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CONSUMO
Maltratos

Un hombre habla por teléfono junto a un cartel sobre la cancelación de vuelos, en la terminal T4 del aeropuerto de Barajas, en una imagen de archivo. EFE/Chema Moya

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¿Qué me dirían si les contara lo siguiente? Tengo una relación que empezó muy bien hasta que, gota a gota, llegaron las putaditas. Él comenzó, de forma espaciada y sutil, a tensar la cuerda de lo acordado en torno a la fidelidad, la confianza, el dinero, la atención… hasta que me he hartado y le he dicho que adiós, que lo nuestro se ha acabado. Desde entonces, no para de llamarme a todas horas, diríase que de forma obsesiva. Me promete que va a cambiar, me ruega que le dé otra oportunidad, me asegura que no me va a dejar nunca más tirada, me pide que le perdone, me dice que tiene un regalito para mí… ¿Ustedes qué me aconsejan que haga?

Puedo escuchar con nitidez sus voces clamando: “¡Vade retro! No pierdas ni un segundo. Esas son actitudes propias de un maltratador de manual”. Eso haré, gracias por vuestro sabio consejo: acabo de finiquitar mi contrato con un gigante de la telefonía fija, móvil, internet y televisión digital.

No las queremos tolerar, en cierto modo convivimos con dichas malas prácticas y con la resignación de que rara es la empresa o entidad de las que acabo de mencionar con la que no tengamos que estar perpetuamente con la escopeta cargada

Cuando afirmo que no consiento ni normalizo las relaciones tóxicas en mi vida, también lo quiero hacer extensivo a mis relaciones contractuales con empresas de telefonía, eléctricas, bancos, aseguradoras, compañías aéreas, aseguradoras, cadenas de productos electrónicos, franquicias dentales u otros entes que a menudo nos cambian a la chita callando las condiciones de los contratos, no se ponen al teléfono más que cuando les conviene, nos dejan tirados sin hacerse el más mínimo problema, nos engañan, jamás nos escuchan, pasan de las reclamaciones, y, silentes, buscan las trampas a las leyes y decretos que les ponen coto. Todo esto son prácticas de maltrato a las y los usuarios, preferentemente a quienes están a la intemperie (personas mayores o más desfavorecidas o sin acceso a internet). Si bien no las queremos tolerar, en cierto modo convivimos con dichas malas prácticas y con la resignación de que rara es la empresa o entidad de las que acabo de mencionar, con la que no tengamos que estar perpetuamente con la escopeta cargada. Esto es una triste guasa, que nos interpela no solo a cada cual cada vez que sentimos indefensión ante las grandes corporaciones; también al Estado.

Todo ello sucede, además, con los servicios imprescindibles que yo denomino “los cuatro elementos”: luz, agua, gas e internet. También con entidades con las que no nos queda otra que relacionarnos si queremos vivir mínimamente integrados: bancos, aseguradoras, transportes... Hay que hacer un curso-puente para que no te roben la cartera. Esa es, al menos, mi sensación.

La casuística –la de ustedes, la mía, la de cualquiera- daría para un artículo infinito. Hace unos meses, adquirí un altavoz en una gran cadena francesa de productos electrónicos. En el precio –dijo el vendedor- estaba incluido, además de la garantía, un mes de seguro gratis. Procedió a cerrar la venta, me pidió muchos datos, me llegó un sms con un código, me pidió que se lo facilitara, pagué, me dio el ticket, me fui. Ya en casa, me enteré por un mail de que había suscrito, sin ser consciente de ello, un seguro blindado por un año por el que tenía que pagar 30 euros mensuales, que se me cargarían automáticamente a mi cuenta. Si no me percataba de ello en el primer mes, que era gratis, ya no podía rescindirlo. Me di cuenta por los pelos, tras leer varias veces la letra minúscula de un pdf adjunto. Realicé una reclamación formal. ¿Ustedes han recibido respuesta a la misma en los plazos previstos por la ley? Yo, no.

A la Administración no se le escapa que esto sucede de forma atroz cada día a miles de personas que no tienen fuerza suficiente ni voz para cantarle las cuarenta al Hombre Invisible. Pero ¿qué medidas adopta?

Y así podríamos seguir hasta la náusea, contando atropellos de compañías aéreas que te hacen un recargo si haces el checking como toda la vida, en vez de por internet, o te suben el precio de los vuelos en función de a qué huela tu IP. O de dentistas a los que vas para una revisión y sales con una muela menos y un presupuesto en la mano para un implante (sentí el abrazo solidario de la pensadora Remedios Zafra, cuando en uno de los capítulos de Frágiles. Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura cuenta, a modo de parábola de la cultura ansiosa y la libertad de decidir pausadamente y de decir no, exactamente esto mismo). O de bancos donde nuestro padre puso los ahorros de su vida (confiando en el directorzucho de turno, que le juró de boquilla que aquello era un plazo fijo) y acabó sin un duro y además lo llamaron avaricioso por haber suscrito unos bonos evaporables de esos sin tener ni pajolera idea, y a día de hoy no existe ni el dinero, que se lo ha gastado otro, ni el banco al que reclamarle. Cuántas personas humildes en España han vivido esta situación. Por no hablar de dentaduras a medio poner, o cajeros, taquillas y líneas de tren que se han perdido como lágrimas en la lluvia, dejando desaviados a pueblos enteros. En plena pandemia, quienes teníamos un vuelo cancelado reclamábamos el reembolso que nos correspondía por derecho; las aerolíneas no nos lo devolvían para no quebrar. Tuvimos que porfiar sin demasiadas esperanzas. Todo esto pasa y pasaba delante de las narices de la Administración.

Mientras la voz metálica de la compañía a la que llamo me recita su perorata –llevo más de una hora tratando, sin éxito, de hablar y de ser escuchada por una persona- busco salidas a tanta deshumanización, a tanto maltrato, a este trato pasivo-agresivo perpetuo en el que vivimos sin remedio. Lo peor de quienes se pasan de listos es que nos dejan, para colmo, con cara de tontos. A la Administración no se le escapa que esto sucede de forma atroz cada día a miles de personas que no tienen fuerza suficiente ni voz para cantarle las cuarenta al Hombre Invisible. Y, sin embargo, ¿Qué medidas efectivas adopta para atajar dichos abusos, notables y habituales, que burlan la ley y el respeto a la gente? “Soy mayor, no idiota”, decía Carlos San Juan, el jubilado que trató de poner coto al maltrato de los bancos. El maltrato de muchas entidades, grandes compañías y corporaciones nos afecta de forma cotidiana. No sé en qué momento hemos aceptado esta derrota.

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