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Quererse un poco más

El Congreso de los Diputados, depositario de la soberanía nacional

Lorenzo Sentenac

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Son muchos los motivos que la realidad nos ofrece para la reflexión y el análisis. Por otra parte la velocidad de los tiempos favorece la mirada corta y no las luces largas. Ante un escenario tan agobiante y lleno de malas noticias como el que vivimos, instintivamente buscamos una tabla de salvación, aquello más inmediato que nos permita salir a flote o al menos no hundirnos del todo. Los motivos del naufragio son tan oscuros y tan lejanos que nos contentamos con chapotear en la superficie.

A medida que el telescopio Hubble, merced a sucesivas correcciones de su vista, profundizaba su mirada en la lejanía del cosmos, recorriendo hacia atrás la cadena de sucesos, llegó casi a tocar las raíces del universo. Según su agudeza visual mejoraba, observaba más lejos, y más se acercaba a los sucesos del remoto pasado próximos al Big Bang.

Conocer las raíces en el pasado ayuda a desentrañar y entender el presente. En ese sentido, nuestros problemas son tan crudos y graves que urge, además de chapotear, un análisis de las raíces de nuestro deterioro, en el que a un terreno predispuesto y ya maltrecho ha venido a caer una bomba: la pandemia COVID-19.

Nos interesa centrarnos en un síntoma principal, aunque de carácter psicológico, para intentar rastrear el origen de nuestra enfermedad política y civil. Las naciones también tienen sus males psíquicos y a veces los arrastran, apenas perceptibles, durante largos períodos. Los problemas empiezan cuando un país se acostumbra a la mentira. La mentira es una larva muy peligrosa. La mentira, como todas las larvas que se precien, cava silenciosamente y con enorme paciencia, galerías profundas que como las cloacas constituyen un mundo oculto, un inframundo. Dejada a su aire y sin control va chupando la savia a lo sólido, a lo vivo, hasta dejarlo hueco y fofo, mera apariencia de salud. A partir de ahí, cualquier golpe de viento descubre la podredumbre.

Un país que se conforma con tener un jefe del Estado corrupto es que se quiere poco y se miente mucho. Probablemente en su subconsciente deteriorado, piensa sin pensar que no merece nada mejor. Tiene interiorizado y hecho sustancia el castigo y el pecado original. Estaríamos por tanto no solo ante un problema político sino psicoanalítico y de salud pública. Pero también ante un problema histórico, porque dilucidar por qué oscuras razones un pueblo ve normal tener en la cumbre de su Estado a un ladrón (es solo una hipótesis de trabajo) requiere de una labor de investigación histórica con fines terapéuticos: ¿cuándo empezó a degenerar ese país y a gestarse esa desidia patológica? ¿Con qué medios de intoxicación se introdujo ese morbo hasta hacerse indisociable del tejido constitutivo de la nación? Un país que así se conforma y no imagina merecer nada mejor tiene que estar necesariamente deprimido.

Si considera normal o tolerable que represente al Estado alguien de poco fiar, es que ve negro el futuro, sin esperanza. Tampoco su orgullo debe andar muy lozano, pues si los demás nos ven, como país, tras una marca tan poco recomendable, no es para dar saltos de alegría, ni para hinchar el pecho con viento favorable. Si ese país del cuento tiene por costumbre tragar sapos de este calibre, es que no digiere bien lo que come y camina raudo hacia la úlcera colectiva. Un día se come un monarca ladrón, y al siguiente un terrorismo de Estado.

Algunos consideran que la mentira es un medio útil. Otros consideran que la monarquía es un símbolo de unidad. De momento no recurren al argumento indemostrable del derecho divino, ni al de la sangre azul, turbia y poco oxigenada. Lo que no defienden ni por asomo (solo en eso son prudentes) es que la monarquía sea un símbolo de democracia, el régimen en que aparentemente vivimos. Si parece claro que tal régimen monárquico, que encumbra a una persona que puede salir rana, es de hecho un símbolo de privilegio, prepotente, anacrónico, e injustificado. Un recuerdo de la servidumbre antigua. Por lo pronto, su titular, que nadie ha elegido (se elige él solo) es “inviolable”, signifique eso lo que signifique, que en la Edad Media lo entenderían como entendían el infierno, pero ahora es más difícil seguirle el hilo a ese concepto retrógrado.

Algunos justifican todo este disparate aduciendo que es un adorno útil y barato. Lo de barato no parece evidente, y menos si es corrupto. Pero más allá de todo esto y como mero símbolo, no parece un símbolo saludable. Todo símbolo irradia e inspira, desde su plano trascendente, un mundo real, palpable, que en el hecho concreto de lo “inviolable” ya ordena sumisión irracional. Los símbolos por tanto no son sólo entes metafísicos sino motores eficaces que determinan nuestra realidad. Quizás por eso la corrupción es algo indisociable desde hace tiempo de la marca España.

Si el monarca puede situarse fuera de la Ley, el Estado al que representa puede hacer lo mismo. Esto es el principio de la barbarie. De ahí al terrorismo de Estado o a la corrupción como forma de organizar la vida económica se llega pronto y fácil. Sin duda los ciudadanos se verán alentados a tener la misma falta de respeto hacia la Ley que demuestran sus más altos representantes. ¿Y si tuviéramos suerte con un buen príncipe? ¿Alguien puede creerse que es cuestión de mejor o peor suerte, o que el titular actual de esta institución retrógrada desconocía los trapicheos de su padre, en los que era principal beneficiario, hasta que salieron a la luz pública? Desde luego no son pocos los que no comulgan con estas ruedas de molino. Y tras un tímido amago de buceo en las raíces de nuestros males llegamos a la superficie del presente, donde chapoteamos.

Lo único que daba sentido al gobierno actual, nominalmente progresista, aquello por lo que fue votado por una mayoría social, fue para dar una respuesta distinta a la crisis, que ahora en medio aún de la pandemia COVID podemos nombrar en plural: crisis. A la crisis-estafa financiera de 2008, de la que no habíamos salido (el austericidio nos había empantanado en ella), ha venido a sumarse ahora la crisis sanitaria, laboral, y nuevamente económica, como una pescadilla (o pesadilla) que se muerde la cola.

La alta mortandad por COVID-19 en nuestro país debe mucho a los recortes en los servicios públicos propios del austericidio. Efectivamente, y hoy lo sabemos, aquellas soluciones falsamente austeras, fue una forma de suicidarse. Si Pedro Sánchez, como parece, busca ahora el apoyo de Ciudadanos, es que una vez más el programa y proyecto para los que pidió y consiguió los votos, era papel mojado, mero cebo electoral. Con la compañía de Ciudadanos, la respuesta a las crisis (en plural) solo puede ser la misma que ya implementó el PP de Rajoy durante la estafa financiera de 2008 y que hoy suscribirá VOX. Nada que ver con el interés general, o con la socialdemocracia que dice inspirar al gobierno.

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