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Suéter sobre suéter

Román Delgado

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Hoy he redescubierto que el domingo es mal día, si no fuera por el tremendo constipado que me acompaña a todos los rincones de la casa, iluminados y a oscuros, para quedarme quieto, sin darle a la tecla. Esto me preocupa, y también alienta mis deseos de ser un auténtico martillo pilón. Hoy, una tarde de domingo con alegrías sonoras de goles más de la cuenta en el recinto del barranco de Santos, los minutos pasan como si fueran horas y así el día transcurre lento, pausado, sin prisas, como si no quisiera entregarse a la caída del sol y con ella a la noche negra, oscura.

Tanta lentitud dibuja en el parqué innumerables huellas de pies sudados que agitan su encarcelamiento consentido y da al salón un ambiente de cercanía que es soportable gracias a ese arte figurativo, y a labios y cachetes que se acercan de vez en cuando para tocarse por la acción del natural impulso, de la cercanía bien entendida.

El televisor no dice nada especial, como hace casi siempre, y las ventanas lanzan mensajes subliminales de que ya desean ser acariciadas para tapar la entrada de lo que llega de fuera: alboroto de fútbol y frialdad de viento que termina calando tras suma de capas de baja temperatura. Y así una tanda, y otra, y más, y ahora a ponerse el abrigo… Acción demoledora, y casi sin pestañear.

El suelo es madera, y la madera es calor. En el lado opuesto del habitáculo, las otras ventanas cuchichean lo mismo que aquéllas: todas compinchadas, y entonces, durante la corta espera, no queda más salida que poner encima del primer suéter otro abrigo. Esto sólo por un momento.

El frío termina aislando de lo que pasa en el exterior: del aire helado, de la oscuridad que camina hacia la noche y de los murmullos y las voces propios de las catedrales del fútbol. Me gusta el derrotero de la tarde. No está mal.

Consigo que las ventanas estén bien selladas. La temperatura interior es ahora más cálida que antes; la madera transporta sin frío en la planta de los pies desnudos, y la cama, al fin montada, tiene una novela en su mismo corazón. Me digo que no… Me digo que sí… Pilló el enésimo café, éste con leche, por eso de que ya es algo tarde por si luego quiero hallar el sueño, y me pongo a buscar y a asociar letras.

Son las seis y poco de la tarde, y sólo pienso en que tengo por delante un viaje de al menos dos horas. Me quito uno de los abrigos; luego el segundo. Me desnudo, que ahora si tengo calor. Ni me he enterado del antes cercano del clásico Real Madrid-FC Barcelona. Sé que juega el CD Tenerife porque las ventanas, ¿recuerdan?, estaban semiabiertas; advierto que es domingo por la rutina impuesta de tantos días con este mismo sello, y confío en que es festivo por la inmediata presencia que llega por el aire.

La novela se abre por la última página leída el día anterior y las hojas, con cadencia perfecta, pasan de derecha a izquierda a la velocidad que marca la lectura mental. Páginas y más páginas hasta la llegada del acabose.

Han pasado muchos minutos y ahora la luz que alumbra es la que se activa pulsando el interruptor. El CD Tenerife ha ganado, y lo aseguro por la bulla de entusiasmos de cuando la casa dejaba penetrar la brisa. Ya sólo falta seguir esperando.

El grifo de la ducha, como antes hizo el libro cargado de sutiles mensajes con sus páginas y hojas, mana agua y ello conduce hacia el líquido caliente. Mientras imito un baño que no es turco ni sauna, un avión rabioso camina por encima de la ciudad. Parece que quiere aterrizar. Lo miro, digo que sí…, que éste es, y me sale una sonrisa tonta y descontrolada de la que me percato gracias a la imagen que devuelve el espejo compañero de la cama, que a la vez entrega la novela posada en el corazón del edredón titular en el descanso nocturno.

Me seco sin secarme del todo, me pongo otra vez aquellos dos suéteres y tiro para arriba. Antes dejo abiertas algunas ventanas y paseo por la madera queriendo borrar las huellas de los pies menudos y descalzos, femeninos y creciendo por segundos. Necesito que no se note el ambiente de tensa espera, y creo que en media hora de ausencia y con aquellos agentes del tiempo dale que te pego… Lo conseguiré.

Tras esos minutos que asemejan distancias de horas, una puerta se volverá abrir desde la calle y todo tomará la forma del otro domingo, para bien y tras la limpieza propiciada por tanta ventana abierta.

De nuevo toca suéter sobre suéter, pero será sólo un momento, un breve instante del tiempo.

*Historia publicada en el libro de cuentos y otros textos llamado PolicromíaPolicromía

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