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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Culpabilidades

Un grupo de vecinos camina por la única franja sin nieve en la calle.

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Sí, señor juez, he sido malo. O al menos esa es la sensación que tengo desde que empezó toda esta historia de la pandemia. Porque sí, he obedecido al Gobierno cuando nos dijo que nos encerráramos en casa, que solo saliéramos a comprar, a trabajar si nuestra profesión era de las que el BOE había definido como esenciales; que nos asomáramos al balcón a las ocho de la tarde a aplaudir, a cantar Resistiré hasta desgañitarse, a sonreír a los vecinos para animarles a sobrellevar en confinamiento; que hiciéramos ejercicio en casa para mantenernos cuerdos y estiramientos para no convertirnos en vejetes anquilosados.

He tenido suerte, para qué negarlo: no he acabado en un ERTE, ni he bajado la persiana de mi negocio, ni me he visto obligado a cerrar por culpa de las deudas; he acudido a mi puesto de trabajo con puntualidad británica, he realizado todo aquello para lo que estoy contratado y he teletrabajado cuando el ordenador y el cable me lo han permitido. He visto a personas de mi entorno sentir en su cuello la angustia del paro, de los Expedientes de Regulación que llaman ahora, de las desventajas que una situación inesperada provoca en los autónomos. Y he comprobado los privilegios de cierto tipo de funcionarios que han mantenido su trabajo y su salario y su estabilidad laboral pese a tener cerrados su biblioteca, su despacho o su puesto de atención al público, y aunque los sindicatos protestaran meses después porque la pandemia les había hecho perder poder adquisitivo. Y me he reído como un Joker vulgar al enterarme de que el Gobierno de turno aprobaba un incremento salarial para evitar que las centrales sindicales se rebelasen y además de coronavirus tuviésemos una huelga general.

Sí, fui yo quien salió cuando nos dijeron que podíamos ir a visitar a la familia con motivo de las fiestas navideñas; quien cruzó de municipio cuando pusieron punto final a los cierres perimetrales porque había que salvar la Navidad; quien pidió un café con leche en uno de los bares del barrio para mantener cierta sensación de normalidad por mucho que la mascarilla me impidiera verle la sonrisa a mi camarero preferido; quien esperó las colas pertinentes para comprar el pan o los regalos de los sobrinos o para entrar en un estanco a por sellos; quien se juntó en casa de sus amigos en reducidos grupos de diez personas, de seis, de dos —dependiendo de lo que marcase esa semana el Boletín Oficial—; quien miraba el reloj como un psicópata para controlar que no se me pasara la hora del toque de queda o quien llevaba el correspondiente permiso para desplazarme por mucho que no me lo hayan pedido nunca ni la Policía Local ni la Guardia Civil.  

Sí, Señoría, soy culpable de haber cumplido con la responsabilidad de ser un ciudadano embozado, de lavarme las manos cada vez que agarro o toco cualquier cosa —tanto que me ha salido un eccema pese a bañarme en crema hidratante—, de haber salido a correr o a hacer deporte en los horarios que nos indicaban; pero también soy culpable de no haberme convertido en un policía de balcón si veía que alguien estaba incumpliendo las normas; culpable de no haberme montado una fiesta en un pabellón industrial; culpable de sentirme responsable del número cada vez más creciente de muertos; culpable de creerme alienado al haber hecho lo que debía cuando debía.

Y sí, worm your honor, soy culpable de pensar que en estos meses aquellos que nos tenían que liderar han demostrado, una vez más, su incompetencia y su escasa altura de miras. Nos alentaron a aplaudir a las enfermeras, a los médicos, a todo el personal sanitario, pero fueron incapaces de llegar a acuerdos que mejorasen la situación de unas UCI saturadas y reducidas tras años de políticas de privatización y recortes. Y pronto me di cuenta de que en una partitocracia —o democracia occidental— lo importante no son los fallecidos sino a quién se los contabilizamos. Lo importante no son las vacunas sino que lleguen a mi comunidad en cantidades suficientes como para no saber qué hacer con ellas.

Soy culpable de pensar que ciertos estamentos políticos estatales y locales permanecen ahí para perpetuarse, para mantener sus sueldos y prebendas, para aumentar su número de asesores y para representar en los medios de comunicación su particular Commedia dell'Arte. Nos dicen que hemos de apretarnos el cinturón, hacer un esfuerzo, aguantar un poco más sin que ninguno de esos cortesanos nos haya servido de ejemplo. También en esto tengo algo de culpa, porque podía haber apagado el televisor cada vez que veía a Sánchez, Revilla, Casado, Iglesias, Abascal, Díaz Ayuso, Martínez Almeida... Y, sin embargo, les he seguido escuchando como un adicto ciudadano responsable.

Aunque en muchos casos, y cada vez que apelaban a mi responsabilidad —que a punto estuve de coger una pala y viajar a Madrid a ayudarles a recoger nieve— me miraba en la pantalla como un Travis cualquiera y me preguntaba: Are you talking to me?

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