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De la intolerancia con los intolerantes

Parlamento Europeo

Diana Asín

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Hace años que al descrédito económico y político de la Unión Europea se le ha unido el descrédito social. En ocasiones, como consecuencia de sus propios errores y pequeñas hipocresías.

Y en otras, como consecuencia de su actitud extremadamente benevolente y laxa ante los incumplimientos latentes de sus socios. Sea la razón que sea, lo cierto es que en los últimos años hemos asistido a la desintegración de las principios y valores propios del modelo de Estado democrático de Derecho europeo, por parte de algunos países, como Hungría, Polonia y República Checa, que han dado un giro antidemocrático en sus políticas internas, sin que la UE pudiera hacer gran cosa más allá de meras advertencias.

Sin embargo, en el último año la situación ha degenerado gravemente. Los desafíos lanzados por Victor Orbán, por poner solo un ejemplo, han llegado tan lejos que la Comisión Europea se ha visto obligada a regular un instrumento específico con el objetivo de vigilar los índices de democracia en sus estados miembro.

Se trata de un mecanismo ad hoc ideado para controlar a los países en este sentido, al estilo de los mecanismos de control del cumplimiento de la estabilidad presupuestaria, mediante llamamientos bilaterales de la UE al Estado incumplidor, que, si bien parecen un buen comienzo, lo cierto es que no conllevan, al menos por ahora, multas o sanciones o ningún otro sistema coercitivo, lo que hace dudar seriamente de su efectividad final.

Y es que ya no es tiempo de mirar hacia otro lado; lo que a priori podría parecer exagerado, o incluso lejano, ya no lo es. Los movimientos de extrema derecha están creciendo y tomando fuerza en los últimos años y comienzan a invadir la vida cotidiana y la política.

Francia es un buen ejemplo de ello. Nuestro vecino, tercer país con mayor población judía del mundo, se está viendo sacudida por una ola antisemita, como si una parte importante de la población se vise imbuida por el espíritu de Le Pen padre repentinamente.

Italia por su parte formó gobierno con un partido de extrema derecha, del que escandaliza hasta las meras declaraciones de su Ministro del Interior, que a veces hasta nos hace pensar en el mafioso derechista de Berlusconi como un político moderado.

Y llegamos a España, un país que ha pasado de moverse en el binomio centro izquierda- centro derecha (con leves inclinaciones a uno u otro lado), a ampliar su espectro a cuatros ejes: izquierda- derecha- extrema derecha- extrema extrema derecha.

Sobre quién es extrema derecha y quién lo es, también, podrían decirse muchas cosas. En todo caso, más allá de los desvaríos ideológicos del nuevo líder del PP, la enorme repercusión del Vox en la sociedad y en el resto de partidos de derecha es un hecho muy preocupante y del que seguramente tomen nota en Bruselas si el partido e Abascal alcanza algún puesto público en los próximos meses.

No es para menos. A saber: se trata de un partido negacionista con la dictadura, los campos de concentración, la violencia de género, xenófobo, que aboga por el rearme ciudadano y el ojo por ojo, ultranacionalista, contrario a permanecer en la Unión Europea. Con estas credenciales apolilladas, ha atraído y reubicado a una parte del electorado que creíamos desaparecida tras el 20 de noviembre de 1975 o al menos, en proceso de extinción.

Pero para Vox lo vintage está de moda, por eso pasea su ideología antisistema y sus propuestas antidemocráticas (por decirlo de una manera elegante) ante todo aquel que les escuche; que por cierto, no es un público internacional, ya que ni Marine Le Pen, Geert Wilders o Salvini, entre otros, se dignan a reunirse con ellos.

Ante tal panorama, no es de extrañar que la UE haya decidido ponerse las pilas y crear un plan destinado íntegramente para luchar contra la proliferación de movimientos y partidos de extrema derecha en Europa.

Y por los últimos movimientos de los políticos europeos, parece que se trata de una decisión no solo externa, sino también interna, como ha demostrado el grupo PPE (Partido Popular Europeo), al suspender temporalmente la afiliación de Orbán en el Parlamento Europeo.

Sin embargo, la gran pregunta es, ¿pueden estas medidas, relegadas únicamente al campo normativo, verdaderamente cambiar el rumbo de las políticas antidemocráticas de una creciente parte de los dirigentes europeos?

Lo cierto es que las medidas de contraataque han tardado demasiado tiempo en llegar y aun se atisban como una herramienta muy débil. Parece que las instituciones y los gobiernos nacionales todavía no acaban de comprender el peligro de esta creciente deriva de movimientos de extrema derecha.

Y es que Bruselas tan solo se ha puesto las pilas cuando las aguas han llegado a los países más fuertes en la UE; como en el poema de Niemöller, cuando la deriva procedía de países del este, como Hungría o Polonia, la UE y gran parte de los ciudadanos lo observaba preocupados, pero con cierta distancia.

Cuando la ola comenzó a infestar Italia y Francia, comenzamos apregntarnos en qué diablos estarían pensando los italianos para dar el gobierno a semejantes individuos.

Y ahora ha llegado el turno de España. En nuestro caso, la influencia de Vox se ha multiplicado y extendido en nuestras fronteras y los españoles aún nos resistimos a hacer algo, como si pensásemos que con hacer aspavientos se convencerá del error a sus potenciales votantes.

Y mientras tanto, estos políticos sonríen, dan entrevistas y se burlan de nosotros, alienados que pretendemos decidir el futuro de un país y de sus consiguientes políticas sociales y económicas en virtud de quién recita mejor los artículos de la Constitución, como si el único problema de España fuese Puigdemont, o los comentarios de turno de Santiago Abascal, copia ibérica de la idea de súper-hombre que tanto fascina los seguidores de Putin y de sus fotografías de pecho descubierto peleando con una foca, un caballo o una rata.

No es alarmismo. El mismísimo Steven Bannon ya ha dicho que se encuentra en conversaciones con Vox para incluirles en la estimada liga de la extrema derecha internacional, The Movement.

Tampoco es casual que Ortega Smith interviniese, sin tener representación en el Parlamento Europeo, en un Pleno comunitario que le sirvió de perfecta carta de presentación en el panorama europeo.

Numerosos politólogos llevan tiempo alertando de la vuelta de distintos movimientos de raíz fascista, o lo que personalmente llamaría como un proceso progresivo de desprejuiciamiento: vergüenza de reconocer que las ideas de algunos – de momento pocos, eso sí- son racistas, machistas, antieuropeas y antidemocráticas.

Esas mismas ideas que hasta hace poco se ocultaban hasta a los amigos, ahora se corean sin pudor. Y ello es consecuencia de la enorme dimensión social que está adquiriendo este fenómeno.

Envolverse en una bandera y reducir los problemas a echar la culpa al inmigrante, al otro, es el pan de cada día en los políticos de extrema derecha, cada vez más unidos, cada vez menos diferenciarles por sus siglas.

Y la sociedad, española y europea, permanece cruzada de brazos ante el blanqueamiento de la extrema derecha en programa de prime time. No podemos consentir que esto pase. Tolerar al intolerante es un error sin vuelta atrás.

Si bien es cierto que este tipo de partidos tienen todo el derecho a estar en los parlamentos, en representación de los ciudadanos que les han votado, aun cuando su existencia en los mismos resulta toda una paradoja (Neil Farange defendiendo durante años el Brexit y cobrando de las arcas comunitarias por ello era una muy buena muestra), también lo es que los demócratas (aquellos que creemos en los derechos humamos, la igualdad y la libertad, y hablo sin referirme a ninguna ideología concreta), nos tenemos que poner las pilar ante el actual desvarío.

Primero, para ir votar en tropel en abril y mayo e impedir que gente que quiere meter armas en casa, salirse de la UE o cerrar las fronteras a las personas inmigrantes lleguen a tener algún tipo de poder público, en España y Europa.

Y segundo, para comenzar ya, de una vez, a analizar por qué un número considerable de ciudadanos, bien por desesperación, bien porque el sistema educativo y social ha fallado, se identifica con ideas de extrema derecha que contradicen la ética humana.

Y este segundo punto es tan importante o más que el primero. La educación no solo debe llegar a los colegios, sino también mediante los medios de comunicación, los políticos, y a través de cualquier canal social que tenga una mínima capacidad de divulgación y difusión.

Si no queremos que los próximos años nuestros parlamentos sean un nido de ideologías antidemocráticas, que destruyan lo conseguido en 70 años de proyecto europeo, salgamos a votar. Y al día siguiente, salgamos a trabajar contra todo lo que se ha viciado estos últimos años.

De lo contrario, como dijo Niemöller, cuando vengan a por nosotros, no quedará ya nadie que nos ayude.

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