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Ladrones de belleza
Toda una parábola de la España contemporánea: intentaron que Cristina Cifuentes dimitiera por mangar sabiduría con un master de la señorita Pepis y lo han logrado por un vídeo en el que se le ve trincar dos cremas anti-edad en un Eroski. Se ve que nuestro país tiene en más alta estima la estética que el conocimiento.
La presidenta dimisionaria de Madrid, que se aferra a su escaño quizá por si la Púnica llama a su puerta, aseguraba que era el pago que tenía que asumir por luchar contra la corrupción en la comunidad. ¿Lo estaba haciendo siete años atrás cuando la pillaron los guardias de seguridad y el circuito cerrado del hipermercado? ¿Eran los tarros de Olay evidencias claras de las corruptelas de Esperanza Aguirre o de Ignacio González? ¿Untaría su contenido en las bielas del coche con que su ilustre predecesora huyó de la policía local tras aparcar indebidamente a la falda de un cajero? ¿Los usaría su otro oponente para regalárselos a quien le financiara el dúplex de Guadalmina? Lo mismo llevaban las huellas dactilares de Francisco Granados, aquel prócer que inauguró la cárcel de Estremera y luego vivió en ella como cliente provisional haciendo bueno el dicho que Luis Carandell atribuía a un antiguo padre de la patria: “Soy partidario de invertir más en prisiones que en colegios, porque a la escuela no voy a volver y cualquier día, en cambio, puedo acabar entre rejas”.
Quizá la señora Cifuentes alegue a su favor la condición de cleptómana, una rara virtud política que atribuyen a la primera dama del antiguo régimen, Carmen Polo, la señora de Meirás y de Francisco Franco, a la que apodaron La Collares por su afición a hacer simpas en las joyerías. Si permitimos que la Fundación que lleva el nombre del dictador vaya por ahí demandando a quienes quieren cambiar el nombre de las calles que encumbran a sus cómplices, no veo por qué vamos a reprochar que la clase política de hoy siga practicando, como entonces, el robo con escalo, el crimen de cuello blanco.
Lo definió perfectamente Fernando Quiñones, por boca de Hortensia Romero, “Legionaria”, allá por 1979: “Quitando a quince o veinte mártires antiguos y gente antigua de la política, y dos o tres de ahora con una verdá y el corazón caliente, a mí me suena la política a un forcejeo y al egoísmo, que cada uno va a lo suyo, mujer, ¡a lo suyo!, que el mundo es malo si lo que quiere la gente es mandar, y eso le gusta a medio mundo. Una cosa que le escuché las otras noches a Luis el de abajo, y que me sonó a mí bien, es que antes estaba la mierda tapá y ahora, con la democracia, destapá. Que es mejor que esté destapá mientras no rebose, pero que sigue habiendo la misma mierda y que el que sea se sigue matando por quitarle al que sea una peseta o un sitio”. Levangelio.
En este quinario madrileño, el problema estribará en si la alumna favorita de la Universidad Juan Carlos I ha tenido que dejar la presidencia por sisar unos cosméticos, ¿qué ocurrirá si, como así parece que va a ser, la primera sentencia de la Gürtel condena al Partido Popular en calidad de partícipe a título lucrativo del Grupo Correa? Esa es una trincalina de mayor enjundia, por más que no haya un vídeo de Ana Mato abriendo su riñonera para mostrar las narizotas de los payasos que la trama enviaba de regalo al cumpleaños de sus niños; ni del presidente Mariano Rajoy sacando del chandal el palaustre con que se hicieron las obras de la sede del PP en Pozuelo o los carteles de las municipales de 2003 en Majadahonda.
Lo mismo terminan culpando a Manuel Fraga, que en paz descanse, como responsable en diferido de la contabilidad en B de Bárcenas, la alfombra roja de las bodas de El Escorial y la destrucción por ouija del disco duro de los ordenadores del partido.
Quizá lo que haya conducido a la dimisión de Cristina Cifuentes no haya sido tanto que la pillen con las manos en la masa, sino la baja calidad del supuesto latrocinio. Lo que tal vez le haya hecho perder por fin el apoyo de La Moncloa es lo cutre de todo este asunto. Nada que ver con la diplomacia del caviar que ha acabado poniendo contra las cuerdas a Pedro Agramunt, que abandonó en otoño la presidencia de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa porque el Gobierno de Azarbaiyán le costeó algo más que un máster o un par de cremas anti-arrugas por blanquear la imagen de dicho país en sus relaciones con la Unión Europea.
Que viene el lobby, gritó alguien y a él lo pillaron viajando a Siria sin permiso de Exteriores. Los sobornos, según dicen y valga la redundancia, eran sobrecogedores. Como los que se presumieron, en su día, con respecto al exdiputado del PP, Pedro Gómez de la Serna, y el que fue embajador en India y portavoz de exteriores en el Congreso de los Diputados con los populares, Gustavo de Arístegui, uno de los mayores expertos de nuestro país en yihadismo, dicho sea de paso.
De ellos ya nadie habla. Y tampoco, dentro de unos meses, los embustes de Cristina Cifuentes en sede parlamentaria o esa secuencia propia de gran hermano en el hiper pasarán al territorio del olvido, sin duda la comunidad autónoma mayor de nuestro país.
Lo mismo el PP vuelve a ganar las elecciones –solo o en compañía de Ciudadanos-- y la policía empleará su tiempo, con mayor denuedo, en encarcelar raperos o tuiteros mientras el comando Moliere seguirá buscando peligrosas camisetas, bufandas o escarapelas amarillas. La prioridad de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado parece haber pasado de la lucha contra el narcotráfico, las imprentas, las urnas de plástico de los bazares chinos y la delincuencia internacional, a perseguir ese maldito color en los estadios donde la Audiencia Nacional permite que pueda pitarse el himno de Granaderos que desune más que hermana a los españoles y muchos españoles.
Berlanga, desde el otro mundo, debería rodar con Azcona un remake de “Todos a la cárcel”. Esto se parece demasiado al cómic de Ximo Abadía, “Frank”, que relata como la mayor diferencia entre la Segunda República y la dictadura estribaba en que, alguna vez, en este país, convivieron aquellos a quienes les gustaban los triángulos, los círculos y los cuadrados, pero pasamos a otro donde se impuso por decreto ley y por ejecuciones sumarísimas la última de dichas formas geométricas.
En esa realidad bipolar parece que seguimos, entre la opulencia de Juan March y el carterismo de los robagallinas. Lo peor no es que Cristina Cifuentes haya pretendido expropiar unos productos de belleza. Lo chungo es que, entre mangantes, totalitarios, bocachanclas, tiralevitas y cretinos de cualquier signo político, pueden robarnos la belleza de la democracia.