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Amberes es una revista digital volcada en la divulgación de contenidos culturales y con un especial interés en los nombres y eventos de la escena santanderina.

Emulando la vocación comercial de la ciudad que le da nombre, nuestra revista aspira a transformarse en un polo de intercambio no ya de bienes tangibles, sino de una serie infinita de ideas cuyo anclaje se encuentra en las manifestaciones culturales más dispares. Nuestro propósito es acercarnos a éstas sin miedo para mediar entre ellas y nuestros lectores.

Olmo, el árbol de los pueblos

Antiguo Olmo de Aras (Navarra), muerto por la grafiosis.

José María Navajas Puerta

Enrique Loriente Escallada (Santander, 1933-2000) dedicó buena parte de su vida a recorrer los paisajes de su tierra, Cantabria, pasando por ríos y bosques, valles y prados, desde la costa hasta las altas montañas, en lo que fue sin duda su gran pasión: la botánica.

En uno de aquellos viajes, en los que catalogó los más extraordinarios árboles que habitaban la región, y a los que dedicó diversas obras como Guía de los árboles singulares de Cantabria (1990), Loriente se encontró con la magnífica Olma de Polientes, en Valderredible. Era esta vieja Olma el centro político y social del pueblo y del valle. Bajo su sombra se realizaba el mercado, se celebraban los acuerdos y contratos, y en la corteza de sus dos enormes troncos se publicaban las noticias nuevas y las ordenanzas. Y es que este emblemático árbol, hoy día casi extinto, solía presidir desde tiempos inmemoriales las plazas de las villas y pueblos, era testigo de la vida diaria de cada habitante desde el día de su nacimiento, de sus trabajos y negocios, de sus descansos y charlas, hasta el día de su muerte. “Hasta que me vea pasar La Olma”, nos contaba Loriente que solían decir los paisanos del lugar.

La ninfa Ptelea para los griegos, Ulmus para los romanos. En la tradición de los pueblos queda la memoria de este árbol ligado a su carácter onírico, de muerte y resurrección. Así lo sitúa Virgilio en el Inframundo al ser visitado por Eneas: “En el centro despliega sus añosas ramas un inmenso olmo, y es fama que allí habitan los vanos Sueños, adheridos a cada una de sus hojas”. Pero junto a esta expresión mágica, el olmo atraviesa la historia de los pueblos desde el más rutinario y usual aspecto terrenal.

Son muchas las menciones de autores clásicos sobre los usos del olmo: el abundante follaje se empleaba para alimentar al ganado, las ramas para fabricar las cercas de los campos; la madera de raíces y tronco era ideal para construir puertas y carretería según Teofrasto; Terencio Varrón lo considera el mejor árbol para delimitar los predios, pues a todos los usos antes mencionados añade el cultivo de la vid.

En efecto, y a falta de otro emparrado, griegos y romanos empleaban los árboles como soporte para el crecimiento de las vides —seguramente por ello, entre las ocho ninfas griegas de los árboles, el escritor Ateneo de Náucratis coloca a Ampelos, la vid—. De entre todas las especies, el olmo aparece como una de las favoritas para los romanos. La descripción que hace Columela en el Libro de los árboles sobre el cultivo y maridaje olmo-vid, quizás sea la mejor que ha llegado hasta nuestros días: «En cuanto al olmo, el que los campesinos llaman 'atinio' es de muy buena casta, crece muy bien y trae mucha hoja“.

Fue muy probablemente ese olmo 'atinio' el que exportaron los romanos por todo el Mediterráneo e introdujeron en la Península Ibérica. Y parece que esta tradición, tanto en el cultivo de la tierra como de las letras, sobrevivió durante siglos hasta el renacimiento de los clásicos:

¿Cuál es el cuello que, como en cadena,

de tus hermosos brazos anudaste?

No hay corazón que baste,

aunque fuese de piedra,

viendo mi amada hiedra,

de mí arrancada, en otro muro asida,

y mi parra en otro olmo entretejida,

que no se esté con llanto deshaciendo

hasta acabar la vida.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

 

Así nos recita Garcilaso de la Vega en la ‘Égloga I’ (vv.13-140), imitando al propio Virgilio:

¡Ah Coridón, Coridón! ¿Qué locura se ha apoderado de ti? Tienes la vid a medio podar en el olmo frondoso. ¿Por qué no te dispones mejor a entretejer al menos algo, de lo que hace falta, con mimbres y junco reblandecido? Encontrarás otro Alexis, si éste te desdeña.

También Quevedo, en ‘El Escarmiento’, devuelve al olmo y su inseparable compañera la vid aquel originario carácter mortuorio.

Estos que han de beber, fresnos hojosos,

la roja sangre de la dura guerra;

estos olmos hermosos,

a quien esposa vid abraza y cierra

de la sed de los días,

guardan con sombras las corrientes frías;

y en esta dura sierra,

los agradecimientos de la tierra,

con mi labor cansada,

me entretienen la vida fatigada.

No es de extrañar que a través lenguaje popular nos llegara, si bien de forma residual, esta práctica agrícola en la expresión “no le pidas peras al olmo”. En efecto, aunque ya nadie se acuerde, al olmo se le piden uvas. Todavía en la década de los años 30 sobrevivía este tipo de cultivo, el maridaje de vid y olmo, en ciertas regiones italianas. Tal y como nos legó la botánica holandesa Christine Buisman (1900-1936) a través de las fotografías en su estudio sobre la grafiosis, enfermedad del árbol que ya comenzaba a afectar las regiones europeas.

Sea con vid o sin ella, el olmo siguió siendo parte del paisaje, de la vida cotidiana y la economía rural, hasta hace apenas medio siglo. Su duro tronco y raíz pivotante lo hizo ideal para contener la tierra en construcciones viarias, diques y canales. Su resistencia a la humedad y podredumbre lo convirtió en materia prima para la industria naval, y las olmedas se extendieron en el siglo XVIII por la Península para surtir los astilleros de material de construcción de navíos. Fue viga de techos y pilar de puentes, banco y borriqueta de talleres, apero de labranza y yugo de bueyes. Y en las plazas de las villas su abundante sombra mitigó fatigas.

A principios de siglo XX, Antonio Machado le dedicó unos versos a ese olmo seco y longevo, podrido por innumerables primaveras, sin llegar a imaginar el trágico fin que a tan noble especie le esperaba:

Antes que te derribe, olmo del Duero,

con su hacha el leñador, y el carpintero

te convierta en melena de campana,

lanza de carro o yugo de carreta;

antes que rojo en el hogar, mañana,

ardas de alguna mísera caseta,

al borde de un camino;

antes que te descuaje un torbellino

y tronche el soplo de las sierras blancas;

antes que el río hasta la mar te empuje

por valles y barrancas,

olmo, quiero anotar en mi cartera

la gracia de tu rama verdecida.

Poco durarían estos jóvenes vástagos verdes que admiraba el poeta. Desde mediados de siglo XX, la epidemia de grafiosis comenzó a asolar los campos y montes peninsulares, durando hasta nuestros días. Fue una científica, la ya mencionada holandesa Christine Buisman, quien demostró en 1927 que tal dolencia era causada por un hongo, Ophiostoma ulmi.

Esta grave enfermedad, que afecta con enorme virulencia a los olmos, se extiende a través de un pequeño insecto, una especie de escarabajos llamados escolitinos. Estos insectos portan en su cuerpo las esporas del hongo y, al alimentarse de la madera del árbol, las van diseminando por el interior del mismo. El hongo colapsa los vasos conductores de savia, por lo que el árbol comienza a marchitarse. En pocos meses las verdes copas se secan y el árbol muere.

Prácticamente el noventa por ciento de los olmos desaparecieron en España en las últimas décadas, hasta convertirse hoy día en una especie en peligro de extinción. Las nuevas generaciones lo desconocen por completo, pues difícilmente pueden ya encontrarse olmos en el paisaje, ni siquiera rural, que nos den testigo del importante papel que tuvieron estos árboles en la vida cotidiana de nuestros antepasados.

Desde los años 80 se intentó poner remedio a la enfermedad. Recientemente y tras largas investigaciones lideradas por la Universidad Politécnica de Madrid, se han logrado obtener algunos ejemplares de olmo resistente a la grafiosis. Diversos programas como el Proyecto Europeo Life + Olmos Vivos están en marcha para recuperar a la especie y devolver su hábitat, la olmeda, al paisaje ibérico.

Quizás en un futuro cercano los olmos vuelvan a poblar las riberas, y sus frondosas copas cubran con agradable sombra las plazas y parques, como en su día hiciese la Olma de Polientes. Pues, como ya nos advirtió Enrique Loriente:

«No debemos privar a las generaciones futuras de un paisaje, de un espectáculo como el que nuestros mayores y nosotros mismos hemos contemplado».

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