otros muchos que optan por comprarlos a otros países productores.
Ha nacido así un nuevo mercado bélico, en el que Andalucía parece querer participar en busca de beneficios. Este martes 29 de octubre de 2013 el Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía tomo la decisión de primar el “interés científico tecnológico sobre el forestal en relación con 75 hectáreas de monte público de Moguer (Huelva) destinado al Proyecto CEUS de aviones no tripulados”.
Se trata, según explica el Gobierno andaluz, de crear un campo de pruebas para experimentar en España “con aviones no tripulados de grandes dimensiones y tecnología avanzada”. Asegura que se tratará de “grandes prototipos de uso civil”, pero la realidad es que una vez desarrollado y fabricado el drone, será el comprador quien determinará si lo carga con agua para apagar incendios o con misiles para provocarlos.
De hecho, las 75 hectáreas de pinares vírgenes que van a desaparecer para construir una pista de aterrizaje por mor del famoso I+D+I, formarán parte del discreto complejo que el Instituto de Técnicas Aeroespaciales (INTA) del Ministerio de Defensa tiene junto a la costa atlántica y el Parque Nacional de Doñana, y en el que desde hace décadas la industria aeroespacial española desarrolla proyectos civiles y militares, incluido el del despliegue de satélites que permitan manejar e interceptar comunicaciones ajenas, tema de rabiosa actualidad.
La Junta promete la creación de 250 puestos de trabajo directos y otros 500 indirectos para la pujante industria aeroespacial andaluza gracias al proyecto. Pero, al igual que ocurre con los miles de empleos que también promete el magnate del juego Sheldon Adelson en Madrid, cabe preguntarse si ese intercambio es moralmente aceptable. Yo me he hecho esa pregunta y, queda evidente, a mí no me lo parece. Como tampoco comparto la idea de que Andalucía se especialice en la construcción del arma más mortífera del momento. Por muy ingenuo pacifista que pueda parecer.