Sobre las guerras

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Estoy aquí sentada delante de las noticias. Mi cuerpo ya no es ni siquiera mío. Pertenece a millones de cuerpos que están viviendo esta situación desde la lejanía y al mismo tiempo tan cerca que les hace sentir horrorizados. Hace años escribí sobre la guerra (otras guerras y siempre las mismas) y hoy vuelvo a leer lo que escribí entonces; vuelvo atrás con la sospecha de que esto no cambia; de que nada cambia porque la soberbia y el afán de poder de los seres humanos no tiene límites. No tengo tiempo para pensar. No puedo volver a escribir lo que me hizo tanto daño. Se los ofrezco tal y como se publicaron en su día. Con la misma rabia y el mismo dolor de entonces.

El ejército imposible. Un primer contingente de “escudos humanos”, integrado por medio centenar de personas, parte de Londres rumbo a Bagdad para impedir la guerra. “No vamos a morir, vamos a vivir para detener esta guerra”. La noticia nos llega de Londres, un ejército se prepara para irse a Irak como escudo humano. Entrar en las casas de la gente del pueblo y quedarse con ellos para recibir las bombas que su propio país está dispuesto a arrojar sobre un pueblo indefenso. No es un ejército cualquiera, es el único ejército posible, en él se alistan hombres y mujeres como usted y como yo dispuestos a parar una guerra cruenta e inhumana. Son hombres y mujeres que dejan la oficina, el puesto de trabajo, la universidad, su casa, etc., para ir a defender la paz. Se están alistando. De uno en uno. Sin armaduras, sin espadas al cinto, sin desfiles victoriosos. Como una balsa de aceite que se extiende lentamente y va invadiéndolo todo. Es el ejército de los tristes, de los que nunca serán condecorados en el patio de armas, de los que nunca caerán en un campo de batalla decidido y concertado. Es el avance de los que permanecen en silencio, delante de sus jardines, de sus libros, de sus pájaros. De los que se levantan un día y deciden intervenir en el cambio del mundo. De los que han dicho basta con el corazón encerrado en un puño, y el silencio apretado entre los dientes. De los que no duermen y vigilan sin descanso el reposo de los hombres de buena voluntad. Es el ejército imposible. El que ya nadie puede parar, el que los mayores estrategas de la tierra no son capaces ni de organizar, ni de vestir, ni de armar. Avanzan poco a poco. Irritados, seguros de su destino. No ofrecen la otra mejilla ni devuelven bien por mal. No ofrecen flores al enemigo ni sonríen. Caminan serios y cabizbajos. Pero caminan. La mirada puesta en un mundo posible. Ya no usan los discursos ni la razón ni las urnas ni el argumento. Ya no. Han afilado su corazón y caminan, sólo caminan hacia el frente donde los poderosos de la tierra han construido nuevas fronteras, nuevas empalizadas, nuevas tumbas. Ni siquiera cantan. Avanzan al ritmo de sus corazones, sin mirarse, sin hablarse, sin conocerse apenas. Van hacia la guerra de los otros a ofrecerse como escudos humanos para defender a la buena gente de un país del que no conocen ni sus costumbres ni su lengua; de un país que ignora la existencia de este nuevo ejército de inconformistas y soñadores. Nadie sabrá sus nombres, ni habrá banderas cubriendo sus sueños. No tienen señas ni estandartes. Son nuestra única esperanza y la victoria les aguarda vayan a donde vayan. Cada mañana se unen a ellos nuevos rostros, nuevas manos, nuevos lazos de esperanza. Mi espada va con ellos y mi ira también. No hay derrota posible. (Año 2003).

El dolor de los niños. El mundo de los niños está rodeado de incógnitas, de sentimientos, de contradicciones y de una serie de circunstancias que no acabaríamos nunca de relatar por mucho empeño que pongamos en ello. Tengo imágenes grabadas en la retina que nunca podré borrar: aquella niña que se hundía en el barro lentamente aprisionada por una viga que impedía su salvación, la foto de un niño en el suelo y un buitre sobre él esperando su muerte, los ojos abiertos desmesuradamente de unos niños que corren para salvarse de las bombas en Irak, la mueca de una niña que espera un riñón sentada en la cama de un hospital, el gesto impotente de un niño de Etiopía que yace sin fuerzas sobre los pechos resecos de su madre y, en fin, todo un álbum de tristezas que no necesito volver a abrir para recordarlas. ¿Cómo sobreviven a tanta tortura? ¿De dónde procede esa fuerza que los deja mirarnos hasta el último aliento sin que de sus bocas salga un solo grito, una blasfemia o un reproche? Es un misterio. Es como si supieran que no hay solución a tanta miseria; como si vinieran con la lección aprendida desde el momento mismo de su llegada a este mundo; como si en sus genes estuviera grabado el dolor y su irremediable resignación frente a él. Siempre me ha producido inquietud y sorpresa esa actitud de los niños en los hospitales, en los campos de refugiados, en los orfanatos y en las barricadas. Como si jugaran, como si estuvieran por encima de lo que está sucediendo y en su consideración el mundo de los adultos fuera tan desquiciado que no merece la más mínima atención por su parte. Es como si ya conocieran el final de la historia. La niña del pozo se despide y nos pide que no lloremos; la niña del trasplante nos sonríe y perdona tamaña injusticia contra su pequeño cuerpecillo; los niños que huyen de las bombas nos miran con asombro más que con terror. Todos y cada uno de ellos responde a una extraña manera de entender la vida mejor que los adultos que los observamos. Es posible que en su inocente manera de comprendernos o de amarnos no quepa tanta maldad, tanta perfidia, tanto horror construido por los mismos que los han traído al mundo y que estoy segura de que les enseñarían a ser tan desalmados como lo son ellos si alguna vez esas pobres criaturas pudieran sobrevivir a tanto sufrimiento. Es posible que lo entiendan a su manera, es decir: de una forma instintiva, irracional y totalmente inhumana. Como ese cormorán del Golfo Pérsico cubierto de petróleo al que un día escribí un poema. No me queda otra salida. (18 de junio de 2013).

Los ricos no van a la guerra. Hay una frase de Jean-Paul Sartre que viene muy bien en estos días de pérdidas y masacres. “Cuando los ricos se hacen la guerra, son los pobres los que mueren”. No. Ellos no van. Son ellos los que las organizan, pero ir, lo que se dice ir, no van. Que si sube el petróleo, que si unas minas en el corazón de África, que si sobra trigo y falta gas, que si caen las acciones, que si suben, que si necesito una nueva salida al mar, que si sería interesante mover esa frontera, que si debemos variar el índice demográfico… Cualquier disculpa es buena para mover ficha. Se sientan alrededor de una mesa, extienden el mapa del mundo y con un rotulador de tinta roja trazan líneas sobre nuestros cadáveres. Ellos no van a las guerras que organizan ni huyen subidos en negras pateras donde les espera el naufragio y la muerte Los que se ahogan camino de una Europa arrogante enfrascada en batallas económicas, son setecientos negros hoy, ochocientos hace unos días, miles en meses anteriores. Negros de un continente que se imagina a nuestra podrida Europa como un paraíso y ellos, los más pobres del mundo, encontrando trabajo, ganando dinero, mejorando sus vidas hasta volverse ricos como esos amos antiguos que devoraron sus tierras, sus minas, sus bosques y sus gentes. Ellos llegan o no llegan según el mar y los malos vientos, pero los que están aquí no dicen la verdad a quienes mueren por arribar a unos países empobrecidos hace ya tiempo; países enfrascados en guerras y odios iguales a los que ellos padecen en sus tierras e igualmente fomentados por aquellos que las promueven. ¿Cómo explicarles que aquí, en esta maldita Europa, hay pobres como ellos que malviven en chabolas de madera sin agua ni luz; con niños sin escolarizar y desnutridos como sus hijos? No me creerían. Como no me creen muchos de los que viven en nuestras maravillosas ciudades europeas en casas con piscinas de lujo y las despensas llenas a rebosar cuando les explico que las guerras que tanto les incomoda por su cercanía las organizan los mismos que las hacen posibles en África o en Oriente Medio. La pobre gente va de un lugar a otro, de una guerra a otra, de una muerte a otra, durante siglos. La gente pobre da bandazos en una patera, en una selva o en un pueblo de Toledo siempre y cuando desde esas altas cumbres de chaqueta y maletines de cuero brillante se decida que así sea, y nos embarquen en el odio, la sinrazón de un juego de tronos que no advertimos hasta que no vemos volar los dragones sobre nuestras cabezas. (21 de abril de 2015).

¿Por qué no lloran los niños de Siria? ¿Por qué abren sus ojos aterrados y nos miran desde la lejanía de lo que no se comprende? ¿Por qué tiemblan como pajarillos sin plumas caídos del nido? ¿Por qué tiemblan así mientras les cubren el cuerpo de barro o de grasa o de vaya usted a saber lo que les ponen en las quemaduras producidas por los bombardeos para evitarles el sufrimiento terrible que les hace temblar las manos y las piernas con las convulsiones del dolor? ¿Por qué no lloran cuando los rescatan y los suben a las ambulancias y se sientan y se acarician el rostro ensangrentado? ¿Por qué? ¿Por qué no miran a la cámara y al mundo que los ve cómodamente instalado delante de esas imágenes y cómodamente alejado de esas heridas? ¿Por qué siguen ahí, quietos, cubiertos de sangre y de barro, sin pronunciar un solo quejido, sin dirigirnos una mirada de acusación o de reproche? ¿Por qué? ¿Por qué? No puedo entenderlo. He visto sus cuerpos. Los he visto igual que ustedes. Son niños. Son civiles en Siria masacrados con bombas prohibidas por las leyes internacionales. Y las leyes internacionales se disuelven como la espuma en sus cuerpecillos y en los nuestros que tiritan y se quejan y se resquebrajan como los de ellos ante las imágenes que nos llegan a diario. Y uno, en medio de tanta indiferencia política, siente que ha perdido algo en alguna parte; que en algún lugar de este maltrecho planeta tan injustamente tratado existen lugares donde poder refugiarse, donde poder albergar la concordia., donde poder llevarlos de la mano y abrazarlos y acunarlos y darles la tranquilidad y las lágrimas que no han aprendido a derramar y que son lágrimas de niños que tienen que llorar por algún dolor pasajero e inevitable, por una pequeña herida de sus juegos y sus carreras de niño. Y poco más. No por hambre, no por quemaduras, no por odio.  Y dicho lo dicho con el corazón encogido y las ganas irrefrenables de vengarme de alguna manera que solo sea dañina para mí misma y para todos aquellos que causan tanto dolor en esos cuerpecillos que bien pudieran ser parte de mi vientre, de sus vientres, de los suyos, si, de los suyos mujeres del mundo a las que acudo a veces para proclamar vuestra necesidad de libertad y vida. Porque ellos son también vuestros, aunque hayan sido paridos a miles de kilómetros y ellas, las madres de Siria y de todas las Sirias de la tierra, esperan vuestra lucha y vuestra defensa. Que ni la OTAN ni Estados Unidos ni toda la artillería pesada del mundo puedan acallar vuestras voces y vuestra guerra de madres universales. Es más que una plegaria. (6 de septiembre de 2016).

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