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Sobre este blog

El verano de 2020 lo pasamos juntos, el coronavirus y yo. Son las vacaciones del misterio tras la mascarilla; de la sorpresa por las normas que evolucionan según el día, el pueblo o la hora; de la incertidumbre por si la calma tensa estalla y nos pilla lejos de casa. ¡Viviendo al límite! Un estío largo y lento, como los de antes.

Qué son las tormentas de verano

Qué son las tormentas de verano

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Hay días que te salen chungos en medio del verano. Son castañas huecas, nueces revenidas, sobres sorpresa sin sorpresa. Unas cartas con las que no puedes hacer nada, una mala mano: son los días nublados. No sabes qué hacer con ellos, te dejan bloqueada y desorientada porque te han colado un otoño en mitad de tus vacaciones y ni siquiera has traído rebequita, mucho menos un paraguas.

Son días en los que te asolan pensamientos oscuros, que te despiertan en mitad de la noche como lo hace un trueno inesperado y el fuerte repiqueteo en el alféizar de tu ventana abierta. Son los problemas que habías decido no meter en la maleta y que, no sabes cómo ha sucedido, han cogido un autobús detrás de ti y te han seguido sin que los vieras venir, agazapados tras el matorral cercano, disimulando detrás de un periódico del revés. No deberías haber dejado la ventana abierta mientras dormías. Se lo has puesto demasiado fácil. Se meten en tu cama y, cuando despiertas por la mañana, los problemas que habías dejado atrás te miran sonriente, te colocan un mechón de pelo revuelto y te dicen buenos días, querida.

Son la anticipación en una historia de misterio (un clavo solitario del que no cuelga ningún cuadro en la pared, un comentario casual en el que alguien confesó su alergia al veneno de las avispas), un simulacro de incendio, un ensayo a la italiana, una previsualización de un enlace, un tráiler, una notificación. No son nada, en realidad, pero te arruinan las vacaciones.

Así pasa también con los anuncios de la vuelta al cole. A veces aparecen, lo cual es aún más doloroso, en tus primeros días de descanso, cuando te bebes los días (y las sangrías) con ansias de felicidad. Giras una esquina cualquiera, abres tu periódico favorito, paseas por una ciudad con palmeras y, obscena y ostentosa, te encuentras la fotografía a todo color de niños sonrientes con uniforme y pilas de libros de texto. La publicidad te escupe que septiembre está a la vuelta de la esquina y a partir de ahí tus vacaciones te saben a poco, te suenan a tiempo de descuento. Este año, unos grandes almacenes han utilizado el recorte de los pies de una foto en la que un niño se apoya de manera imposible sobre una silla, probablemente porque en la realización de la imagen el niño estaba siendo sujetado con un arnés. (Una versión infantil de la maravillosa cuenta de Twitter Modelos con ciática). En esa publicidad la gente ha visto los pies de un ahorcado. No me extraña. Si a mí me hacen pasar un test de Rorscharch en el verano de 2020 solo vería manchas con forma de coronavirus, jinetes del apocalipsis, la máscara quemada de Darth Vader, espectros y ataúdes ardiendo en hornos crematorios; una apasionante colección artística de mis miedos atávicos.

Los días nublados de agosto son munición para los melancólicos. Son días en los que recuerdas que tú no eres esa persona libre y despreocupada que se levanta de la cama cuando se lo pide el cuerpo. Son días en los que te peleas con tu pareja como si fuera noviembre, en los que se te pasa por la cabeza la idea de separarte, en los que no aguantas a nadie y no entiendes cómo nadie te aguanta a ti si ni tú misma lo haces. Días en los que decides no comer más, no hablar más, no escribir más, no leer más, no reír jamás. Días en los que no entiendes porqué te has ido de vacaciones si ni tan siquiera te las mereces. Son días, claramente, de boicot.

Los días que hace malo casi siempre caen en lunes. Te dices que si no puedes ir a la playa ni bajar a la piscina, es un buen día para visitar un museo. Te vistes y cuando llegas a la puerta del museo, está cerrado, porque es lunes y tú no sabes ni en qué día vives. (Estás de vacaciones, no es obligatorio saberlo). Te cagas en la persona que inventó lo de cerrar los museos en lunes. Cuando no hay nada que hacer, comemos. Vas en busca de restaurantes y los que te gustan están cerrados. Precisamente todos los que te gustan. Hay ciudades donde los verdaderos domingos suceden en lunes.

Dices palabrotas y sigues deyectando simbólicamente en todo lo que te arruina el día. Has empezado por los museos y acabas en Podemos. Entre tanto, has puesto a caldo a tu suegra, a tu jefe, a tu prima, al hombre más rico de España, a Marc Márquez por caerse de la moto, al cantante de Kasabian por pegar a su novia y al que te vendió un disco rayado en Discogs hace cinco años. Todo eso sucede mientras te comes un trozo de pizza de cadena de comida rápida, con la mascarilla a medio poner mientras ahí afuera llueve a cántaros y dentro la humedad es insoportable. Acaricias la idea de volverte mañana mismo a casa donde, si se te queman las lentejas o se sale el agua de la lavadora, al menos estás, te lo repites poniéndole furia al posesivo, en tu casa.

Solo a ti se te ocurre mirar la cuente corriente un día nublado. El resto de días, ni te acuerdas. Abres la app del móvil y ves todos esos cargos y te alarmas del ritmo al que desciende lo poco que tienes. Lo único bueno que te ha pasado en las últimas horas ha sido lo barata que era la pizza. Te planteas comer lo mismo el resto de días que te quedan. No sabías cuántos eran pero, hoy, los cuentas; haces la cuenta a partir de mañana porque el día presente ni lo cuentas, no merece la pena.

Te vas a dormir pronto y de mala leche. O tarde, muy tarde, mirando tiktoks en el móvil hasta las tres de la mañana, de mala leche. Haces unfollows porque sí, por odiar un rato. Mandas unos mensajes de los que luego te arrepientes. Cuelgas una foto en Instagram y luego la borras. Te giras en la cama y miras a tus problemas, que siguen ahí, como la noche anterior, ocupando casi toda la cama. Tus problemas abren un ojo y te lanzan un besito.

A la mañana siguiente, el cielo está despejado. Luce el sol. Es verano otra vez. No recuerdas cuántos días te quedan de vacaciones, qué más da, son muchos aún. Te queda en el cuerpo lo mismo que después de todas las tormentas de verano: un pegajoso e irrespirable bochorno.

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El verano de 2020 lo pasamos juntos, el coronavirus y yo. Son las vacaciones del misterio tras la mascarilla; de la sorpresa por las normas que evolucionan según el día, el pueblo o la hora; de la incertidumbre por si la calma tensa estalla y nos pilla lejos de casa. ¡Viviendo al límite! Un estío largo y lento, como los de antes.

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