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Literhartura

El trío de escritores y guionistas Jorge Díaz, Antonio Mercero y Agustín Martínez, que se ocultaban tras el seudónimo de Carmen Mola, en foto de archivo. EFE/Quique Garcia

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Apuesto a que, si metiéramos en un Relay del aeropuerto a un crítico literario o a una catedrática de Literatura y le pidiéramos que nos indicara qué nombres y títulos de los allí expuestos ha leído o conoce de oídas, apenas sería capaz de reconocer alguna cosa. Acaso, con suerte, señalaría –el dedo tembloroso de emoción- algún clásico publicado en edición de bolsillo. Todo lo demás, mamotretos infumables de pastas duras y cubiertas a cuatro tintas chillonas, le sonaría a arameo. Crítico o catedrática nos explicarían que aquel material no es de su negociado. Sin embargo –curioso- esos libros se venden bajo el marchamo de novela o poesía y en editoriales conocidas, exactamente igual que los de Emilia Pardo Bazán o Juan Ramón Jiménez. Nadie se molesta en aclarar que los novelones que se venden en los quioscos, o los ripios que podemos leer a diario en Instagram, nada tienen que ver con los textos que duermen el sueño de los justos en los anaqueles de bibliotecas y librerías decentes, así se denominen de igual forma. Hasta hace no mucho, la distinción de lo uno y lo otro parecía obvia. De un tiempo a esta parte, la frontera entre la literatura y sus sucedáneos de retaguardia, altamente comercializables, se ha diluido hasta llevar a confundir al respetable. Literatura o literhartura, he aquí la cuestión.

Porque está la literatura de veras y está todo lo demás, los libros ideados al dictado de las variables del mercado. Eso explica, pongo por caso, que Belén Esteban sea una autora rentable del sello Espasa. Tampoco pasa nada con que esto sea así, incluso resulta inspirador. Miren si no a Miguel de Cervantes, que se hizo universal gracias a una novela inspirada en los best sellers de su época (a las que, por cierto, Teresa de Jesús estuvo enganchadísima). Las letras señeras no siempre gustan al público de su tiempo, pues la finalidad del arte no está en agradar. Las de retaguardia, en cambio, triunfan como la Coca-Cola. Pero para querer a Dios no hace falta aborrecer a los santos: textos comerciales y de pasatiempo, como las novelas de tiros, las de Corín Tellado o las colecciones de SuperHumor, la puritica serie B, nos ha dado muy buenos ratos. Si la literatura de retaguardia nos puede alegrar a veces la vida, la de vanguardia directamente nos la cambia. Estremecer la conciencia no siempre resulta comercial.

Que la concesión del Premio Planeta es actualmente un fenómeno comercial eficazmente vestido de fenómeno literario lo sabe cualquiera.

El problema no es que haya textos para públicos más o menos intrépidos o adocenados. Tampoco lo es, o no del todo, que la buena literatura tantas veces tarde en encontrar quien la edite y lea. Aunque sea tarde y mal, el arte literario acaba emergiendo y llegando a las manos de quienes saben apreciarlo. El problema ahora es (¡ay, Discépolo!) que “vivimos revolcaos en un merengue/ y en el mismo lodo todos manoseaos”. Que la concesión del Premio Planeta es actualmente un fenómeno comercial eficazmente vestido de fenómeno literario lo sabe cualquiera. No queda tan claro en otros premios de narrativa y poesía que, en un tiempo muy corto, han pasado de premiar la calidad a apostar por la rentabilidad. Normal que el personal esté a menudo con la dicha hecha un lío.

Digo todo esto a cuento del cuento de Carmen Mola. Desde que le concedieron el millonario Premio Planeta a Jorge Díaz, Antonio Mercero y Agustín Martínez, el trío que ha ideado a Mola y sus novelas, no he parado de escuchar argumentos en los que se mezcla Roma con Santiago, en un ámbito ya de por sí tremendamente confuso y enmarañado. El carajal de inexactitudes, gritos en el cielo y juicios de valor es tal, que me malicio que más de uno ha perdido la capacidad de discernir entre la realidad y la ficción.

Para empezar, Carmen Mola, más que un seudónimo tiene hechuras de heterónimo. De hecho, la han dotado ficticiamente de una mínima biografía y de una voz distinta de la de sus creadores. Hay quien, en un derrape conceptual sin contornos, considera que esto es reprobable. Apaga y vámonos. Por este razonamiento, nos tocaría ahora renegar de la obra de Fernando Pessoa, pongo por caso, que escribió en el más estricto heteronimato. O de Max Aub, por sacarse de la manga a Josep Torres Campalans, cuya obra pictórica ha llegado a exponerse, o de Lorca, por crear a Isidoro Capdepón, autor de poesía técnicamente perfecta pero relamida donde las haya. Para este escritor imaginado por Lorca y su cuadrilla de Granada, hubo quien llegó a pedir que lo nombraran académico de la lengua. Nadie, salvo cuatro rancios, se enfadaron con Federico.

Crear a una autora como mera estrategia de venta es casi tan reprobable como que la marca PatPat venda biquinis con relleno para niñas de cinco años o que Cristina Pedroche dé las campanadas en bragas mientras nos habla de feminismo: mucho.

Hay quien se ha molestado porque el heterónimo, es decir, la autora inventada por tres señoros, sea una mujer. En esta línea, durante estos días le ha caído algún que otro zarpazo memorial a Manuel Moya, creador de Violeta C. Rangel y de su poesía de primera línea. Del mismo modo que ahora hay librerías que devuelven los libros de Mola, de Rangel ya se quemaron libros en plaza pública cuando, en su día, se descubrió que Violeta había nacido del ingenio de Manuel. La poesía nítida, hecha para sacudir, de Violeta C. Rangel nos marcó a toda una generación de poetas de este país. Que se analice “qué ha aportado Violeta a la literatura española y qué ha aportado Carmen Mola”, proponía muy oportunamente Pablo García Casado en los comentarios que hicimos públicos por Facebook varias escritoras y escritores de este país, en los que, unánimemente, destacábamos la excelente calidad poética de la voz de Rangel, así como la honradez del autor y traductor de Fuenteheridos. Si la literatura es ponerse en los zapatos de otro, e invitar a los lectores que se metan en los propios, no veo nada reprobable en crear un heterónimo femenino. Solo hay una cosa moralmente reprobable en la verdadera literatura: escribir mal.

Lo chungo de Mola -además del chorreón de titulares que se han publicado jugando con el apellido- es que todo apunta a que la elección del heterónimo tiene motivos promocionales. Mola, porque vende (y viceversa), imaginarse que es una profe universitaria la que escribe novelas policiacas. Ahí está el quid. Un texto se sigue recibiendo de distinto modo, con más o menos morbo o respeto, según quién sea su supuesto autor (precisamente por ello tantas escritoras se embozaron tras seudónimos masculinos). Crear a una autora como mera estrategia de venta es casi tan reprobable como que la marca PatPat venda biquinis con relleno para niñas de cinco años o que Cristina Pedroche dé las campanadas en bragas mientras nos habla de feminismo: mucho.

Pensar que todo este ruido le ha pillado por sorpresa a editorial o autores sería tan cándido como pensar que el Tangana y la Peluso eligieron inocentemente la Catedral de Toledo para ir a mover su cucu. La promoción del flamante Planeta cuenta con este río de tinta (digital, en mi caso) a su favor. Venderán a mares, habrá quien lea a Mola con ostentación y quienes lo hagan a escondidas -pues no hay nada que fomente más la lectura que leer lo proscrito-. Aquí, mientras Carmen Mola crece en popularidad, preferiremos seguir leyendo a los taitantos autores apócrifos que se sacó de la manga don Antonio Machado.

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