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80 años de la fuga de los presos republicanos de la prisión turolense de Capuchinos

El convento de Capuchinos en el año 1940, cuando se puso en marcha su uso como cárcel

Isabel Traver

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De lo que sucedió la tarde del 18 de enero de 1942 existen varias versiones. Para unos, apenas fue un intento irrelevante de huida, para otros un episodio de horror y solo para los menos supuso la tan ansiada libertad, no desprovista de miedo, cabe señalar. Sin embargo, entre los diferentes relatos, algunos datos sí parecen claros: doce presos de la cárcel de Capuchinos, en Teruel, trataron de huir, logrando cinco de ellos escapar por la puerta principal. El resto de sus compañeros no corrieron la misma suerte y fueron, o bien abatidos en su intento de fuga, o bien arrestados, juzgados instantáneamente, condenados a muerte y fusilados. Buenaventura Navarro, historiador afincado en Sagunto, ha investigado los hechos que rodearon esta evasión de la cárcel turolense. 

La primera versión, la oficial, apenas relata los pormenores de esta fuga histórica. En el acta de la Junta de Disciplina de esta prisión, presidida por su director, García del Busto, este hace alarde de “la disciplina y el orden” que se mantuvo durante el suceso y añade: “habiendo sido solo un grupo de desesperados los que intentaron la evasión, permaneciendo toda la población reclusa dentro del más perfecto orden…”. Pero existen otras narraciones, las de los reclusos que fueron testigo de los hechos desde la prisión, mucho más crudas y grotescas. 

Emilio Manzana, preso en Capuchinos cuando se produjo la evasión lo describe como “uno de los momentos más desagradables, más dramáticos, más espeluznantes y que, mil años que viviera, no se iría de mi mente y reproduciría con la misma nitidez que aquel fatal día en la prisión de Teruel [...] ante el espectáculo que ofrecían los compañeros fusilados en el patio de la prisión por el cruel delito de haber querido alcanzar la libertad”. En este escrito autobiográfico, al que pudo acceder Navarro, relata como hacia las cinco de la tarde los presos que se encontraban en las salas oyeron revuelo en el patio, escucharon gritos y disparos y como él mismo supo enseguida que se estaba produciendo una fuga. 

Poco después se lo confirmarían los compañeros que no habían logrado huir y a los que hicieron volver a las respectivas habitaciones. “Una vez en las salas, permanecimos firmes y bajo estrecha vigilancia todo el tiempo que les dio la gana y entre gritos y amenazas de los ‘oficialitos’, nos ‘chaparon’ hasta la mañana siguiente que se iba a dar un castigo ‘ejemplar’. No se si hubo o no juicio sumarísimo, eso sí, por la mañana, no puedo precisar la hora, se nos obligó a formar en las salas y se procedió en el patio de la prisión al fusilamiento de nuestros compañeros. Se oyó la fatídica descarga y a continuación los tiros de gracia. Después, entre injurias y empujones, nos hicieron desfilar delante de los cadáveres todavía calientes de nuestros compañeros fusilados”, relataba.

Otro preso, José Soler Sanz, un vecino de Cella (Teruel) que se encontraba en Capuchinos cuando se produjo la fuga, relató de primera mano a Navarro como sus compañeros se apropiaron de algún arma y amenazando con ellas pudieron llegar a la puerta principal de la cárcel. También el horror que supuso tener que formar ante los cuerpos de sus compañeros. 

Vicente Buj Monterde, Víctor Gómez Martínez, Lorenzo Tonda Escorihuela, Antonio González Blesa, Alfonso Íñigo Cano, Emiliano Leal Fernández y Benjamín García Mora, son los nombres de los presos que no lograron su objetivo. Por otra parte, no hubo bajas, ni heridos entre los guardias de la prisión en esta fuga, pero el castigo no fue menor por ello.

Los fugitivos

En cuanto a los cinco fugitivos –Antonio Ros, de Villastar (Teruel); Inocencio Villanueva, de Plenas (Zaragoza); Joaquín Hernández, de Visiedo (Teruel); José Moya, de Utrillas; y José Pinilla, de Orea (Guadalajara)– cada uno corrió una suerte distinta. Villanueva y Moya fueron apresados poco tiempo después, mientras que los restantes pudieron rehacer su vida.

A Inocencio Villanueva se le condenó a 12 años de cárcel por la fuga, además de una pena de muerte por “adhesión a la rebelión” por sus actos durante la guerra, aunque esta última se le conmutó por 30 años de prisión. José Moya fue condenado a seis años de cárcel por “insulto a fuerza armada” – debido al intento de fuga– y a otro recluso implicado en la huida, Santiago Báguena, que fue descubierto y detenido antes de que sucedieran los hechos, también se le impuso una pena de ocho años por este mismo delito.

En cuanto a los tres prófugos que lograron la libertad, Navarro solo pudo conocer los avatares de José Pinilla, a quien entrevistó personalmente. “Tras la fuga pasó siete años en libertad y en ese tiempo se  mantuvo en la clandestinidad, viviendo con nombres falsos junto a su familia por varios lugares de la geografía española. Finalmente fue detenido de nuevo por la policía franquista el 13 marzo 1949 en las inmediaciones de Olot (Girona), cuando preparaba su paso a Francia”, explica. 

A lo largo de su vida pasó más de 11 años en las distintas cárceles, hasta su liberación condicional en enero de 1958. Al salir de su última prisión, pudo reingresar a trabajar en la factoría siderúrgica de Altos Hornos en Puerto Sagunto, en el Taller eléctrico, hasta su jubilación. Falleció en 1997.

La prisión de Capuchinos

La crudeza de los combates que asolaron Teruel en el invierno de 1937 y 1938, dejaron la ciudad en penosas condiciones, con un tercio de inmuebles completamente destruidos, y otro tercio con afecciones más o menos graves. Al finalizar la guerra, el espacio que hasta entonces se había utilizado como cárcel estaba en ruinas y el número de prisioneros del bando sublevado se cifraba  en unos 3.000. 

Fue entonces cuando se eligió el Convento de Capuchinos, situado a orillas de la carretera Zaragoza, como lugar de encierro. En noviembre de 1939, el superior de los Padres Paules, hasta entonces dueños del convento, y el administrador de la Diócesis de Teruel firman, junto al comandante de ingenieros de Regiones Devastadas, un acuerdo de arrendamiento en el que daban su consentimiento para que dicho espacio se dedicase “a los fines que [las Autoridades] juzguen convenientes” y se hicieran “las modificaciones oportunas”.

En marzo de 1940 los propios reclusos trabajaron para acondicionar el espacio que luego sería su prisión. “Allí se instalaron unos 450 presos, a pesar de que la capacidad real era de 200 personas”, explica el historiador, Serafín Aldecoa, que subraya el hacinamiento y las pésimas condiciones de vida a las que estaban sometidos.

Capuchinos se acondicionó de forma precipitada por el interés de la Dirección General de Regiones Devastadas para alojar a los presos que habían de pertenecer a los batallones de trabajadores que redimían sus penas colaborando en la reconstrucción de la ciudad. En la cárcel hubo dos destacamentos penales, afirma Aldecoa, el n.º 171 y el n.º 75. 

Aunque esta fue la evasión más célebre y numerosa, no fue la única que protagonizaron los presos de este antiguo convento. El 22 agosto de 1941 el director de esta misma prisión envió un oficio al Gobernador Civil indicándole que los prisioneros, Joaquín Torrens Vilabella, Gabriel Arroyo Llamas, –ambos condenados a 20 años– y José Fontanillas Serra –condenado a 15 años– se habían “evadido de los tajos de donde trabajaban”.

La cárcel de Capuchinos cerró definitivamente en 1951, cuando se trasladó a los presos a la actual prisión, a solo unos metros de distancia.

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