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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

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La vanidad política

Gentes de Apoyo y Opinión

Veo a nuestra clase política entregada a alambicadas negociaciones en las que tras el juego de las obligadas transacciones terminan acordando, como siempre, muy poco o lo contrario de lo que prometieron. Oigo en las tertulias que estas cosas son propias de las democracias avanzadas e incluso uno de los mayores méritos de nuestra civilización. Sin embargo, en la calle, donde no abundan los matices y se suelen mezclar churras con corrupción o merinas con demagogia, hay hartazgo con la política misma. Esta sensación, aunque esté falta de articulación y discurso, apunta a cierta verdad.

En las sociedades primitivas saben, como nosotros, de la peligrosa tendencia de ciertos individuos a dejarse arrastrar por la vanidad, querer sobresalir entre las gentes con las que conviven y convertirse en líderes. Sin embargo disponen de distintos mecanismos que permiten tener contenido o atado ese impulso, bloqueando así la posibilidad de que el poder quede fijado de un modo estable e irreversible a ciertos sujetos, lo cual también terminará impidiendo que aparezca la política, un subconjunto de la acción social no sólo superior a otras sino que ha terminado absorbiendo al conjunto.

En Nueva Guinea, por ejemplo, quienes quieren convertirse en un mumi o “gran hombre”, deben entregarse prácticamente todo el año a la acumulación de alimentos para organizar grandes fiestas con las que obtendrán un reconocimiento por parte de sus iguales. El problema es como que ese prestigio tiene una duración limitada, para renovarlo habrá que organizar más fiestas y también mejores que las de los competidores. Este mecanismo es similar al potlatch, descubierto entre los Kwakiutl de la isla de Vancouver pero presente en otras muchas sociedades tanto primitivas como antiguas. Aquí los sujetos vanidosos tienen que acumular riqueza y quemarla, obteniendo más prestigio quien más alto eleve la columna de humo. Si los mumi están obligados a redistribuir la riqueza, con el potlatch se logra el mismo objetivo destruyéndola. Curioso y astuto mecanismo que en ambos casos obliga a desprenderse de algo bien tangible que podría proporcionar poder (la riqueza acumulada) para recibir a cambio algo inmaterial y además provisional. Sin embargo, es tan fuerte la vanidad que quien se deja arrastrar por ella puede caer en trampas incluso peores.

Posidonio dejó escrito que entre los celtas, las competiciones de entrega de regalos a las que eran tan aficionados, podían terminar con uno de ellos quitándose la vida para ponerla por encima de un obsequio que no podía superar. Entre los yanomami de la selva venezolana, uno de los pueblos más belicosos del planeta, también los vanidosos están frecuentemente abocados a trágicos destinos. En este caso quienes quieran sobresalir deben convencer a algunas de sus gentes para embarcarse en guerras contra los vecinos pero a condición de dar a su “ejército” todo el botín. A cambio, de nuevo, los pretenciosos cabecillas obtendrán prestigio. Pero como dicho premio también será provisional estarán obligados a entregarse a más guerras para renovarlo y no será extraño que mueran en alguna de ellas. De modo que el premio del prestigio se obtiene a cambio de la condena a muerte del guerrero, embrión de jefaturas y realezas.

Podría parecer que en sociedades más complejas, con esferas políticas vueltas independientes y ciertas posiciones convertidas ya de un modo estable e irreversible en superiores, la gente ha perdido frente a lo político. No es así. También hay en ellas contundentes mecanismos encargados de cortar por lo sano la tendencia de los líderes y jefes a volverse celestes. En muchas sociedades se obligaba a que los Reyes desaparecieran tras un tiempo determinado. En la cultura minoica, por ejemplo, debían hacerlo después de un mandato no superior a 9 años. En Sudán eran más drásticos, pues los sacerdotes se ocupaban de dar muerte al rey después de un periodo de 7 años o si las cosechas o los rebaños se malograban. Más lejos llegaban al sur de la India, en Malabar, la actual república de Kerala, donde el Rey tenía que sacrificarse a sí mismo al final del espacio de tiempo que necesita el planeta Júpiter para dar la vuelta al zodíaco, 12 años. Encima de un andamio y frente a la multitud, el Vanidoso cogía algunos cuchillos muy afilados y empezaba a cortar trozos de su cuerpo y los arrojaba por todas partes hasta que perdía tanta sangre que empezaba a debilitarse. Entonces se cortaba la garganta.

El hartazgo político que sobrellevan las gentes de nuestro mundo es el resultado de la autonomía e independencia de la política, una esfera que sanciona el poder estable e irreversible de una clase de individuos sobre otros y cuyo combustible principal es la vanidad. Que la composición de las clases cambie o que las élites se renueven no parece afectar al sentimiento del gentío. Los antiguos y primitivos sabían conjurar ese peligro. Nosotros lo hemos olvidado. No tengo claro que esto sea un progreso.

* José Ángel Bergua, miembro de Gentes de Apoyo y Opinión (GAO)

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