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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Son que no llega

Campanas repicando en la torre de una iglesia. | M.Peinado

Marcos Pereda

Fue el tiempo, claro. El pasar de los años, también de los siglos, que va a arrasando lo que toca, condenando al olvido lo que fueron lugares comunes hasta donde alcanza la memoria. Fue el tiempo, la evolución que es, en ocasiones, abandono. La mirada extraña ante el elemento antaño habitual. El fruncir del ceño. La alteridad. Por el tiempo, creo.

Se pierden, por ejemplo, idiomas, formas de comunicarse, sones que antaño decodificaban realidades y que hoy en día nos parecen todos iguales. O parecidos, al menos. Extraños, sin significado. Es lo que ha sucedido con el hablar de las campanas, que tanta importancia tenía antiguamente en los pueblos de Cantabria, y que actualmente va camino de quedar como reducto del pasado. Uno de esos que se mantienen, corrompidos, solamente con la intención de no perderlos, desnaturalizándolos, domándolos. Porque era más, mucho más.

Las campanas tuvieron una enorme importancia en la Cantabria histórica. En primer lugar desde un punto de vista estrictamente económico. Campaneros de esta tierra, sobre todo trasmeranos, desempeñaron su oficio por toda la Corona de Castilla en época medieval y moderna, consiguiendo mantener a lo largo de los siglos una bien ganada fama de artesanos perfeccionistas y hábiles que acabó trascendiendo las fronteras del terruño. Era éste un trabajo normalmente estacional, con auténticas cuadrillas desplazándose hasta el lugar donde se les hiciese el encargo (usualmente las campanas se fabricaban en espacios creados a tal efecto al pie de las torres) y manteniendo en la más estricta intimidad los secretos de su oficio, que únicamente eran transmitidos de padres a hijos, de maestro a aprendiz. Hombres cultos (la mayoría sabían leer y escribir, algo en modo alguno habitual en la época), que tomaban solamente los apuntes más imprescindibles (medidas, pesos) y que dependían para el resto de aquella tradición secular que garantizaba, llegado el caso, una campana “buena, sana, sin pelo ni raza”, del tamaño y son acordados. Si les suena esta forma de trabajar, este secretismo casi trascendente, a historias engoladas de masones estén tranquilos…hablamos de lo mismo. Eso sí, quiten todo el componente absurdamente esotérico de novelerías malas, por favor…

Pero decíamos que no solamente era lo económico. Que las campanas tenían, en cada pequeño pueblo, otro componente que mezclaba el día a día y los elementos más simbólicos. Escuchar las campanas suponía mucho más que ahora. Entre otras cosas porque “hablaban”, y dependiendo del toque, del repique concreto, nosotros podíamos saber qué nos estaban contando. Y no me refiero solamente a situaciones relacionadas con la religiosidad y la iglesia como bautizos, bodas o entierros (que eso aun se sigue haciendo, aunque en ocasiones las campanas no se repiquen manualmente, sino que se recurra a poner una aséptica grabación en su lugar), sino a otras vinculadas con la sociedad civil, con ese espíritu de comunitarización que existía en los concejos rurales de la Cantabria histórica.

Me refiero, por ejemplo, a campanas que avisan de que allá, a lo lejos, llegan nubes negras, de esas que traen pedrisco y nos pueden echar a perder toda la cosecha en unos pocos minutos. Y nosotros, que escuchamos esa amenaza, sabemos lo que tenemos que hacer, las jaculatorias a rezar, los rituales paganos a realizar. Sabemos, claro, que hay que pronunciar cierta oración concreta, pero que también hay que acabar de quemar una de las pequeñas ramitas que quedaron chamuscadas en navidad junto al estero. Y también nos pueden avisar las campanas de lluvias, de un incendio en el monte o en el pueblo, pueden llamar a concejo, pueden dar noticia de que comienzan las derrotas, de que las veces suben a puertos. Un idioma propio, particular, que todos conocían entre otras cosas porque en la mayoría de los pueblos el propio toque de campana estaba regido por vez. O lo que es lo mismo, se llevaba a cabo cada día por un vecino diferente, en riguroso orden…

Ese idioma, ese repicar concreto que informa, trasciende y prescribe, está por perderse, o aparece ya totalmente olvidado, en la mayoría de los pueblos. Reducto del pasado, de momentos en los que no había tele, ni teléfonos, ni todos estábamos todo el tiempo mirando las redes sociales, no vaya a ser que al gato del vecino le salga una verruga y no nos enteremos. Épocas en que los barrios aparecían apiñados, pero a su alrededor brotaban, como manchas de blanco sobre verde, casas aquí y allá, casi incomunicadas, tomando al pie de la letra la expresión. Que solamente sabían lo que estaba ocurriendo gracias al repicar de campanas. De esas que hoy no entendemos. De esas que, hoy, dibujan solamente ecos apagados, sordos. Los de lo que fue y ya no es.

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