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Una semana sin pasión

La Semana Santa de Sevilla, una consagración de la primavera

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La popular heladería gaditana de “Los Italianos” abrió temporada regalando su producto más preciado, los topolinos. Le faltó tiempo a la Policía para personarse en el lugar de autos y disolver por protocolo Covid la cola kilométrica que se formó de inmediato, algo propio de un país donde el verso que más se recuerda es el de “a caballo regalado, no le mires el diente”. Observo ahora la misma cola en los accesos de los más populares sagrarios de esa misma ciudad, pero los agentes del orden deben considerar que la sagrada forma exime del coronavirus más que la stracciatella. 

Las variantes de la pandemia se ceban más, como se sabe, con las manifestaciones del 8-M que con las de Vox. Misterios, sin duda, de la virología y del hispanismo, pues se expande la enésima ola de ese efecto secundario de la cepa sectaria del bicho y que provoca que la mitad de los españoles pretenda que la otra mitad no tenga derecho a expresarse, alegando motivos de salud cuando en su caso suele tratarse de patologías previas, relacionadas más bien con la salud mental o con la salud democrática. 

No aborrezco de la Semana Santa por motivos iconoclastas sino personales: estuve a punto de la alferecía aquel tórrido Domingo de Ramos en que mis padres vistieron al niño que fui como penitente de La Borriquita de Algeciras. Así que, habiendo sufrido y gozado al unísono, la magia de los desfiles procesionales en media Andalucía, apreciado sus saetas y sobrevivido a sus bullas, ya no participo de esas muchedumbres en que muchachos engominados juegan a policías y blasfemos; y al paso de las multitudinarias penitencias que de haberse celebrado bajo la distancia social que ahora exigen los protocolos salubres, daría para varias vueltas a España y un Tour de Francia si falta hiciese.  

La Semana Santa sigue siendo la Semana Santa, aunque las restricciones le obliguen a ser más del Jesús que anduvo en la mar que de ese Cristo del madero. La procesión va por dentro, ahora más que nunca. Pero nadie puede detener la primavera, con su tumulto de azahar y de pájaros, con su testosterona a flor de piel de la adolescencia, su astenia del estrés, sus aguas mil o su perpetua luz de domingo.

Se supone que, al cielo con ella, estamos a lo que estamos. Ya sea Semana Santa o Pésaj judío, se trata de celebrar la resurrección de la vida, los seres humanos creyendo por unos días ser mejores, la naturaleza en busca del tiempo perdido bajo el invierno del calentamiento global. Luego, pasa lo que pasa, que la caridad cristiana que es cierto que practican las cofradías se estrella en el telediario con el via crucis de la inmigración clandestina en el archipiélago canario o en la costa andaluza. Que como los muertos no votan, las encuestas también primaverales favorecen a quienes prefieren abrir bares y privatizar hospitales, que contratar rastreadores y dotar a los centros sanitarios. Pero ese es otro calvario, en absoluto estacional.

Que si, que la primavera ha venido y nadie sabe como ha sido pero nos faltan sus aves precursoras, que no sólo son las violeteras, sino también esas remotas imágenes que vienen de antiguo, con sus rostros de cera, como salidas de un cartel de Amnistía Internacional. No me apasionan en sí mismas, pero su pasión sí. El alma fieramente humana que las pasea, la fe en su panteón o en sus creyentes. Como eché en falta los topolinos, aunque prefiera los cucuruchos de fruta. Como lamenté las limitaciones a la algarabía por el ascenso del Cádiz C.F., por más que no entienda de fútbol. Como acérrimo cofrade de los seres humanos, también echo de menos su olor a incienso o a copal, el racheo de las sandalias del silencio, un mudo que hable bajo la luna de Triana, un Rico que libera presos, un Medinaceli que cura maleficios, la esperanza en los ojos de alguien que necesita creer en algo. Aunque sea, como yo, en la primavera. 

 

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