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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Pícaros o señoritos

Vacunación contra la COVID en una residencia de ancianos de Cantabria.

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Circula por las redes sociales un chiste del ilustrador alicantino Rate Bas, que escenifica perfectamente lo que está pasando en España con las vacunas. La viñeta muestra a un conjunto de ovejas en la que una pregunta: “¿Alguna sabe cuándo alcanzaremos la inmunidad de rebaño?” A lo que otra contesta: “No sé, el primero en vacunarse ha sido el pastor y el perro”. 

Recordaba la frase al enterarme de que a Cantabria parece haber llegado la moda de vacunar a personas ajenas a lo que indica el protocolo del Ministerio de Sanidad. El gerente del Hospital Sierrallana de Torrelavega, Pedro Herce, dio prioridad en la lista de vacunación contra la COVID a personal directivo, de gestión, médico y de enfermería, a un extrabajador de catering, a teletrabajadores y a los encargados del mantenimiento y del quiosco. Y no solo eso, los directivos ya han sido recompensados con una segunda dosis mientras que algunos de los sanitarios más cercanos a los enfermos no han recibido aún la primera. Rápidamente, Herce ha salido al paso diciendo que los directivos son personal sanitario de “primera línea”, mientras que la vacunación a los colectivos no sanitarios o de limpieza son “servicios esenciales”.

Es aquí donde surge el problema: a qué denominamos “personal de primera línea”. En un ejército resulta claro: aquellos soldados que se enfrentan cara a cara con el enemigo, los que caen tras las primeras refriegas, los que reciben las balas o los cañonazos. Y no la retaguardia o los altos rangos, que suelen ver las guerras desde un búnker o desde un confortable despacho.

El Ministerio de Sanidad marcó a finales del pasado mes de noviembre cuáles serían los grupos a los que se suministraría, por orden, las vacunas en esta primera etapa: 1. Residentes y personal sanitario y sociosanitario en residencias de personas mayores y con discapacidad; 2. Personal sanitario de primera línea; 3. Otro personal sanitario y sociosanitario; y 4. Personas con discapacidad que requieren intensas medidas de apoyo para desarrollar su vida (grandes dependientes no institucionalizados).

Y fue tras la difusión de estos grupos cuando comenzaron a salir nombres de vacunados que no pertenecían a ninguno de ellos. En el País Vasco, sin ir más lejos, dos fueron las irregularidades más sonadas. A los gerentes de los hospitales de Basurto y Santa Marina, Eduardo Maiz y José Luis Sabas —dirigentes del PNV acostumbrados a puestos de responsabilidad política— se les acusaba de vacunarse junto a otros altos cargos por delante del personal sanitario. La evidencia hizo que el primero dimitiese y al segundo se le obligase a dimitir. Luego se supo que en Santa Marina se había vacunado no solo a los directivos sino también a sindicalistas, religiosos, repartidores y reponedores —únicamente uno de los enlaces sindicales ha dimitido—. Si el Departamento vasco de Sanidad, Osakidetza, estaba al tanto de dichas vacunaciones es lo que aún no queda claro. Sí lo estaba de la de dos directivas del hospital guipuzcoano de Mendaro, quienes se inyectaron las vacunas sobrantes de una residencia porque, en palabras de Osakidetza, eran personal que atendía a los pacientes y no se podían desaprovechar las sobras. Aun así, las dos directivas dimitieron 24 horas después de conocerse la noticia.

Ejemplos como estos ponen de relieve cuestiones de cierta impunidad y desorganización. Parece mentira que, faltando como faltan vacunas en Europa, no se haya establecido un número exacto de dosis que evite la picaresca de las sobrantes

En lo que vamos de año, los medios de comunicación han publicado docenas de casos de gente vacunada que no pertenecía a grupos de riesgo: políticos de pequeños ayuntamientos de Murcia, Alicante, Tarragona o Valencia, esposas y familiares de algunos de ellos, cargos públicos, militares —como el ya dimitido Jefe de Estado Mayor de la Defensa (JEMAD), el general Miguel Ángel Villarroya—, funcionarios, sanitarios jubilados, obispos... Se habla de alrededor de 700 personas, una cifra escasa para el número de vacunaciones. En especial si añadimos la convocatoria hecha a través de un grupo de WhatsApp en el Hospital Clínico San Carlos de Madrid, que pidió que pasaran a vacunarse los jubilados que cumplían labores de voluntariado. La noticia corrió como un reguero de pólvora convirtiendo la llamada en lo más parecido a la cola de un supermercado.

Ejemplos como estos ponen de relieve cuestiones de cierta impunidad y desorganización. Desorganización, porque parece mentira que, faltando como faltan vacunas en Europa, no se haya establecido un número exacto de dosis que evite la picaresca de las sobrantes. Impunidad, porque sorprenden las repetidas excusas de los interpelados: que si un alcalde o concejal es un cargo de responsabilidad, que si el dueño del quiosco de prensa hace una labor fundamental para el desarrollo de un centro sanitario, que si las vacunas que sobran las debe aprovechar un directivo... Pero no perdamos el punto de humor y recurramos a otra frase viral: “Se está inyectando más gente a escondidas que en los ochenta”.

Vivimos en un país de pícaros y señoritos. El dueño del cortijo siempre se creerá con más derechos que los campesinos. Y si el ciego coge dos uvas sin decir nada, nosotros arramblaremos con tres. Tendríamos que releer Los santos inocentes o El lazarillo de Tormes. Que fuesen lecturas obligatorias en las escuelas, para que los chavales entendieran, por fin, la idiosincrasia hispana. Así, al menos, estarían preparados y sabrían si prefieren ser pícaros o señoritos. O media dosis de ambos.

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