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Hay años que se recuerdan por lo que ocurre y otros por lo que se repite. En Aragón, 2025 pertenece claramente a los segundos cuando se mira desde la vida de las mujeres. No ha sido un año de rupturas ni de conquistas espectaculares, sino de continuidad. Y la continuidad, cuando habla de desigualdad, tiene algo inquietante: revela hasta qué punto ciertas cosas siguen considerándose normales.
La igualdad, vista desde lejos, parece un asunto bastante ordenado. Hay leyes, planes, discursos, días señalados en el calendario. Pero cuando se baja al detalle —al tiempo, al dinero, al cansancio— el dibujo se vuelve más irregular. Las mujeres siguen teniendo peores ingresos de media y continuan asumiendo la mayor parte de los cuidados. No es una anomalía estadística, es una estructura que se reproduce con constancia.
En Aragón, las diferencias territoriales siguen marcando el mapa de la desigualdad. En las ciudades, la brecha salarial se disimula con complementos y trayectorias fragmentadas; en el medio rural, se vuelve más directa y cruda. Allí donde faltan servicios, son las mujeres quienes sostienen la vida cotidiana, muchas veces a costa de su propia autonomía. No hay épica en eso, sólo una repetición silenciosa que rara vez ocupa el centro del debate político.
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