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El Monopoly de la vivienda

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Elizabeth Magie Phillips creó en 1904 el juego del Monopoly, que era mucho más que un juego. La historia de este juego de mesa es muy curiosa porque es una historia que va más allá del puro entretenimiento y las ideas que hay detrás son muy actuales y de aplicación a problemas reales de la economía en general y de la vivienda en particular.

La señora Phillips, escritora y activista feminista, era seguidora de un tal Henry George y sus ideas del geoísmo (realmente georgismo). Esta es una idea política que se arrastra desde hace muchas décadas y que se conoce como el movimiento del impuesto único. Dicho de otra manera: el reparto equitativo de la riqueza que se obtiene de la naturaleza. Traducido en la práctica: redistribuir las rentas obtenidas mediante un gravamen o impuesto.

¿Qué tiene que ver esto con el Monopoly? Por ahora, nada. Todo lo contrario más bien. Este juego actualmente se basa en el chute de adrenalina que produce desplumar a los rivales mediante la acumulación de propiedades y las rentas que se obtienen de aquellos que pagan (y todos acaban pagando). El juego conduce inevitablemente a que quien acumula más propiedades sea cada vez más rico y los restantes cada vez más pobres, hagan lo que hagan.

Sin embargo, la historia del juego no fue así inicialmente. Lo que conocemos es una versión de 1935, que patentó Charles Darrow y que adquirió la empresa Parker Brothers, que le hizo millonario por los royalties que le pagaba, como si la creación del juego fuera una metáfora del juego mismo. Y en efecto fue así, porque Parker Brothers también había adquirido la versión inicial del juego de Magie Phillips por 500 dólares, pero eso fue lo único que ganó Elizabeth, a quien nunca se le pagaron royalties.

¿Cómo era el Monopoly antes de ser el Monopoly?

Antes de llamarse así, el juego tenía un nombre completamente distinto: 'El juego del terrateniente'. Siguiendo la doctrina de georgismo o geoísmo, el juego disponía de dos reglamentos, que se podían combinar en el transcurso de la partida. Un reglamento era monopolístico y fue el que sobrevivió, gracias al avispado Darrow y el gusto irrefrenable de los jugadores por hacer pasta a costa de la miseria de los demás. Este reglamento prevé cárcel por impagos, pagos a propietarios y toda la panoplia onerosa que impide que el que no tiene propiedades no levante la cabeza jamás.

Pero el segundo reglamento era antimonopolístico. Según este, todos ganaban, de tal modo que todos recibían algo cuando un jugador adquiría una propiedad. También se podían establecer fondos colectivos para las necesidades de cualquier jugador. En esta versión, ganaba quien duplicaba su riqueza inicial, pero no cuando los demás se arruinaban. Cuando un jugador duplicaba su riqueza, el juego simplemente terminaba.

La versión del ingeniero Charles Darrow omitió el segundo reglamento y exprimió las posibilidades del primero. Los jugadores lo preferían y comercialmente fue un éxito tan arrollador que pervive hasta hoy. Real como la vida misma, pero la vida no depara inevitablemente que se juegue siempre con el mismo reglamento. Hay otros.

Lo que ocurre con la vivienda en nuestros días lleva tiempo ocurriendo, solo que de forma más salvaje, más descarada, triturando hasta a los hijos de los liberales defensores del libre mercado y la reducción de la regulación pública a su mínima expresión; pese a que ahora haya partidos como el PSOE que han gobernado durante décadas y entonen estos días el mea culpa, escandalizados de que los millones de viviendas de protección oficial construidas se hayan volatilizado; como si no hubiera gobernantes de hoy, ayer o siempre que acabarán sentados en los consejos de administración de eléctricas, petroleras o grandes inmobiliarias. ¿O acaso no se vota para elegir los consejos de administración de dentro de una década?

Ahora hay un afán en buscar soluciones (en Cantabria el afán es comedido, faltaría más) que den respuesta a la conversión salvaje de un derecho constitucional en un negocio sin límites, como en el Monopoly. Pero no hay respuestas rápidas y el juego no permite más reglamentos que el que tiene; y mucho menos las respuestas pueden venir del jugador cuya bolsa engorda con las plumas de los demás.

Viene una generación que nunca va a tener trabajo ni vivienda, una generación en la que solo prosperarán quienes tengan rentas (heredadas) o apellidos (heredados). Habrá prestaciones y salarios universales para garantizar la paz social y chozas a precios asequibles por la misma razón, pero millones de personas en el mundo pasarán por la vida siendo innecesarias a efectos productivos y a las que se proporcionará un plato de lentejas -y poco más, no sea que engorden- para tener la fiesta en paz.

Pero no hay que echar balones fuera. Los políticos tienen buen olfato y saben cómo respira la gente, cuáles son sus sueños, sus frustraciones, sus anhelos. La economía de casino, las burbujas de todo tipo, también inmobiliaria, la política de vivienda del Monopoly, no existirían si no hubiera fanáticos del juego que no piden más reglas, sino saltar la banca. Pero en este juego solo puede ganar uno. Para ganar todos, o que nadie pierda, hay que cambiar las reglas.

No estaría de más recuperar el nombre original del juego, 'El juego del terrateniente'. Y de paso, cambiar el nombre de más cosas como las leyes de Cantabria que se han sucedido estos años, no solo con el PP: la Ley de vivienda del terrateniente, la Ley del suelo del terrateniente, la Ley de salud del terrateniente, la Ley de educación del terrateniente, el Plan de ordenación del terrateniente y hasta los Presupuestos generales del terrateniente.