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Ascetas de alturas

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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 Durante el siglo V, en los albores del cristianismo, un grupo de seguidores de esta fe capitaneados por un tal Simeón, tomó la decisión de retirarse del mundo para orar, meditar y hacer penitencia. Para hacerlo, adoptaron una forma extrema y original de ascetismo que, hasta entonces, nadie se había atrevido a poner en práctica. Al parecer, pensaban que la reclusión en celdas y la estancia en lugares remotos y asilados no eran pruebas suficientes de su amor a Dios. Ése debió ser el motivo que los llevó a encaramarse a una columna de varios metros de altura para, a continuación, convertirla en su lugar de residencia y mortificación. Así es como surgieron los monjes estilitas (del griego stylos, columna).

El fundador, el primero de esta saga de anacoretas fue Simeón Estilita el Viejo (390 – 459). Tras él hubo muchos más como Daniel Estilita (409 – 493), Simeón Estilita el Joven (521 – 597), Alipio de Adrianópolis (522 – 640), Juan Estilita (¿? – 737/38), Simeón Estilita de Lesbos (765/66 – 844) o Nicetas de Preslav (¿? – 1186). Las columnas a las que se encaramaban y de las que, en ocasiones, no descendían jamás tenían una altura que oscilaba entre los 3 y los 17 metros de altura y se construían exprofeso en lugares apartados y de difícil acceso para evitar la intromisión y el flujo de visitantes. El tiempo de permanencia sobre ellas dependía de la voluntad, resistencia o longevidad del penitente: 33 años en el caso de Daniel, 37 en el de Simeón el Viejo y 68 en el de Simeón el Joven. Este fenómeno comenzó a gestarse en Oriente Medio, más concretamente, en las cercanías de las ciudades de Alepo y Antioquía, pero desde ahí fue difundiéndose por otros países hasta llegar a Rusia y Europa Occidental. Dicho esto, hay que añadir que estas prácticas se desarrollaron prioritariamente en los territorios dependientes del Imperio Bizantino y que gozaron del favor, la protección y la simpatía de súbditos, gobernantes y autoridades religiosas.

Si contamos todo esto es porque en el noroeste de Georgia, dentro de la región de Imereti, existe un pilar calcáreo de 40 o 45 metros de altura sobre el cual se erigió un templo y una vivienda para albergar a uno o varios de estos monjes. Este monolito natural rodeada de coníferas se halla cerca del pueblo minero de Chiatura, en una plataforma desde la que se divisa el cañón atravesado por el río Katskhura, y cuenta con una escalera metálica fijada a la roca y una polea. Esta formación constituye el eje o motivo principal de un complejo religioso que se extiende a sus pies y que se compone de una ermita dedicada a San Simeón Estilita, casa de retiro, oratorio, ruinas de una muralla medieval y campanario.

El primer ascenso documentado de esta columna se produjo en julio de 1944 y fue obra de un equipo de escaladores en el que figuraban el escritor Levan Gotua y Alexander Japaridze, uno de los pioneros del alpinismo en Georgia. Lamentablemente, este último apenas disfrutó de su hazaña porque falleció prematuramente, en octubre del 45, junto a Nikolai Mukhin y Keleshbi Oniani mientras intentaban completar la travesía Ushba – Shkhelda. Las circunstancias que rodearon su desaparición y el posterior hallazgo de sus cadáveres fueron tan trágicas que darían para otro artículo, pero en otra ocasión será…

Desconocemos quién fue el primero en alcanzar la plataforma de unos 150 m2 que corona el pilar, pero su sorpresa debió de ser mayúscula al descubrir que alguien se les había adelantado, que no habían sido los primeros en llegar hasta allí. La prueba se hallaba en las piedras talladas, cimientos, columnas, capiteles y ornamentos religiosos que cubrían el suelo emergiendo entre árboles y arbustos. Según las primeras investigaciones, esos restos pertenecían a una cripta y dos templos religiosos edificados durante los siglos V y VI de nuestra era. Más de cincuenta años después, en 1999, las autoridades georgianas acordaron organizar una segunda exploración y una campaña de excavaciones destinada a fijar con exactitud los orígenes, cronología y características del complejo. El estudio se prolongó hasta 2006 y durante el mismo se llegó a la conclusión de que, en realidad, las edificaciones descubiertas pertenecían a los siglos IX y X y de que mientras una había sido destinada a fines religiosos, la otra no pasaba de ser un anexo con usos meramente residenciales. Al mismo tiempo, una inscripción grabada en una lápida permitió deducir que, en el siglo XIII, el eremitorio seguía ocupado y en pleno funcionamiento.

La reconstrucción integral del complejo dio comienzo por esas mismas fechas y contó con la ayuda de un monje ortodoxo llamado Maxime Qavtaradze que ya llevaba varios años viviendo junto al pilar y siguiendo de cerca los trabajos que se realizaban en lo alto del mismo. Su colaboración no pasó desapercibida ni para las autoridades civiles ni para las religiosas porque unas u otras le otorgaron autorización para ocupar las nuevas instalaciones y devolverles su función original. Entrevistado en 2013, Qavtaradze sostuvo que el deseo de buscar o recluirse en las alturas y emular a los estilitas de la antigüedad se debía a que allá arriba, en el silencio que le rodeaba, sentía que Dios estaba presente, más presente que en cualquier otro lugar. A buen entendedor, sobran las palabras…                                                                   

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