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'Vengo de ese miedo': poner cuerpo y voz al horror de la violencia infantil

Portada 'Vengo de ese miedo' de Miguel Ángel Oeste

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A lo largo de 300 páginas Miguel Ángel Oeste quiere matar a su padre, un mantra que repite una y otra vez, para desconcierto inicial del lector, en el relato autobiográfico Vengo de ese de miedo (Tusquets). Cuando uno concluye esta lectura se pregunta: “¿Por qué no lo has matado?”. O aún peor: “¿Por qué no te mataste tú, cómo conseguiste sobrevivir a las palizas, abusos, humillaciones y vejaciones a los que desde niño te sometió de manera constante tu padre?”. Y tu madre. De hecho, este estremecedor libro arranca con la muerte de ella, a cuyo entierro Oeste (que se ha inventado su apellido para eludir la huella del horror) ni siquiera asistió.

Nunca antes me había ocurrido que al cerrar un libro me quedara sin palabras para describirlo. Siempre encuentro el modo inmediato de transmitir mi descontento o mi entusiasmo después de una lectura. Vengo de ese miedo me dejó tan conmocionado que las primeras palabras no llegaron sino al cabo de varios días. Por qué no lo mataste, Miguel Ángel, por qué no te mataste. Si es verdad el tópico de que un buen libro es aquel al que entras siendo uno y sales convertido en otra persona, solo puedo decir que yo ya no soy el mismo.

En medio de toda esa banalidad narcisista tan propia de la autoficción, un libro de memorias como este, si bien construido con las herramientas de la ficción, reúne algunas virtudes mayores. En primer lugar, porque, a pesar de las atrocidades que desvela, evita con maestría el tono victimista o incluso el escabroso exhibicionismo, males típicos en tantas narraciones confesionales. En segundo lugar, porque ni siquiera señala, juzga o culpa a quienes durante su calvario, y el de su hermano, miraron a otro lado. Y eso no es solo un posicionamiento ético, sino también una cuestión de pericia estilística, un dominio literario que, sin duda, eleva la calidad artística.

Como en toda buena literatura, la verdad se erige por encima de los hechos, y lo de menos es el carácter autobiográfico del libro porque a fin de cuentas trasciende su propia historia

Esta es, de hecho, una de las claves de Vengo de ese miedo. Sin complacencia, sin concesiones y rehuyendo cualquier escena fácilmente lacrimógena, Oeste ha compuesto un texto medido, siempre en equilibrio, que atraviesa al lector sin caer en la truculencia. A la postre, consigue algo que solo un verdadero narrador puede lograr: que la realidad no se confunda con el realismo, que por muy ciertos que sean los hechos expuestos no parezcan inverosímiles, un defecto harto común cuando leemos historias tan centradas en el mero acontecimiento que acaban perdiendo su verdad en favor del morbo.

Aquí ocurre lo contrario: como en toda buena literatura, la verdad se erige por encima de los hechos, y lo de menos es el carácter autobiográfico del libro porque a fin de cuentas trasciende su propia historia. Esto es así porque el libro se acaba convirtiendo en el retrato de una sociedad, de un país y una época concretos. Y, por supuesto, el de una generación que en numerosas ocasiones padeció desde el silencio una espeluznante experiencia que, si bien hoy deja traumatizados de por vida a tantos adultos, al menos se visibiliza. Incluso con leyes específicas. No era así hace cuarenta años. Entonces, sin siquiera protocolos escolares, una maestra podía pasar por alto que las calificaciones de un alumno aplicado se descalabraran estrepitosamente y sin causa aparente. El maltrato es también el silencio de quienes tienen poder para atajarlo. Y si no que pregunten a la jerarquía eclesiástica.

Oeste ha puesto carne, vísceras, dolor y angustia a la frialdad de la prosa jurídica, de las estadísticas, de la distancia creada por cierta ficción o, de manera paradójica, por los titulares de las monstruosidades más noticiables, como la de los abusos sexuales intrafamiliares, que en realidad suponen la culminación de procesos largos y espantosos. Aquí no hay escapatoria. O, mejor dicho, sí la hay, pero no por la puerta de atrás de cualquier truco literario más o menos resultón. Y la hay porque el propio testimonio de su autor, hoy padre de dos niñas, arroja la luminosa certeza de que él encontró la fuga, el aire, la vida.

Si quieran saber cómo lo hizo, darán con algunas pistas en sus anteriores novelas. Después de todo, quizás hoy somos algo mejores.

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