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La libertad (I)

Foto de M.A. Curiel

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“Todos nos declaramos a favor de la libertad, pero al usar la misma palabra, no todos nos referimos a la misma cosa”

Abraham Lincoln

 

Nunca supo el momento exacto en el que perdió la libertad. Le habían dado un día la palabra como se le da a alguien un pájaro, o unas semillas dentro de un sobre y unas notas plegadas con instrucciones. Lo normal era soltar al pájaro y esparcir las semillas sobre la tierra sin mirar dónde van a caer.

Cada vez que intentaba recuperarla, esta se le pegaba a la boca como una hostia que se deshacía lentamente en el paladar. El miedo a morderla le llevaba a un estado en el que el cuerpo se paraliza y la mandíbula es el cepo en el que ha quedado atrapada su alma. Todas las fibras de su cuerpo se tensaban hasta que al extender el brazo, agarraba un lápiz y la escribía muchas veces en un papel que siempre acababa en la lumbre de la chimenea. La primera vez que vio el mar gritó esta palabra y la gente que paseaba por la arena se arremolinó junto a él creyendo que se trataba de un ataque epiléptico.

Había llegado de una pequeña ciudad a la orilla de un río llena de nieblas en invierno, al ver aquella extensión de agua azul, sus ojos se abrieron de una manera que ya no conseguía cerrarlos, la luz se clavaba en sus párpados como astillas, y aunque las grandes extensiones de agua le daban miedo, apenas sin saber nadar aquel muchacho entro en el agua hasta  que esta le llegó al cuello. No conseguía encauzar tanta energía, aquella fuerza liberada terminaba desparramada a su alrededor.

Pasaba mucho tiempo recogiéndola entre el barro y la basura. A esto lo llamaba el anhelo de ser. Le parecía una palabra radiactiva, o que emitiera ondas, o brillara en la noche cada vez que la escupía al suelo, a veces sentía que no podía escribirla sin perder la mano, o que esta se escapaba hacia un lugar remoto, igual que los zorzales que se caían de las ramas y él dejaba sobre los mojones de carretera.

Entonces comenzaba de nuevo la búsqueda. Bajo la ducha se sentía siempre bien, pasaba mucho tiempo en la ducha con un radiocasete donde escuchaba canciones de Jacques Brel, Ne me quitte pas se convirtió en un himno. El agua le caía por la cabeza y ya en los pies se perdía por el sumidero de la ducha. El muchacho creía que se trataba de un circuito cerrado, el agua que se perdía por el agujero salía de nuevo por el plato. La sentía como lluvia tibia. En aquel tiempo el muchacho no sabía muy bien qué hacer con aquella palabra, si destruirla o llevarla siempre dentro de la boca como un chicle o un caramelo.

Cuando él se asomaba al mundo ella le daba placer, nunca quería cerrar los ojos, dormía siempre bocarriba para leer en el techo el libro de las noches. Los domingos de primavera subía a la sierra, y recorría las cuerdas y las sendas de herradura de los Galayos y Gredos acompañado por el grupo de elegidos. En el momento en el que encaramados a una aguja de granito, de cara al valle, donde aquella extensión de fértiles vegas y dehesas vírgenes se abría, la sentían como si fuera una mujer que les llevaba de la mano a bañarse en el río, una mujer a la que la edad había embellecido con gratitud. Margarite, siempre la llamaron Margarite, y ella, de la mano, les llevaba a recorrer por caminos polvorientos y dehesas perdidas el mundo. Tampoco hacía falta subir muy arriba para sentir la amplitud infinita de aquellas extensiones de tierra y lo que significaba el espacio, el horizonte y lo vertical. Intuían que sin espacio no se podía ser, lo que se les rebelaba les liberaba a la vez, incluso de ellos mismos. Había que tener un gran sentido de la levedad.

Sabían que más arriba uno pesa menos, pero también que se corre el riesgo de irse por el aire hasta perderse en la luz. Ninguna cosa verdadera pesa. El cielo era un círculo azul en el que nunca se veía la línea de los límites. Estando todos juntos y en silencio, la palabra sobrevenía de manera natural en aquellas cimas desgastadas. Él no quería guiarlos, y aunque le gustaba estar casi siempre solo, les necesitaba, como todos se necesitan en algún momento.

Les gustaba perderse en las dehesas cercanas a la ciudad, la iniciación llevaba a los ritos, se desnudaban y contemplaban sus cuerpos como algo extraño, todos habrían cambiado su cuerpo por el del otro. Mientras peleaban desnudos no hacían otra cosa que juntar los cuerpos, intercambiar sus cuerpos, moldearse de nuevo, sentir lo mutuo de su fuerza aún caliente. Habían grabado muchas veces en la piedra del berrocal la palabra, fue así como determinaron que aquellas grandes moles a veces con cierto parecido a los moáis de la isla de Pascua, se parecían entre sí, igual que ellos se parecían mucho unos a otros, y aunque el tiempo las hubiera desgastado gracias a la lluvia y al viento, en ellas veían el rostro de dioses ya muertos. Inscrita en la piedra, aquella palabra, pesaba lo mismo que la piedra. Presencias abandonadas.

Una vez intentaron levantar una de aquellas moles hincando en la tierra el tronco de un chopo caído. La palanca se terminó rompiendo y la gran piedra no se movió de su lugar. El peso de la piedra es el de la palabra y al contrario. Para que esta no se perdiese en el aire para siempre, debían grabarla muchas veces en la roca. Se encaramaban a ellas con cuerdas de pita, colgados en la pared de granito les pintaban ojos y bocas. Pintura roja y negra, el negro siempre se asoció bien al rojo y al amarillo, contrastan, desde lejos se ven bien.

Lo que les decían las piedras en aquellos años era Ne me quitte pas, Il faut oublier, Tout peut s'oublier, Qui s'enfuit déjà. Ahora las piedras tenían ojos y boca, podían hablar y ver, pero no oír. La palabra no oía, las piedras no oían. Allí se fumaron el primer cigarro alrededor de una lumbre y se masturbaron en grupo, fundaron el mundo e imaginaron de manera radical la existencia. Uno de ellos llevaba un libro que se iban pasando y con el que dormían escondiéndolo debajo de la almohada.

Él había subrayado en ese libro muchas frases: “La libertad es infinita y concreta, y amiga de lo prohibido, pero cuando todo está permitido, ella desaparece” -la mayoría de las grandes palabras son femeninas, y se desvanecen como un gas feliz- en cierta forma se parece al amor, que no se deja compartir fácilmente, ocupando todo el cuerpo como un árbol que termina saliéndose por los ojos, la boca y los oídos. Ninguna de las dos palabras había cambiado mucho su significado a lo largo de los tiempos. A diferencia de otras palabras, esta no había sido dada por los dioses, y si liberada en el alma azul de aquellos muchachos a fuerza de sentirla de motu proprio.

Tampoco lo habría hecho la muerte, que a través de lo inmensurable y de los espacios abiertos les llevaban de nuevo al origen. A veces ellos creerían al ver aquellos cielos altos del centro, que al caminar se hundirían en la tierra mientras atravesaban un campo embarrado. Unos pasos más allá de un límite imaginario, la tierra se los tragaría uno a uno. Lo último que se vería de ellos sería la cabeza, mientras las manos se agarraban con fuerza a las ramas de un sauce llorón, finalmente el sol le arrancaba del trance y volvía a ponerles de pie sobre el firme de un viejo camino.

Habían aprendido a nadar en lugares del río caudalosos, en los que solía haber carteles en chapa advirtiendo del peligro de hacerlo ahí. En verano subían al Piélago y dormían al raso sobre una manta en la hierba, y en conversaciones que nunca acababan jamás dejaron de hablar de ello. Compartían esa palabra a la vez que el silencio, que es incompartible.  Estiraban tanto la palabra que muchas veces se rompía. Lo mágico era el chasquido de aquella elástica emoción, ese sonido era el mismo que el de la muerte, o el de una estrella que estalla en la noche un poco antes de su último fogonazo.

Una vez se escaparon a Lisboa en el expreso Lusitania, toda la noche estuvieron recorriendo el pasillo del tren y mirando por las ventanas las luces lejanas. En el vagón cafetería se gastaron el poco dinero que llevaban en botellitas de licor de pipermín inglés que mezclaban con cerveza. En Lisboa, y sin apenas dinero, vagaron durante días en busca de aquella palabra. En ese momento, J. l. ya llevaba un cuaderno donde iba registrando las frases de todas las pintadas que se encontraba en los desconchados muros de la ciudad, 'ne me quite pas revolucao' en la plaza de toros de Campo Pequeño, o 'Em cada esquina um amigo, em cada rostro igualdade' en el muro de una fábrica en Braco de Prata.

Ese cuaderno de tapas rojas apareció hace unos días en su apartamento de la calle Valencia. Estaba forrado con papel de periódico de hace treinta y tres años. En aquellos días en Lisboa, ellos parecían pájaros sucios llegados de muy lejos. El cielo muy azul, confluyendo en aquel mar también de un azul profundo confundía los planos. A veces el mar se parecía al cielo y el cielo al mar: todo podría confundirse, pero con el propósito de restablecer la verdadera realidad del mundo, como cuando en la playa de Cascais decidieron enterrar las estrellas de mar que encontraban en la arena. Todos menos uno ya sabían nadar, habían aprendido a hacerlo en los tramos peligrosos del río. Solo tenían que dejarse llevar aguas abajo, por el río, sin intentar luchar con la corriente, y aunque después de algunas experiencias, la palabra ya comenzaba a dejar de tener sentido para alguno de ellos, a casi todos su significado todavía se les rebelaba como un antídoto contra la muerte, su gran enemiga, y contra el tiempo que se cuartea en los rostros. A veces ya ni siquiera era una palabra, se quemaba el tiempo muy rápido en el sol, la ciudad siempre envuelta en una luz fuerte, de cielos altos y cristalinos, y ellos deseando romper a pedradas el cristal de ese cielo, y puesto que hasta el más fuerte no podía aligerar la gravedad del mundo al lanzar con su brazo una piedra hacia arriba, aquel cielo siempre se mantuvo irrompible, y las piedras caían sobre la tierra a más velocidad de las que habían sido arrojadas. Como la palabra se suponía indestructible a pesar de su fragilidad, no bastaba la fuerza para romper el significado.

La lluvia de piedras se volvió peligrosa, del cielo las cosas verdaderas se caen rápido. Pronto comprendieron que la palabra estaba llena de fuerzas inmóviles a la vez que por ellas se movía muy rápido el mundo, la quietud del cielo promulgaba las leyes que les hacían correr. Ellos se movían ligeros y a gran velocidad gracias a la quietud e inmovilidad del cielo.

Los domingos por la mañana salían a correr por los caminos de tierra a las afueras de la ciudad, ese quemar el ser corriendo al muchacho se le antojó inútil, esa velocidad humana, en la que por un momento el más fuerte y ligero, al esprintar para llegar el primero al árbol o a la gran piedra, dejaba una estela en la luz fuerte hasta desaparecer. Tampoco un viaje en bicicleta río abajo era una conquista –la suma de todos sus significados– pues resultaba imposible hacer ese recorrido según había sido trazado en la imaginación.

No existía tal senda o camino paralelo al río. Era imposible pedalear junto a aquella orilla tomada por el cañaveral, los tarays y una densa maleza fluvial. La mayoría de las veces los caminos se alejaban tanto del río que aquellos muchachos se detenían a coger higos y uvas en las huertas. Ya no veían el río, y si por otro lado se empecinaban en no abandonar la línea del curso, debían caminar empujando aquellas pesadas bicicletas de hierro por un terreno de greda abrupto y cegado, donde los abrojos resecos pinchaban las ruedas. Y aunque de noche todo parecía más fácil, creyendo que habían llegado a un lugar muy lejano, apenas se habían alejado de la ciudad unos cuántos kilómetros rio abajo, y allí, entre el viejo vado de Alcolea y la presa de Azutan se tumbaron a descansar en la orilla. El cielo se mostraba sereno y reconciliador. Pero la palabra siempre parecía estar en el aire. Por un momento, él se olvidó de ella. Decidió darse un baño en el río, pero esta vez los otros no le siguieron. Estaban muy cansados, el día parecía haber durado toda una vida.

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