Recientemente en una mañana muy tranquila, de esas que pasan desapercibidas para casi todo el mundo, tuvo lugar en la Audiencia Provincial de Granada la celebración de un juicio sobre “prostitución coactiva” como lo llamó uno de mis compañeros juristas encargado de la defensa de las víctimas. Hablo en plural porque en esta ocasión las víctimas eran varias y de distintas procedencias y nacionalidades. Varias y, sin embargo, invisibles, tomadas en bloque por el tribunal, como si se tratara de un todo sin solución, sin remedio, condenado al abismo. Y debe ser éste el motivo por el que la celebración de un juicio de esta envergadura tiene poco interés para la opinión pública, incluso cuando algunas de las víctimas son menores, o que los hechos ocurran a muy poca distancia física de donde vivimos, a veces en nuestro mismo barrio. Digo que el motivo debe ser que los sujetos pasivos del delito eran mujeres, y además extranjeras.
Para quienes estábamos presentes no pasó desapercibido algo que aparecía en el relato de los llamados procesalmente “testigos protegidos”, que en este caso eran todas mujeres extranjeras, rozando la ligera línea del jugársela a ser descubiertas por testificar y contar el infierno en el que habían estado metidas. Todas habían encontrado a través de internet anuncios de trabajo para prostituirse en un piso de Granada, y todas eran obligadas a permanecer en el piso de forma incondicional y estar disponibles para prestar los servicios a cualquier hora, entre ellas había menores de edad. Eran voces de mujeres, voces quebradas, pero muy claras cuando ante la pregunta del juez “¿y usted por qué se prostituye?” casi todas respondían “porque no me ha quedado otro remedio”. Algunas estaban mudas, habían perdido la palabra, tenían el miedo en el cuerpo, se palpaba la desesperación del no poder hacer otra cosa. Y consecuentemente, la normalización por parte de ellas de sentirse destinadas a la precariedad, a la explotación, al abuso. Observé rápidamente algo que percibo cuando semestralmente estudio la jurisprudencia sobre delitos contra la libertad sexual para una revista científica de Derecho Penal, y es precisamente que cuando en estos delitos las víctimas son mujeres extranjeras, sus cuerpos socialmente son despojados de valor. No valen tanto.
La estrategia jurídica de defensa por parte de mis compañeros para mí era importante, se trataba de un caso terriblemente desgarrador e interesante jurídicamente hablando, pero lo era mucho más la evidencia que subyacía como una epifanía de la realidad. Sí. La evidencia que es la desesperación en el cuerpo y la palabra de cada una de esas mujeres. La voz quebrada que viene a poner nombre a lo que desde afuera no hacemos, porque no queremos reconocer, no hay interés en hacerlo, la realidad de estas mujeres. “Porque no nos queda más remedio”, respondían al juez. No les queda más remedio que entregarse a trabajos de explotación de su cuerpo en condiciones humillantes muchas de ellas para conseguir llegar a nuestras fronteras o conseguir el sustento con el que alimentar a sus hijas e hijos. No les queda más remedio porque socialmente están condenadas al olvido, a la marginación.
Por ello, fue muy importante la lección que estas mujeres dieron al tribunal y a quienes allí estábamos. Al margen del Derecho, que sigue su curso en su rumbo procesal, hay una cuestión latente, evidente, primordial que ellas nos enseñaron esa mañana. Dejaron muy claro en sus relatos empapados de terror, que, aunque los criminales que explotan sus cuerpos y los comercializan sean condenados por la justicia española, ellas cargan con una condena invisible, eterna, insoportable: la condena de no ser tenidas en cuenta para dar, para aportar, para compartir su grandeza en esta sociedad que las mal acoge. Sí. Esto es lo tremendamente evidente, la cuestión por la que los desplazamientos de mujeres y hombres de otras nacionalidades a nuestras ciudades son tomados como una amenaza para quienes despliegan discursos de odio, racismo y xenofobia.
Sin embargo, ellas fueron unas maestras apuntalando a lo realmente importante, a aquello que quizás no tenga interés en ver la Unión Europea en sus tratados limitantes de cierre de fronteras, pero que para quienes convivimos y trabajamos en el día a día con mujeres y hombres de otros lugares del mundo es una suerte de liberación, una llave desde la que seguir construyendo la convivencia, las relaciones, el amor y la paz. Porque es imprescindible que les dejemos dar todo aquello diferente que traen en sus mochilas, ampliando el círculo relacional mucho más allá de los centros específicamente creados para la acogida, que muchas veces acaban en el círculo vicioso del aislamiento social. Algo que la pensadora malagueña María Zambrano expresó claramente tras la experiencia de su largo exilio, y que traerlo ahora es fundamental para entender muchas de las cosas que están ocurriendo:
“Ni siquiera fuimos acogidos en ninguna de ellas como lo que éramos, mendigos, náufragos que la tempestad arroja a una playa como un desecho, que es a la vez un tesoro. Nadie quiso saber qué íbamos pidiendo. Creían que íbamos pidiendo porque nos daban muchas cosas, nos colmaban de dones, nos cubrían, como para no vernos, con su generosidad. Pero nosotros no pedíamos eso, pedíamos que nos dejaran dar. Porque llevábamos algo que allí, allá, donde fuera, no tenían: algo que no tienen los habitantes de ninguna ciudad, los establecidos: algo que solamente tiene el que ha sido arrancado de raíz”.
Ana Silva Cuesta, Jurista. Investigadora de la Universidad de Granada y voluntaria en el equipo jurídico de Andalucía Acoge
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