El tipo de relaciones que hemos creado con los animales no humanos, especialmente con los domésticos, a veces pasa por relaciones de simpatía y de afecto. Tanto que algunas personas conciben a los animales que les acompañan como miembros de su familia, dispensándoles todo tipo de cuidado y consideración. No obstante, a la sombra de ello, nos encontramos con una estrategia mercantil asombrosa y un nicho de mercado impresionante en el que la comida para mascotas, elementos de aseo, de entrenamiento y entretenimiento, de moda, entre otros, abarcan un importante y creciente sector empresarial. Y es aún más preocupante el incremento de “granjas reproductoras” en donde las hembras son “máquinas productoras de crías” o de “juguetes”, para definir con mayor claridad el estatus que tienen los cachorros en el mercado.
La forma en que vivimos con los animales puede verse definida por el tipo de relaciones que entablamos con ellos. Si bien podríamos recordar la forma en que nuestros abuelos se relacionaban con “sus” vacas, cerdos, pollos, etc. (una relación mediada incluso por el agradecimiento por proveerles alimento y otros recursos), los métodos actuales de crianza y explotación de estos animales no nos dejan pensar que allí hay relaciones de afecto, cercanía o agradecimiento: por el contrario, es una relación mediada por el afán empresarial de obtener el máximo beneficio de un recurso, de una materia prima.
Tal tipo de relación, entonces, no está motivada solamente por algún tipo de desprecio individual hacia la vida de los animales, sino que hace parte de la dinámica expansiva de un sistema económico productivista y mercantilizador. La forma de civilización que éste ha producido, expansiva y sin límite, se basa en una relación de dominio sobre la naturaleza, incluidos los animales no humanos. Ello se ve reflejado en los métodos de “producción” de las granjas industriales, donde la tecnificación conduce al deterioro irreversible de la calidad de vida de seres que persiguen su propio florecimiento y que son susceptibles de ser dañados. Ante ese gesto devorador, tendríamos que plantearnos una alternativa que vaya más allá de dicho sistema, hacia un orden sociopolítico más justo y sustentable. Se trataría de una reformulación antiproductivista de las ideas más potentes de la izquierda que se apropia y le hace frente a los nuevos desafíos de nuestra civilización: la explotación animal, el cambio climático, la explotación de las mujeres y los trabajadores.
Con ello, se hace necesaria una revisión del metabolismo entre nuestras demandas productivas y los límites biofísicos del planeta, junto con la capacidad de florecimiento de los seres vivos susceptibles de ser dañados. Se trata de tomarnos en serio e integralmente el problema de convertir las fuerzas productivas en fuerzas destructivas, que trae consigo graves perjuicios para la vida de los seres que co-habitamos el planeta.
Ya no se trata sólo de cómo vivimos, entre nosotros y con los otros animales, sino de cómo producimos y consumimos, y de cómo los animales no humanos entran desprevenidamente y ante nuestra indiferencia en la cadena mercantil. Una alternativa político-económica en ese sentido, debería abogar, en ese contexto, por un modo de producción y organización social ecológicamente sostenible; pero tampoco no bajo la figura de políticas verdes que con “paños de agua tibia” nos ha acostumbrado a las reformas ambientales que no ponen coto a la producción, sino que la disfrazan como sostenible para conseguir beneficios económicos y que promulgan métodos ‘humanitarios’ de crianza y sacrificio animal.
La idea es sencilla: no será posible reconfigurar el metabolismo entre humanos, animales no humanos y naturaleza al interior del capitalismo. Se necesita tomar decisiones democráticas con criterios incluyentes, más allá de un sistema que mercantiliza el trabajo y lo mide todo en términos de valor de cambio y aumento del marketing, la producción y el consumo. Se tratará entonces de una alternativa que abogue por la autolimitación, entendida como el dominio de la relación entre naturaleza y humanidad y no como el dominio humano de la naturaleza, rememorando la clásica sentencia de Benjamin, y con principios éticos que, en la voz del poeta español Riechmann, nos lleven más allá de la moral capitalista de poseer y consumir: a la de vincularse y compartir.
El animalismo contemporáneo debe “lidiar” con el hecho de que, en este sistema socioeconómico, los animales, la naturaleza y el trabajo humano son mercancías y su dinámica está configurada al amparo de la idea de un mercado global autorregulador. Ello le quita el poder de decisión a las autoridades locales, municipales y estatales sobre sus propias políticas públicas. Si bien algunos sectores del animalismo trabajan estrechamente con sectores políticos para la creación de ese tipo de políticas públicas, las dinámicas económicas parecen escapar siempre a la conciliación y al debate. La existencia de ese mercado global productivista parece ser un presupuesto que no resiste crítica o debate, se asume como la base mínima, fuera de la cual nada puede ser negociado.
Esa censura a la crítica, al cuestionamiento y a la transformación ha de ser sustituido por un pensamiento de los límites, uno que le ponga coto a la dinámica expansiva de los mercados, uno que tenga como ideario la autocontención (enkráteia) y la autolimitación y que además presente como alternativa al sometimiento de la naturaleza y de los animales a los imperativos de valorización y mercantilización del capital, la integridad ecosistémica. Esto, de la mano del recuerdo de que somos inter y ecodependientes, de los principios de precaución y deliberación pública para la toma de decisiones, y del principio de biomímesis como mecanismo de evaluación del impacto ambiental y social del uso de tecnologías que involucren a seres susceptibles de ser dañados.
Hay un elefante dentro de la habitación, uno que no podremos pasar por alto en la lucha por la liberación animal: ese elefante se llama capitalismo.