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Los izquierdos humanos

Fachada de la sede del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), con sede en Estrasburgo (Francia).

Juan José Téllez

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Hay efemérides cívicas que nos remiten al Día Mundial del Fracaso: ocurre con los Derechos Humanos, cada 10 de diciembre, un eterno día de la marmota, bajo la sintonía de un siniestro beguin the beguine que reedita y amplia los datos siniestros del año anterior. No resulta extraño que hace tiempo, Mario Benedetti nos preguntara si no sería hora de que iniciáramos “una amplia campaña internacional por los izquierdos humanos”. Según se mire, si se tiene además en cuenta el hecho cierto de que regímenes que se dicen de izquierdas vulneran estos derechos con una eficacia propia de sus adversarios políticos.

Como un poster del Ché en un cuarto de progre viejuno, como un meme que se viraliza pero no sirve para nada, como una palabra a la que le despojaran de significado y significante, los Derechos Humanos aparecen tan sólo como una marca más del marketing democrático, como un mcguffin hitchcockiano que sólo sirve de distracción. A estas alturas de la historia, setenta y un años después de que la Asamblea General de Naciones Unidas proclamara, a 10 de Diciembre de 2018, la Declaración Universal de estos Derechos, alienta un claro estremecimiento, el de que siguen siendo papel mojado, a pesar de avances cosméticos y de esforzadas construcciones jurídicas: que las vulneraciones de esas garantías avanzan geométricamente frente a la humilde aritmética de las pequeñas grandes conquistas en esa misma materia.

Es tanto y tan grave el expolio de esos derechos a lo largo del mapamundi, que a menudo nos sentimos tentados de creer que en España somos los paladines de todo lo contrario. Entre descuartizamientos taimados de Arabia Saudita, ejecuciones en China, encarcelamientos masivos en Turquía o en Marruecos, muertes cívicas en Nicaragua, Venezuela, Ecuador o Bolivia, antidisturbios en Hong Kong, las matanzas de Africa que escapan al prime time de los grandes informativos, los corredores de la muerte y los de la vida proscrita en Estados Unidos, campamentos de Gaza o de la Hamada argelina, periodistas abatidos a tiro limpio, ojos tuertos por la policía chilena y represión de los indígenas en casi todos los lugares donde existen indígenas, pensamos que lo nuestro no es para tanto.

Cuidado: es una trampa, a pesar de la excelencia garantista de un país democrático como el nuestro. Un muerto tan sólo ya es un signo de alarma y el Estado, del que todos formamos parte. Y en nuestro país, por ejemplo, ya son 162 los presos muertos en prisión desde el 1 de diciembre de 2018: un muerto cada dos días, por así decirlo. Ocho de ellos fallecieron paradójicamente durante el puente de la Constitución que presuntamente les ampara y la cárcel de Villabona en Asturias tiene el dudoso honor de haber registrado dos fallecimientos con tan sólo veinticuatro horas de diferencia.

Las ONGs y el Defensor del Pueblo han denunciado a menudo ese ángulo oscuro del rincón de nuestra arpa democrática. En la cárcel, faltan cámaras de supervisión aunque sea para eximir a los funcionarios de toda responsabilidad en las denuncias de malos tratos que se demuestren falsas y que amparen a los reclusos en las quejas ciertas. Los régimenes cerrados, la pervivencia a veces hasta anacrónica del fichero FIES que regula a los presos supuestamente más peligrosos, los regímenes cerrados de aislamiento, constituyen focos de sospecha con olor a cloaca y a mamporro. Por no hablar de los medios de contención mecánica que incluso podrían resultar letales. Preocuparse de forma militante por evitar los suicidios también salvaguarda los derechos humanos. Por no hablar de una generosa excarcelación de los reclusos con enfermedades crónicas en fases terminales o de especial necesidad: a pesar de lo impopular que parece resultar en la España de hoy que un reo pueda morirse en su casa, si respetamos el espíritu de la declaración de Naciones Unidas, no admite dilaciones. Para que sea posible, entre otros puntos reivindicativo, numerosos presos que se autodenominan en lucha llevan años realizando movilizaciones y huelgas de toda índole. La de hambre, desde el pasado mes de septiembre, la han emprendido por turnos rotativos de diez días numerosos reclusos en distintos penales españoles, sin que apenas haya trascendido a la opinión pública salvo en círculos anticarcelarios.

Pero hay otras muertes y están ahí: las sobredosis no suelen ser de droga, aunque estas sustancias circulen a su antojo por los patios y por los chabolos. Son sobredosis de medicamentos: cada vez que toca fiesta o puente, ante la falta de personal que aflige a las prisiones, las farmacias penitenciarias despachan todas las pastillas de la libranza para que los presos se las administren, lo que no siempre conduce a un final feliz. Hasta la falta de plantilla en los servicios básicos puede vulnerar los Derechos Humanos, sin ponernos necesariamente estupendos.

Las tretas oficiales contra la inmigración irregular, bordeando a menudo la delgada línea roja del Estado de Derecho, constituyen otras de las flaquezas de nuestra democracia y de buena parte de la Unión Europea que nos sigue reservando el papel de gendarmería del sur. Desde los imposibles CIEs, prisiones de juguete para seres humanos que no han cometido delito, a las concertinas de quita y pon que ahora acaba de retirar el Gobierno español de las vallas de Ceuta y Melilla en donde ha habido mortandades que sólo merecieron un carpetazo judicial.

El feminicidio como una de las más oscuras artes, también tiene que ver con esas carencias. El desahucio en vez de procurar las viviendas que la Constitución prometió cuarenta años atrás. Entre las nuevas vulneraciones de los Derechos Humanos habría que incorporar la de los derechos del Clima. Nada más humano que preservar el planeta Tierra para que la especie humana siga viviendo en él. En este raro arte de birlibirloque que empaticemos más con las eléctricas que con los esquimales, con la Catedral de Nôtre Dame frente al Amazonas, nada extraña que haya gente que tenga entre ceja y ceja a Greta Thunberg, la estrella invitada a la sobrevenida Cumbre del Clima en Madrid, la niña sueca que ha logrado convertirse en la Daniel Cohn Bendit de la rebelión contra el cambio climático. Nada que objetar a quienes prefieran a Pipi Calzaslargas o sospechen que puede convertirse a la larga en otro juguete roto como viejos niños prodigio.

Pero, ¿qué decir con aquellos que se afanan en desprestigiarle porque en realidad les interesa desprestigiar su mensaje? ¿Por qué no investigan mejor lo que ella denuncia para que ya no tenga necesidad de hacerlo? Solía decir José Saramago que en una época en la que disfrutamos del mayor número de democracias formales a escala mundial, la globalización nos enseña que el mundo, y nuestro país, sigue gobernado en realidad por grandes lobbies empresariales cuyos consejos de administración no son elegidos por sufragio universal.

Es lo mismo que ocurre con los activistas que denuncian las malas tratas y los malos tratos, la patada en la puerta o la persecución de raperos. Se les invierte la carga de la prueba y se les cuestiona en lugar de cuestionar lo que denuncian. Darle la vuelta a esa tortilla sería una buena forma de conmemorar a diario los derechos humanos. O los izquierdos.

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