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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El hijo del cristalero

Efectivos de emergencias trabajan en la extinción de un incendio. | ARCHIVO

Javier Fernández Rubio

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El hijo del cristalero es una parábola del genial Frederic Bastiat, quien escribió sobre la falacia del coste de oportunidad y los presuntos beneficios que para la comunidad implica la destrucción. Pero el hijo del cristalero no es solo una parábola, la del chaval que recorre la ciudad de noche rompiendo cristales para acrecentar el negocio del padre; sino una realidad que se ve por doquier, sobre todo estos días cuando tantos otros 'hijos de' deambulan por el monte calcinando los bosques, con un simple mechero y la gasolina que proporcionan las subvenciones. 

Ocurre sobre todo en marzo y octubre, cuando a la sequedad propia de la estación se une el viento, ocurrió hace unos días y volverá a ocurrir. Los bosques llevan miles de años quemándose y seguirán quemándose otros miles ante el consentimiento tácito de los que rodean al incendiario. Por más que todo el mundo sepa quién quema el bosque (lo saben los vecinos, lo saben los alcaldes, lo saben las fuerzas de seguridad) el rescoldo humeante solo recibe una diatriba encendida de palabras altisonantes y nulos resultados.

Por más que se hable de terrorismo ambiental, los bosques seguirán ardiendo, porque los pirómanos, como los maltratadores y los matones de barrio son expertos en desarrollar una sordera social ante las palabras y solo respetan el castigo o la censura colectiva. Para ellos la violencia que hay que perseguir es la de los demás y son vehementes en esto; pero la suya tiene atenuantes, cuando no eximentes. Y la prueba es que ahí siguen mientras usted lee estas líneas.

Con el incendiario pasa igual que con el matón del instituto o el agresor de mujeres: seguirá haciéndolo mientras su entorno lo acepte tácitamente. De hecho, los programas con más éxito a la hora de erradicar la violencia no se centran en el agresor, sino en su entorno. Basta con echar abajo el sobreentendido tácito de la colectividad para frenar los pies al palurdo que se expresa o busca beneficio destruyendo lo que tiene a su alrededor.

Hace 160 años Frederic Bastiat desmontó la falacia de que la destrucción podía ser positiva para la comunidad. Y lo hizo con la parábola del hijo del cristalero. Cuando este empezó a romper los cristales del vecindario, la reacción de los vecinos fue de condena, pero pronto empezó a extenderse la idea de que el coste de romper cristales beneficiaba a la colectividad, del mismo modo que algún tarado puede pensar que pegarle fuego a un bosque es bueno para todos. Así que tenemos al chaval haciendo su trabajo por la noche y al padre haciendo ver a todos que si las cosas le van bien a él, le irán bien a los demás: podrá comprar más alimentos y muebles y dará más trabajo a otros; podrá viajar y consumir a troche y moche, de lo que se beneficiarán otros; dará trabajo a la industria del vidrio, lo que será bueno para la industria y sus trabajadores. Todos ellos a su vez podrán comprar más cosas y beneficiar a terceros.

Pero la falacia esconde parte de la verdad. Y es que hay unos costes ocultos de los que nadie habla: quien ve su cristal roto no podrá comprar pan porque tendrá que comprar otro cristal, ni podrá viajar, ni comprarse una mecedora y por lo tanto quien hace pan y hace mecedoras verán minorado su negocio. Bastiat viene a decir que el vandalismo no beneficia a la industria, sino que la perjudica. Parece de Perogrullo, pero Perogrullo no fabrica ventanas. Un cristal roto es objetivamente una pérdida y un quebranto para su propietario, nunca un beneficio. “La sociedad pierde el valor de los objetos inútilmente destruidos”, escribía el bueno de Bastiat, aunque, claro, en aquella época no existían las subvenciones públicas (pero sí la cazurrería local).

Ya que se van a seguir quemando montes, como ocurre desde el Neolítico, al menos que nos ahorren las palabras indignadas de la política. O si no, quien quiera de verdad erradicarlo, deberá de dejar de pensar en votos y trabajar para bloquear el beneficio económico de unas ayudas que no fueron pensadas para este fin; deberá atornillar a sus alcaldes para que dejen de demandar el maná de las ayudas por catástrofe y se dediquen a evitar la catástrofe en sí atornillando a sus vecinos, todos los cuales saben, pero todos los cuales callan. Entonces el Seprona podrá hacer su trabajo y los bomberos que se juegan el pellejo por tierra y aire tendrán un respiro. Parece fácil, pero no lo es. Lo fácil es condenar en abstracto y mirar para otro lado cuando el vecino sale por la noche con el mechero en la mano. Lo difícil es denunciarlo, por más que solo así acabe esta lacra.

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