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Sara Acosta

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Una mañana de finales de junio de 2020, a pesar del sofocante calor y de la mascarilla incrustada en la cara, Santiago Martín Barajas camina con paso decidido por la ribera del río Manzanares, en su tramo urbano por Madrid. No lleva 20 minutos de ronda de vigilancia, cuando le sobreviene el primer disgusto. “Coño, una bicicleta”. El ecologista asoma la mitad de su grueso cuerpo por la barandilla que protege de los nueve metros de altura que hay hasta el lecho del río. Ahí abajo, en medio de un discreto bosque de ribera que hace cuatro años no estaba, yace una bici de alquiler del Ayuntamiento que alguien ha tirado. “Esas bicis cuestan al menos 2.000 euros, y sacarla de ahí, ni te digo. Ves como siempre hay que estar atento, espera, que llamo”.

Este turolense de 58 años y ecologista en activo desde que tiene 17, aceptó que esta periodista fuera su sombra durante un par de días. “¿Que cómo es la vida de un activista?”, preguntó con una carcajada ante la propuesta de seguirle en todos sus pasos. “Pues a veces, jodida”. Él dice que primero es militante en ecologismo y después ingeniero agrónomo. Terminó la carrera en 1988 sabiendo ya que pondría su pasión por delante de su profesión, y que la ingeniería le ayudaría a defender argumentos ambientales, considerados cosas de ecologistas por quienes aprueban embalses, carreteras, urbanizaciones de cientos de chalets y lo que haga falta, donde sea. De fondo estaba el desarrollismo de los 80, y quienes tenían el poder acusaban al incipiente ecologismo organizado de colocarse contra el progreso. Resulta paradójico que, en esa tensión, la estrella de la tele fuera el naturalista Félix Rodríguez de la Fuente.

Martín Barajas ha parado a lo largo de 40 años, a su paso por diferentes organizaciones ecologistas, la construcción de más de 60 embalses, reducido la superficie urbanizable en 50 municipios de Madrid, asesorado a la Guardia Civil en los primerísimos pasos del Seprona, convencido a un ministro de expropiar una estación de esquí ruinosa para recuperar la montaña, persuadido a otro de que incluyera como delito las construcciones en suelo no urbanizable en la reforma del código penal, ampliado leyes de protección de la naturaleza o ayudado a que el monte público no sea el coto privado de caza de un puñado de personas.

Bajo la solanera en Madrid, avanzamos en la ronda que Martín Barajas se autoprograma más o menos cada dos semanas para supervisar cómo va la renaturalización del río Manzanares. El proyecto, que él propuso al Ayuntamiento y que activó como miembro de la organización Ecologistas en Acción en 2016, consistía en abrir las compuertas de las nueve presas que atrapan el río a su paso por la ciudad para dejar que el agua corriera libremente.

La transformación ha sido tan espectacular que lo mismo se está desarrollando en otras ciudades del país. “Mira, un galápago; y esos árboles, ya tienen cuatro primaveras y miden más de diez metros, han nacido solos, chica, solos. Qué bonito está todo”. La pausa para extasiarse dura unos cinco segundos; “hay que seguir”. Mientras se da crema solar en el “pescuezo”, concede un tiempo extra para contar que la gente del barrio a veces le para porque ahora sí disfruta de estos cinco kilómetros de río en el corazón de la ciudad. “A mí lo que más satisfacción me da es pensar que dentro de cien años, cuando ya nadie se acuerde de nosotros, los que vengan después podrán disfrutar de esto, o de algún valle que salvamos, con sus ríos, sus bosques y sus prados. Eso es bonito, merece la pena”.

En diciembre de 1986, cada vez que en el pueblo leonés de Riaño sonaban las campanas, a los vecinos se les ponía un nudo en la garganta. Suenan las campanas, vienen a traer las actas de ocupación. Suenan las campanas, van a talar los árboles. Suenan las campanas, van a demoler algo. Nadie en este valle podía imaginar que los que deciden llenarían de agua el otro lado del muro construido en 1965 y que afectaría a los pueblos de Riaño, Burón, Pedrosa de Rey, La Puerta, Salio, Huelde, Anciles, Vegacerneja y Éscaro. Pero llegó el día en el que la Junta de Castilla y León despertó de nuevo el proyecto y el Gobierno de Felipe González decidió inundar estos nueve pueblos aprobando la presa en un Consejo de Ministros de 1985 como una obra de interés público. Martín Barajas tenía 24 años aquel diciembre y supo que en España aún se usaban madreñas cuando vio caminar dentro de esos zapatos artesanos de madera a una pareja de ancianos que abandonaba su casa en Riaño a golpes de la Guardia Civil. “A la iglesia, como no podían tirarla con la excavadora, le metieron explosivos y la dinamitaron”, recuerda de los diez días que pasó en el pueblo junto al concentrado de idealistas que como él pensaba que solo por agitar el sentido común aquello pararía; dormían en sacos, sobre el suelo, dentro de las casas que ya habían sido desalojadas.

La movilización en contra de la presa fue masiva, en ella se alegaba lo que después ha resultado tal cual: se echaba a la gente a palos de sus casas por anegar nueve pueblos para un embalse proyectado hacía más de un siglo que no serviría. Pero la demolición no paró. “Cuando estábamos allí un tipo se voló la cabeza con una escopeta al saber que no había marcha atrás, que se tenía que ir”, recuerda. Ese valle no se salvó, pero entre los jóvenes que acudieron al pueblo de León y que después han desarrollado el movimiento ecologista en el país –también estaba en Riaño su amigo Juan López de Uralde, quien fuera secretario ejecutivo de Greenpeace España y uno de los fundadores de Equo– coinciden en que aquel brutal despertar al conflicto entre los intereses para las personas y los económicos encendió la mecha. “Aquello nos marcó muchísimo y otros valles se han salvado por aquella experiencia”, rememora Martín Barajas.

En las cinco horas que empleamos para recorrer una parte del río hasta la mítica Casa Mingo, una sidrería centenaria, el ingeniero agrónomo levanta el teléfono unas diez veces. A la altura del estadio de fútbol Vicente Calderón, del que ya solo queda un hilo de su fachada, se lleva las manos a la cabeza y marca el número del presidente de la Confederación Hidrográfica del Tajo: “Antonio, soy Santi. Los del Calderón han vuelto a las andadas, están tirando otra vez escombros dentro del río, las mallas de protección están totalmente destrozadas y están cayendo cascotes fuera de la zona protegida, que por cierto la han ampliado, claro, así no fallan”.

Unas semanas antes, en otra ronda, Ecologistas en Acción denunciaba que por la demolición del estadio se estaban tirando enormes pedruscos al río. Los operarios se lo tomaron entonces con más calma y continuaron deshaciéndolo como un mecano. Pero hoy, el rugido de las piedras al caer tiene a varios espectadores grabando con las cámaras de sus teléfonos móviles. Martín Barajas se entera de que en la obra tienen prisa, cada día de demolición cuesta dinero y está acelerando.

Después llamará a la técnica del Ayuntamiento con la que suele tratar los temas del Manzanares y con la que parece llevarse bien, al coordinador de medio ambiente y, finalmente, al jefe de obras. “Hola, soy Santiago Barajas, ¿te puedo tutear?”.

“Lo que se necesita para esto es tesón, a mí me gusta ganar, pero no ganamos todos los días, ni mucho menos”. Él araña la perseverancia a su tiempo personal. Este hombre que ha estado en más de 500 campañas, muchas de ellas promovidas por él mismo, que ha redactado decenas de informes, dedicado tiempo a hacer pancartas, a manifestaciones, a acudir a congresos internacionales, a reunirse con la Administración, a recorrer el país, no ha recibido nunca dinero de una organización ecologista. Tampoco de Ecologistas en Acción, de la que fue uno de los impulsores y de la que sigue formando parte. “Siempre me ha gustado la vida al margen del tema, y creo que es muy bueno hacerlo. No vivir del ecologismo, así nadie te condiciona. A estos [los del Calderón] los he llamado y no me corto un pelo”.

No sabemos vivir sin conocer el nombre de los jugadores de fútbol, del político que se enredó en su enésima verborrea o del último influencer en YouTube. Sin embargo, la gente en general desconoce la identidad de los cientos de personas que, como Martín Barajas, anónimamente, se movilizan como las hormigas, en grupos organizados, para proteger bienes esenciales como respirar un aire limpio, alimentarse de peces que no coman plástico o proteger la biodiversidad, la cual a su vez cuida de los humanos. Y lo hacen a pesar de la Administración.

El libro que este ingeniero ha publicado a propósito de sus 40 años como ecologista, Río arriba, narra a lo largo de 200 páginas el empuje de muchos para proteger lo común de la inercia y el desinterés de la política por el impacto ambiental de la actividad humana. En él cita alguna excepción, como la exministra de Medio Ambiente con el PSOE y actual presidenta de este partido, Cristina Narbona, o el exconcejal de Medio Ambiente de la Comunidad de Madrid con el PP, Carlos Mayor Oreja. Y pocos más.

Son las 8:59 de la mañana y Santiago espera en el aparcamiento junto a una estación de metro del sur de Madrid, los dedos de las dos manos sobre su teléfono móvil. “Estaba poniendo un tuit, cada día publico uno a primera hora de la mañana”. Su generación es cien por cien analógica, pero decidió entrar en esta red social porque le parece muy útil, dice, para presionar más. Tiene 14.000 seguidores y el tuit en el que alertaba de los escombros del Calderón sobre el Manzanares encadenó 641 retuits.

El GPS marca una hora y 44 minutos hasta el pueblo Aguilafuente, en la provincia de Segovia, donde ha quedado con vecinos y ecologistas locales para que le guíen por la zona y le expliquen hasta el último detalle de un proyecto de embalse pendiente desde 1994 y que tiene en vilo a varios pueblos. Se están haciendo las alegaciones al Plan Hidrológico del Duero y es el momento idóneo para “darle jaque mate”, dice en el camino. “Hay que coger el proyecto al principio, si no, no te comes una rosca”, sentencia.

Al parecer, según le han adelantado, el plan oficial es que la presa sirva para los regadíos que ahora reciben agua subterránea, contaminada con arsénico porque el acuífero está sobreexplotado. La idea es regar con el agua del río Cega y en el proyecto se añaden algunos usos más: abastecer a 15.000 habitantes, generar electricidad, proteger de posibles avenidas. “En general, cuantos más usos se atribuyen al proyecto de un embalse, más inútil suele ser”. Al llegar, observando el lugar, se pregunta: “Pero, ¿dónde van a poner la pared? ¡Si esto es plano!”.

“Todo esto quedaría inundado por el agua” es la frase que más se pronunciará durante el recorrido por las 700 hectáreas que ocuparía el embalse. Hay frondosos bosques de ribera, y en el río truchas, cangrejos y nutrias. Por estos parajes, que la ley reconoce de utilidad pública, corren corzos, lobos, ciervos, jinetas, zorros y gatos monteses. Llegamos a un gigantesco pinar de pino piñonero. Resulta que esta zona es conocida por su actividad resinera. Unos cubitos de metal incrustados sobre las cortezas de los árboles rebosan de este sudor natural que se recoge y luego sirve para fabricar aguarrás, barnices, perfumes o adhesivos.

Pino a pino, el pueblo de Aguilafuente, de 587 habitantes, ingresa 60.000 euros limpios al año con la resina. El embalse mataría una actividad rentable. La conclusión de Martín Barajas: “Es una obra que no va a ser útil, para dar de beber a 15.000 habitantes necesitas 1,5 hectómetros cúbicos de agua, no 44. Es matar moscas a cañonazos. El proyecto en realidad solo sirve a los regantes, a consolidar nuevos regadíos”. En España hay 1.250 grandes embalses, es el país de la Unión Europea que más de estas obras tiene y el quinto del mundo. “Si aquí no hubiera embalses habría que construirlos, porque el sistema hídrico es muy irregular, pero se han pasado de frenada”, analiza el ingeniero agrónomo. Ya no hacen falta más, explica, pues los más eficaces se levantaron en los años 60. “Es la infraestructura que más impacto tiene porque todo lo que queda dentro del vaso desaparece para siempre”. En España hay más de 500 pueblos debajo del agua; el número de desplazados durante el siglo XX por los embalses supera las 50.000 personas.

De todos los líos en los que se ha metido, el que más satisfacción ha dado a este ecologista es haber contribuido a recuperar la montaña de Peñalara, el pico más alto de la Sierra de Guadarrama que comparten las provincias de Madrid y Segovia. Hoy no queda ni rastro de la estación de esquí Valcotos que estuvo operativa parte de los 70, los 80 y los 90; perdía dinero porque no había nieve suficiente, y aún así, los propietarios consiguieron una sentencia favorable del Tribunal Supremo para construir 1.000 apartamentos de montaña. “Pero vamos a ver, el esquí alpino, como su nombre indica, es por Los Alpes, no en un bosque mediterráneo”, reflexiona Martín Barajas señalando la veta donde estuvo la pista y ahora ocupan abetos de más de cinco metros, de color verde clarito. En el lugar que ocupó la planicie donde uno frena tras el descenso, ahora pacen unas vacas y sus terneros.

La organización en la que militaba en los 80, Aedenat, propuso al entonces consejero de Medio Ambiente de la Comunidad de Madrid, Carlos Mayor Oreja, que expropiara la estación de esquí y después la desmantelara. Y les hizo caso. Fue Martín Barajas, en un arranque de temor, quien llamó al que era director del Parque Natural de Peñalara, Juan Vielva, para que, una vez confirmada la expropiación, llevara allí inmediatamente toda la maquinaria de la empresa pública Tragsa para desmantelarla, incluyendo los remontes y las pistas, “no fuera a ser que el Gobierno regional se arrepintiera”. En un tiempo récord no quedaron ni los cimientos de hormigón de los remontes.

Hoy, este lugar recibe muchas más visitas que cuando estaba la estación, “que lo destroza todo y buena parte del año no sirve para nada”. Una pareja pasea por el entorno. “Disculpad, ¿os suena que aquí hubiera antes una estación de esquí?, pregunto. ”Algo he oído, sí, pero la verdad es que no sabría decirte“, responde él. A Martín Barajas se le ilumina la cara y sigue caminando.

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