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El cine demoníaco (y II)

El Gabinete del doctor Caligari

El cronista sentimental

Era bien entrada la noche cuando concluyó el último pase de aquella jornada inicial dedicada al cine expresionista alemán. Dejé el Real Cinema. Pensé en que esa sala se había inaugurado en 1920, el mismo año en que se estrenó El Gabinete del Doctor Caligari. Salí a la plaza consagrada a la reina castiza que había sido sometida al escarnio del esperpento de Valle Inclán. Me dejé llevar por las elucubraciones y comencé a andar, de la manera acostumbrada, sin voluntad de alcanzar punto fijo ni con mis pasos ni con mis pensamientos. Tomé por la plaza de Santa Ana hasta la calle Núñez de Arce, desde donde llegué a la de Álvarez Gato…No pude por menos que recordar a Max Estrella en Luces de bohemia: “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”.

Pensé que la matemática torsión de las normas clásicas de Valle Inclán significó más que la plasmación, en espejos cóncavos, de la realidad española de su tiempo. Pensé que el esperpento de Valle había asumido y superado la crítica, comprometida, del regeneracionismo noventayochista para mostrar los estados de conciencia del hombre de comienzos de siglo, con los desarraigos y las incertidumbres de la crisis del sujeto. Y pensé que antes que Valle, lo había hecho Quevedo, y aún antes, El Greco, que había puesto en imágenes dislocadas, en ensoñaciones extravagantes, los pensamientos agónicos que inspiraba la oscuridad de la Contrarreforma.

Las luces del alba rompían ya sobre Madrid. Había estado paseando durante toda la noche. Los perfiles parecían difusos. Las calles eran planos inclinados, y, sobre ellas, los edificios cambiaban su lógica verticalidad por una orientación diagonal que les hacía quedar alineados en irregular escorzo. Estaba en la calle de Alfonso XII. Me asomé por la de Alberto Bosch y divisé la fachada del Museo del Prado. El cansancio acumulado acabó con la escasa lucidez que me quedaba. Anduve aún un poco más y me detuve en la calle Ruiz de Alarcón. En las fachadas la iglesia de San Jerónimo el Real y de la Real Academia Española, creí ver las vaporosas figuras del Greco. Pensé que El Greco no pinta figuras, sino ideas. “Pintor demoníaco”, me dije. Y, con ello, la realidad se me mostró tan confusa que no supe si era Madrid lo que veía, o era Dresde, o Berlín. Como tantas veces, imaginé un regreso, sin saber muy bien adónde. Me dirigí por la calle de Felipe IV. Contemplé la estatua de la reina regente y la sumé a la cohorte de figuras bufas que caminaban de la mano, en mi mente, como en una farsa de las danzas de la muerte. Un poco más adelante, encontré otra estatua, la de Francisco de Goya, que, junto con algunas evocaciones de sus aguafuertes, terminaron por completar la turbadora imagen que se me había creado entre el pensamiento y el sueño. Me adentré en El Retiro. La niebla era muy espesa. Me volví y las agujas de las torres de San Jerónimo el Real se me confundieron con las de Nuestra Señora de Tyn de Praga. Concluí en la glorieta del Ángel Caído… Y fue allí, a seiscientos sesenta y seis metros sobre el nivel del mar, a una distancia inextinguible del mundo de las hadas, donde la niebla me invadió, también, el recuerdo…Ignoro la razón por la que el siguiente episodio que conservo en la memoria es de mí mismo, de nuevo, en el Real Cinema, asistiendo al pase de la segunda jornada que la sala dedicaba al cine expresionista alemán.

Tan pronto como se apagaron las luces y se encendió la pantalla, comprobé que el primer realizador en adaptar el código escénico de Max Reinhardt al cine fue Ernst Lubitsch. Tal vez estimulado por el éxito de las películas históricas italianas del tiempo, Lubitsch se lanzó, en la temprana fecha de 1918, a dirigir a Pola Negri en títulos como Los ojos de la momia o Carmen. En los años siguientes, siguió prodigándose en el género histórico: Madame Du Barry (1919), Ana Bolena (1920), Una noche en Arabia (1920) y La mujer del faraón (1921). El talento de Lubitsch en estas películas me deslumbró tanto en lo formal (particularmente, por su capacidad para manejar multitudes) como en lo conceptual (por su habilidoso discurso fílmico para presentar, en planos paralelos, al hombre individual frente al hombre-masa). Con ello, el maestro había abierto una senda que secundarían otros gigantes, como tuve oportunidad de ratificar al ver – sustituido el plano histórico por otro más poético y legendario - Los Nibelungos (1924), de Fritz Lang. Pero lo que me pareció verdaderamente grande en la cosmovisión de Lubitsch fue que no solo supo emitir su discurso a través de las grandes superproducciones con contenidos históricos, sino también a través de un género del que fue pionero y artífice: la comedia entendida no como espectáculo para la carcajada, sino como sátira con que suscitar la risa meditativa, el sarcasmo y la reflexión moral. La muñeca (1919), El gato montés (1921), El príncipe estudiante (1923) son títulos que atestiguan este hallazgo. Sin embargo, esa inclinación introspectiva, tan propia del temperamento alemán, se impuso, definitivamente, con El gabinete del doctor Caligari, con la que el cine de denuncia dejaba de ser deudor de una determinada coyuntura histórica, y enlazaba con una verdad intemporal: la de la conciencia humana, como una realidad dúctil, que puede moldearse con la perversión. Esa fue la perspectiva desde la que pasé del “sueño de un loco” (Caligari) a “una sinfonía del horror” (Nosferatu, 1922, de Friedrich W. Murnau), hasta que, comprobé que, en la mente de los tiranos, el mal podía ser un entretenimiento lúdico (El doctor Mabuse, 1922, de Fritz Lang) o una vía para la experimentación científica (Las manos de Orlac, 1924, de Robert Wiene), o, incluso, una excusa para la reescritura alucinada, delirantemente horrenda, de la historia (El hombre de las figuras de cera, 1924, de Paul Leni).

En general, la radicalidad de las preguntas que se formulaban estos cineastas alemanes no me parecieron interrogantes aislados ni difusos, sino que, en su conjunto, se me ofrecían a la vista como parte de un relato enormemente esclarecedor de la naturaleza del hombre, al que pertenecen películas sobre el destino trágico como Las tres luces (1921), de Fritz Lang, cuyo título original, Der müde Tod (‘La muerte cansada’) resulta mucho más ajustado a su contenido.

En esa baraúnda intelectual que era el reflejo de la convulsa sociedad alemana de Entreguerras, no es extraño que proliferaran películas que trataban sobre el problema de la represión de los instintos: Genuine (1920) y Raskolnikov (1923), ambas de Robert Wiene; Escalera de Servicio (1921), de Paul Leni; El raíl (1921) y La noche de San Silvestre (1923), las dos de Lupu Pick; Sombras (1923), de Arthur Robison…En todas ellas, pude ver – a veces velada, a veces expresa – una cierta denuncia social por la creciente violencia y miseria moral que padecería la Alemania del periodo, que estos cineastas plasmaron de acuerdo con los signos del horror y el absurdo que parecían transitar por estos films con la misma naturalidad normalizada con que lo hacían en las páginas de Kafka. El colofón de todas ellas fue ese ejercicio alucinado, documento genial de la atmósfera irrespirable de la República de Weimar, denuncia lúcida de la amenaza del nazismo y testimonio de la grandeza y la miseria del espíritu humano que fue M, el vampiro de Düsseldorf, de Fritz Lang.

El fresco social de la Alemania de aquel tiempo se completa con otra obra maestra prácticamente coetánea: El ángel azul (1930) de Josef von Stenberg. Las precedieron una fantasía futurista sobre la alienación, Metrópolis (1927), de Fritz Lang, y un testimonio sobre la vida humillada y oprimida de los más desfavorecidos, El último (1924), de Friedrich W. Murnau. Y, junto a ellas, algunos títulos construidos sobre las coordenadas de un deseo de recobrar la Belle Époque, perdida junto con la primera gran guerra, que se llevó consigo los anhelos de la burguesía alemana del momento (El nuevo Fantomas, 1922, de Murnau, y Varieté, 1925, de Ewald André Dupont).

Con estas películas, llegué a la conclusión de que, más allá de la fotografía y los escenarios antinaturalistas del Expresionismo alemán, había, en esta corriente, un claro de deseo de verismo, de certeza, de verdad, lo que explica el florecimiento de un género aparentemente en los opósitos del resto de la producción cinematográfica germana de este tiempo: el documental, en cuyo ámbito, se impone el nombre de Arnold Fanck, realizador de películas con un claro rasgo heroico y épico que debió de prender hondamente en una de sus colaboradoras, Leni Riefenstahl, quien firmaría, después, la más emblemática película del nazismo: El triunfo de la voluntad (1934).

Ese afán verista sirvió de contexto para el desarrollo de la obra de otro gran creador, Georg Wilhelm Pabst, que se había presentado con algún título como Cuatro de infantería (1918), tan valioso como precoz. Tuve la oportunidad de ver películas suyas tales como Bajo la máscara del placer (1925), Misterios de un alma (1926), La caja de Pandora (1929) o Tres páginas de un diario (1929), que me parecieron una nueva concepción del melodrama, con tintes freudianos. Seguí, posteriormente, la trayectoria de este cineasta; adaptaciones de obras mayores de la literatura como La ópera de tres centavos (1931), el Quijote (1933) o El proceso (1948) hablan de su ambición fílmica.

El cine alemán, tras el éxodo de realizadores, actores y directores a Hollywood a partir de 1925 por causa del declive de la UFA, pudo haber declinado. Sin embargo, no solo se siguieron realizando películas sublimes en Alemania, sino que los “emigrantes” se encargarían de germanizar el ligero y almibarado mundo de Hollywood. Antes de partir hacia Estados Unidos, Murnau realizaría dos películas mayores, producto de su inmersión en el alma alemana: Tartufo (1925), una delación de la hipocresía de la sociedad que le tocó vivir; y Fausto (1926), testimonio de la pugna entre el bien y el mal a la altura de la grandeza con que la concibió Goethe. La sensibilidad de los organizadores de esa jornadas cinematográficas me permitieron ver Amanecer (1928), la primera película hollywoodiense de Murnau, como una producción de raíz alemana. Con esa misma sensibilidad, obviaron el resto de los títulos americanos de este extraordinario creador (Los cuatro diablos, de 1928, y El pan nuestro de cada día, fechada en 1929, y Tabú, de 1931), y, con ello, corrieron el telón sobre la maledicencia y la podredumbre que algunos vertieron sobre su nombre y su memoria, en actitud que hace inequívocamente reconocibles a los cretinos.

En definitiva, en ausencia de muchos gigantes emigrados, quien más hizo por mantener el nivel creativo del cine alemán a partir de 1926 fue Fritz Lang. Los espías (1928), la ya citada Metrópolis (1927), La mujer en la luna (1929) son títulos llenos de hallazgos técnicos, de innovación vanguardista y de hondura en el discurso. Fue Lang de los últimos en aguantar ante el ascenso de los nazis, y en resistir a los poderosos cantos de sirena de Hollywood, donde llegaría, finalmente, mientras Europa se enfundaba el uniforme militar y volvía a cavar las trincheras…Pero esa es otra película.

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