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Sobre este blog

El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) cuenta con 24 institutos o centros de investigación -propios o mixtos con otras instituciones- tres centros nacionales adscritos al organismo (IEO, INIA e IGME) y un centro de divulgación, el Museo Casa de la Ciencia de Sevilla. En este espacio divulgativo, las opiniones de los/as autores/as son de exclusiva responsabilidad suya.

Cuando Tarteso nos miró a los ojos

Fotos: IAM-CSIC

Guiomar Pulido González / Pedro Miguel-Naranjo / Laura Salguero Ledesma

Instituto de Arqueología de Mérida (IAM) —

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Quien de pequeño haya soñado alguna vez con ser arqueólogo ha tenido que visualizar en su cabeza el momento de realizar un gran hallazgo. Ser Howard Carter a punto de entrar en la tumba de Tutankamón o Heinrich Schliemann soltando la Ilíada para tomar entre sus manos el recipiente de cobre en la que se guardaba el tesoro de Príamo. Persiguiendo a Carter y Schliemann, te formas, te autodenominas arqueólogo y te enfrentas tus primeras excavaciones con la ilusión de un niño, para, a continuación, darte cuenta de que la Arqueología es mucho más que piezas vistosas adornando una vitrina. Por ello, de manera inconsciente, mitigas esa fantasía infantil que parece más apropiada para una película de Indiana Jones que para tu día a día en el trabajo. Pero nunca sabes las sorpresas que te esperan escondidas bajo la tierra. Esta es la historia de cómo un grupo de arqueólogos cumplieron ese sueño que tenían de niños.                                 

Estaba amaneciendo, llevábamos apenas dos semanas de excavación en el túmulo tartésico de Casas del Turuñuelo (Guareña, Badajoz) y en la nueva cata abierta todavía nos encontrábamos un par de metros por encima del suelo original del antiguo edificio. Entre el subir y bajar de los picos, apareció en la tierra una piedra de forma extraña. Pasó por todas las manos de los que estábamos en el sector, le dimos vueltas una y otra vez. Un fragmento de escultura era seguro, pero saber qué representaba ya era otro cantar. Algunas ideas saltaron al aire: “una pata de león quizás”. Finalmente, Pedro cogió el fragmento y, bajando el túmulo, se encaminó a dejarlo en el laboratorio que habíamos organizado en una de las naves del yacimiento para que lo limpiaran. A la luz del sol, que ya despuntaba por encima de la sierra de Yelbes, Pedro volvió a mirarlo y las sombras de la pieza dibujaron la forma de un ojo que le devolvió la mirada. Rehízo sus pasos corriendo y gritando a su compañera: “¡Guiomar, Guiomar, tal vez estoy alucinando!”. Al orientar los dos el fragmento no sólo se distinguía el ojo, ahí estaban también la nariz y la comisura de la boca. La primera cara encontrada de la cultura tartésica estaba entre sus manos.

El hallazgo sobrepasaba los límites

Con el fragmento en la mano, Pedro se dirigió al laboratorio. Abrió la puerta con energía y allí encontró a Esther, Andrea y Carla. Pedro aseguró que lo que llevaba entre las manos no les dejaría indiferentes y que, del uno al diez, el hallazgo sobrepasaba los límites. Por eso, hizo ir a sus compañeras a un lugar del laboratorio en el que la luz se proyectara con nitidez para no dejar lugar a dudas de lo que representaba la escultura. En el momento en el que la luz inundó la pieza, no hacía falta una explicación, era evidente lo que sus ojos estaban viendo mientras que la emoción y la alegría era palpable. Siempre se había pensado que la cultura tartésica era anicónica, carente de representaciones humanas. Pero, por primera vez, Tarteso nos miraba a los ojos. Aunque todavía no nos sonreía. Para ello habría que esperar unas semanas más, cuando, entre un estrato oscuro y lleno de carbones, cenizas y ramajes carbonizados nos saludaba a la que denominamos como la “moreneta”. Además de sonreírnos con las facciones más bellas que jamás habíamos visto, nos enseñó cómo se llevaban puestos en su momento los pendientes que años atrás se habían encontrado en el vecino santuario tartésico de Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz). En ese instante comprendimos que las cadenillas de estos pendientes de oro irían por encima de la oreja para compartir el peso.

Ya completamente excavada la habitación donde la encontramos, decidimos “abrir la puerta” que se dejaba ver en el perfil Este de la cata. La incertidumbre de ir excavando nuevas estancias siempre está latente y, de nuevo, en esta ocasión vino cargada de sorpresas. Se iba acercando el final de la jornada de un día a finales del mes de marzo. Pedro y Laura trabajaban en la excavación de un adobe de grandes dimensiones perteneciente al quicio de la puerta. En ese momento, Pedro le intercambió el sitio con su compañera para que ella finalizase su extracción. Justo en ese momento, al cambiar las posiciones, Pedro comenzó a excavar y nada más acercar el paletín a la tierra, se encontró con una piedra, aparentemente sin forma, pero sospechosa.

Fue comenzar a limpiarla y saltó, dejando de nuevo al descubierto otro de esos magníficos rostros tartésicos: “¡Laura, Laura, mira, otra más!”. Era increíble, otra señora venía a terminar de quedarnos boquiabiertos. Para Laura, era la primera vez que estaba presente en el hallazgo de uno de esos fragmentos que habían aparecido a lo largo de la excavación. La emoción era inmensa: “¡Ay, ay Pedro, Pedro, no me lo creo!”. Por ello, fue en esta ocasión Laura la encargada de bajar el fragmento al laboratorio, pero en el camino, se encontró con Sebastián y Esther: “¿Qué tal va ese derrumbe?”, preguntaron. Laura como respuesta sólo dijo: “¡Poned las manos, mirad que bonita es!”. La comisura de unos labios, un rostro fino y una oreja con una arracada doble. La emoción se volvía a apoderar de todos los compañeros. Volvimos al corte a proseguir con el trabajo, cuidadosamente limpiando y alerta. Bastaron unos minutos para que de pronto asomase una nariz entre la tierra rojiza del derrumbe de la puerta.

Pedro y Laura la contemplaron nerviosos, pero esta vez con calma, para no alarmar a sus compañeros y volver a dar una sorpresa con otro magnífico hallazgo. Con avidez, Pedro bajó al laboratorio, para avisar a las compañeras que allí estaban, sólo dijo: “¡Subid las cámaras!”. Todos se preguntaban que ocurría... Rodeada por todo el grupo, Laura fue la encargada de limpiar esa fina nariz. Muy rápido, asomaron unos labios perfectos, con su leve sonrisa. Tarteso volvía a sonreírnos… ¡y de qué manera! Esta vez, la arracada apareció fragmentada. Laura continuó limpiando y exclamó: “¡Sebastián, aquí debajo hay algo muy redondo!” Prosiguió minuciosamente y el resto de arracada que le faltaba al fragmento anterior apareció.

Ya en el laboratorio, los distintos fragmentos iban casando. Esta nueva señora, de tez blanca fue bautizada como la “castúa”. El puzzle se iba completando. Un total de cinco individuos distintos nos observaban con su sonrisa hierática. Tras 2500 años cubiertos por las arenas del tiempo, Tarteso nos miraba a los ojos.

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