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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Deseo de ser pirata

Pablo Lópiz Cantó

Agosto avanza. Alguien lee. Quizá en una de esas ciudades de interior que se han quedado medio vacías y en las cuales, al atardecer, la gente se sienta junta a la espera de un soplo de aire fresco que demasiadas veces no llega. Han recompuesto las siempre frágiles redes de amistad a partir del hueco dejado por aquellos que se han marchado a disfrutar de otras geografías. Alguien lee. Tal vez en una playa, bajo un sol que trata de superar la capa de crema protectora y rozar la piel desnuda. Puede ser que en un tren que se mueve demasiado rápido, que como una cápsula espacial atraviesa el espacio a casi 300 kilómetros a la hora. Alguien lee el breve relato de Kafka, Deseo  de ser piel roja:

“Si uno pudiera ser un piel roja siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo”.

El texto de Kafka, en su brevedad intensa, expresa como pocos ese deseo de transformar la propia vida, lo que somos, el deseo de ser otro, que a todos nos arrastra. Lo impulsa hasta su límite, hasta el punto en el que el jinete se confunde con el caballo y ambos se disuelven en el paisaje, como el lector que, fijos los ojos en el libro, se sumerge en la aventura hasta desaparecer entre las letras, hasta convertirse en ese cualquiera que en la narración respira.

El verano es un tiempo propicio para la lectura. Es un tiempo en el que se entreabre la posibilidad de contemplar otros horizontes, imaginar otras posibilidades, deshacerse de las cadenas que nos atan como el piel roja de Kafka se deshace de las espuelas y de las riendas. Uno podría desear ser un tuareg en el desierto, un nómada de las estepas, el bohemio que escribe junto a su botella de absenta. Uno podría desear ser un paracaidista en plena caída, un espía secreto, en la guerra civil una miliciana.

Pero el deseo de ser pirata nos sitúa más allá de la aventura personal, de las emociones intensas, de la búsqueda de esa diversión veraniega que nos devuelve siempre finalmente, una vez más, a las obligaciones impuestas. Porque decir nuestro deseo de ser pirata es sólo otra forma de decir nuestro deseo de democracia.

Es habitual referirse a la Antigua Grecia cuando se habla de la invención de la democracia. Y, sin duda, hay mucho que aprender de los griegos. Sin embargo, nuestro concepto democracia, nuestro deseo de una sociedad plural más justa e igualitaria, le debe menos a estos que a aquellos bucaneros que a principios de la modernidad y hasta el siglo XVIII construyeron sobre el mar un orden social capaz de escapar y de resistir a las formas despóticas de los estados coloniales y al auge capitalista. Nuestra democracia surge en los barcos pirata. En una época en la que, gracias al comercio transatlántico de café, azúcar, productos manufacturados y, sobre todo, esclavos, el barco se había convertido en la gran máquina de producción de beneficios económicos (en una fábrica flotante y móvil), pero, también, a través de una calculada administración del terror, en una afinada tecnología política de domesticación de los cuerpos y las almas (en una cárcel sin otros muros que el mar). Fue entonces que los piratas formaron comunidades no jerarquizadas, multirraciales, en las que las decisiones se tomaban consensuadamente entre todos los miembros de la tripulación y los botines se repartían de manera igualitaria.

En un tiempo es el que los comerciantes, ávidos de dinero y con la ayuda de los estados, se lanzaban en razzias a la caza de hombres, mujeres y niños, tanto en las costas de África como en los barrios pobres de los puertos de Europa; cuando se condenaba por igual al campesino rebelde, al hereje y al vagabundo, y se vaciaban las prisiones para llenar los barcos y las colonias; cuando el reclutamiento forzoso era sólo una forma escasamente velada de secuestro masivo; los motines en el mar y la organización de flotas rebeldes fue el experimento más radical de darle la vuelta al mundo, a una organización social fuertemente jerarquizada e, incluso, de poner patas arriba el modelo de explotación capitalista.

Pobres de todas las naciones y ya de ninguna, presos huidos, soldados desertores, proletarios del mar, antiguos esclavos, irlandeses, españoles, negros, nativos americanos e, incluso, algunas mujeres, no muchas pero sí rebeldes, izaron la bandera negra con la calavera en el centro y las tibias cruzadas. Los barcos pirata, junto con las comunidades de cimarrones, de esclavos huidos que, al otro lado del Atlántico, en muchos casos se unieron a los nativos, formando comunidades cultural y políticamente mestizas, fueron los laboratorios de la democracia radical moderna: fuerte limitación del poder de los jefes, que podían llegar a ser ejecutados en caso de oponerse a la comunidad democráticamente organizada, reparto equitativo de los alimentos y del licor, pero también de unos beneficios que no se acumulaban sino que disfrutaban entre canciones al pisar algún puerto, sistema colectivo de ahorro para la protección de enfermos y heridos.

Frente a las condiciones de vida y trabajo de los marineros de los barcos comerciales o de la armada, duramente sometidos a la disciplina del terror y la horca, el deseo de ser pirata se extendió como el fuego en un campo de hojas secas. Proliferaron los motines a bordo, pero también se extendió la noticia hacia tierra firme, desde los puertos hasta el interior de los continentes. A un lado y otro del océano Atlántico el mundo ardió en su sed de democracia. 

Ahora que agosto avanza y los sueños se desperezan, con septiembre en el horizonte y sabiendo que, algo más allá, nos esperan unas elecciones generales en las que nos tendremos que enfrentar, una vez más, a los intereses de las élites políticas y financieras, tal vez pudiese despertar en nosotros el deseo de ser pirata y, parafraseando a Kafka, decir aquello de si uno pudiera ser un pirata, navegando sobre un barco veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la mar estremecida... Si uno pudiera ser pirata y vivir con piratas y reinventar la democracia...

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