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Querida madre

Iñaki Ochoa de Olza

Arriba hacía viento. Yo tenía mucho frío, bien repartido; en las manos, en los pies, en la nariz y en las orejas. Se veía bonito el mundo, mami, desde allí arriba. Las montañas del Tibet, algunas nevadas y otras ocres, parecían pintadas en un cuadro. El cielo tenía un color azul oscuro, porque allá arriba ya casi no hay oxígeno y además también podíamos ver la curvatura de la Tierra, o al menos nos la imaginábamos bastante bien. Este Manaslu que tan buena paliza nos ha dado no es una difícil, pero tiene su peligro, y bastante mal carácter. La cima es una arista afilada de nieve que acaba en un torreón de roca, pero antes hay otras tres antecimas que te vuelven un poco loco, haciéndote concebir esperanzas de que vas a dejar de sufrir. Como siempre, la montaña última es la buena. Ahora, de vuelta en el campo base, estoy muy contento, claro, y me gustaría mandaros a través de los vientos de Asia muchos recuerdos y besos, a ti y al padre. Me disculparás que allí en la cumbre pensara un poco más en mi Corinne que en vosotros, ya sabes que los hijos somos algo injustos...

Arriba nada había que yo pudiera hacer o decir. Una amplia sonrisa iluminaba mi rostro, y permanecí mudo e inmóvil mientras contemplaba la belleza infinita, en estado puro, que me rodeaba. Por un instante creí que me había vuelto transparente, creí que ya no estaba allí. Entonces me sobró todo y ya no necesité razones. Miré a los Annapurnas y al Dhaulagiri, y pensé por un momento que quizás las montañas sean mi penitencia, que quizás sólo pueda cicatrizar mis heridas cuando las haya recorrido todas, una por una. Pero tú no te preocupes, ya sabes que siempre pongo cuidado en lo que hago.

Jorge Egocheaga, mi increíble y fortísimo amigo asturiano y yo tuvimos la feliz idea de ser los primeros en subir al Manaslu deprisa. Habíamos salido sólo 28 horas antes de pisar la cima, con toda la ilusión del mundo, desde nuestro pequeño e incómodo campo base. El tiempo era bueno, por fín. Se nos unió, como hace un par de años en el K2, el rumano Horia Colibasanu, otro que tampoco anda mal, y decidimos utilizar ese estilo express que ya sabes que me gusta, y que nos permitió volver al campo base el mismo día de cumbre por la noche. Muy cansados, con tos, con dolores por todos los lados. Sin un gramo de gasolina en el depósito, y muy flaquitos, pero con el alma plena, de recuerdos y de nuevas energías. Me hubiera gustado que estuvieras allí, para cuidarme, aunque Mingma Dorji y los demás se esmeran lo suyo.

Es un bicho grande y malo el Manaslu, mamá, cuando se es un profesional del Himalaya (lo que sea que esto sea). Pero esos valles profundos que bajan desde los Himalayas hacia el sur, y que yo contemplé desde la cumbre, han dejado huellas igualmente insondables en mi alma. Y tú ya sabes, mamá, que el modo como afronto cada uno de mis días determina como me enfrento con mi vida. Así que sólo espero que mi camino esté lleno de amigos como Jorge, Denis y Horia, y que haya muchas montañas como el Manaslu esperándome a su vez para sacudirme una buena paliza. Mientras tanto, tienes que saber que te quiero, lo mismo que al padre, y que cuando ando por allí arriba siempre os llevo donde más calor hace, cerca del corazón. Volveré pronto, tu hijo Iñaki.

Ps, Me gustaría dedicar esta ascensión a mi tío Jose María Ochoa de Olza Sanz, que nos dejó hace unos meses. Era muy buen tío.

Columna publicada en el número 28 de Campobase (Junio 2006).

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