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El amante de las baldosas hidráulicas que ha rescatado 1.600 de los escombros

Joan Moliner, coleccionista de mosaicos hidráulicos, muestra una de sus baldosas preferidas, de la casa Teòtim Fortuny

Pau Rodríguez

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Cuando a Joan Moliner le preguntan por qué la terraza de su piso en Barcelona está rodeada de miles de baldosas hidráulicas con cenefas, empieza por el principio: “Yo tengo el recuerdo de la casa de mis abuelos, en la calle Pintor Fortuny, al lado de la Rambla. Allí todos los suelos tenían un mosaico distinto y me gustaba recorrerlos. Algo de eso se me quedaría grabado en el cerebro”, recuerda. 

A sus 52 años, Moliner, que se dedica profesionalmente a la asesoría laboral, lleva los últimos siete rescatando ejemplares de estos pavimentos artesanales de entre los escombros y los sacos de obra de la ciudad. Lo hace a diario, de camino al trabajo y de vuelta a casa, a lomos de su bici Brompton. Curiosea entre los cascotes, sobre todo si están al lado de un edificio antiguo, y se suele llevar dos o tres baldosas en la mochila. Así, una a una, ha logrado una colección de 1.600. 

“Es una pérdida de patrimonio histórico y artístico”, se lamenta Moliner sobre las baldosas que salva de su habitual ruta hacia el vertedero. El mosaico hidráulico, cuyo uso se popularizó en Europa y España entre 1870 y 1950, es especialmente conocido e icónico en Barcelona gracias su impulso asociado al Modernismo. Los fabricantes de la época apostaron por encargar los diseños a los referentes de este movimiento artístico, desde Lluís Domènech i Montaner hasta Alexandre de Riquer, para cubrir con sus cenefas, como si de una alfombra se tratase, los suelos de incontables edificios de la ciudad. Especialmente del Eixample, entonces el gran barrio en expansión

El diseño de baldosa hidráulica más conocido es probablemente el que hizo el arquitecto Antoni Gaudí, por encargo de la fábrica Escofet i Cia, para la Casa Batlló, inusualmente de forma hexagonal. La complejidad de su producción hizo que no se llegase a tiempo para ese inmueble, pero sí se usó posteriormente en la Casa Milà y, muchos años más tarde, ha servido para pavimentar las aceras del Passeig de Gràcia.

Sin embargo, las baldosa hidráulicas más comunes, las que diseñaban las fábricas barcelonesas durante la primera mitad del siglo XX, suelen ser cuadradas, de 20x20 centímetros y unos 25 milímetros de grosor. 

Rescatar y luego, restaurar

A lo largo de estos últimos siete años, Joan Moliner ha desarrollado un ojo clínico para detectar en qué sacos puede encontrar pequeñas reliquias y en cuáles no. “Te diría que el 80% de lo que hay en ellos es pladur; el 9%, ladrillos, y el 1%, baldosas”, detalla. “A veces, si le das un poco de conversación al albañil o le traes una cerveza, te acaba dejando subir a los pisos para verlas todas”, comenta.

A diferencia de cierto mobiliario, de las vidrieras o las rejas, Moliner lamenta que las baldosas se suelen lanzar a la basura con mucha más facilidad. Son el hermano pequeño y menospreciado de la decoración. Las inmobiliarias y las constructoras no suelen tener miramientos. “En aquellas rehabilitaciones que requieren actuaciones estructurales, las baldosas se tienen que quitar, limpiarlas y volverlas a colocar, y esto es un proceso muy caro. Es mucho más fácil poner parquet”, explica. Así se lo han contado a él los propios albañiles. Otra razón por la que las desechan fácilmente es que suponen un problema de almacenamiento durante las obras, puesto que en un bloque de varios pisos entero puede haber decenas de miles en total.

En el tiempo que lleva Moliner cargando baldosas a sus espaldas, sus objetivos han ido evolucionando y ha convertido lo que era una simple afición de coleccionista en un proyecto más amplio. Su principal cometido es conservarlas, pero también denunciar la pérdida de patrimonio a través las redes sociales y, más recientemente, reconvertir estas piezas en nuevos objetos para decoración. 

Para lo primero, Moliner desarrolló un minucioso procedimiento que consiste en registrar siempre la calle y el edificio de donde ha sacado cada una de las baldosas. Luego, en el taller en el que ha reconvertido su terraza, y durante sus ratos libres al mediodía, las pule con martillo y rasqueta para quitarles el cemento. Así asoman a menudo las inscripciones que dejaron los fabricantes sobre el reverso de la baldosa. Esas marcas, normalmente el nombre de la casa comercial, le permiten a Moliner cotejar su diseño con los que aparecen en los catálogos de los fabricantes que él ha ido recopilando de librerías antiguas y por internet. Libros amarillentos, de principios de siglo, repletos de mosaicos con sus precios y sus referencias. 

Logrado este primer objetivo, el segundo que se impuso Moliner fue el de denunciar la pérdida de este legado decorativo. En 2017 se abrió una cuenta en Instagram, Rajoles de Barcelona, que cuenta ya con 3.800 seguidores, y en la que no solo difunde sus hallazgos, sino que a partir de dos o tres baldosas hace recreaciones de mosaicos enteros. 

Finalmente, lo que también le mueve ahora a este asesor laboral es dar una nueva salida a las baldosas como objeto decorativo. Además de pulirlas, siempre trabajándolas una a una, las enmarca para mosaicos de pared o las convierte en mesillas o en pies de puerta. Una sola pieza, con su marco negro, el gancho para colgarla en la pared y una tarjeta de identificación –con dirección y año de fabricación–, la vende por unos 55 euros. De momento, a amigos y conocidos. 

“No me gano la vida”, reconoce, puesto que cada pieza requiere dos o tres horas de trabajo manual. Pero no descarta que algún día pueda dedicarse a ello. Hasta ahora ha vendido entre 100 y 150.

La historia del mosaico hidráulico

Moliner no es la primera persona que se sumerge en el universo del mosaico hidráulico. En la capital catalana ya lo hizo antes que él Jordi Griset, que empezó también por pura afición de coleccionista, escarbando entre escombros y restos de obras, y que acabó publicando en 2015 una completísima enciclopedia sobre este tipo de pavimento. Se trata de L’art del mosaic hidràulic a Catalunya, de Viena Edicions y en colaboración con Ayuntamiento de Barcelona. 

Ya desde el prólogo, Daniel Giralt-Miracle, de la Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts Sant Jordi, proclama que el mosaico hidráulico es “el gran capítulo desconocido” de la historia del arte en Catalunya. Las pocas bibliografías existentes, tesis publicadas y exposiciones realizadas en el último siglo no hacen justicia, según este crítico e historiador del arte, a una “aparentemente modesta faceta” de las artes decorativas que sin embargo una “gran incidencia” en el diseño interior de miles de viviendas particulares.

El Ayuntamiento de Barcelona impulsó en 2017 el proyecto 'El mosaico de mi barrio', un inventario participativo con el que ha recabado más de 2.000 ejemplos, muchos de ellos de mosaico hidráulico. También el Museo de Historia de Arte de Barcelona (MUHBA) cuenta con una colección de más de 600 muestras de estas baldosas, recopiladas durante los años 90, aunque no están expuestas al público.

Mientras tanto, ha sido el trabajo de restauración y sobre todo documentación de Griset a lo largo de más de una década el que ha servido para reconstruir la historia de este pavimento y de su importancia artística para Catalunya y para Barcelona. Empezando por su entrada al mercado local desde Francia, como alternativa al mármol o la piedra natural, puesto que era más barata, y con “magníficos resultados” en cuanto a durabilidad, impermeabilidad e higiene. 

Las baldosas, hechas de mortero de cemento portland, se fabricaban una a una mediante un sistema de amoldado y prensado hidráulico, sin necesidad de cocción. En Barcelona y sus alrededores hubo varias fábricas punteras que se dedicaron a la producción de mosaicos, entre ellas Escofet –la más conocida, con varios nombres en sus distintas etapas–, 'M. C. Bustems', 'Orsola, Solà i Cia', 'Teòtim Fortuny' o 'Mosaics Martí', esta última de las pocas que no solo sigue en pie, sino que continúa elaborando este tipo de baldosas a pesar de que fueron perdiendo comba en favor del terrazo o el gres a partir de 1940. 

Lo que convirtió estos pavimentos en muchos casos en un objeto artístico de valor, sobre todo en Barcelona, fue que sus diseños se pusieron en manos de las firmas modernistas más reconocidas. Nombres como Domènech i Montaner, Gaudí o Puig i Cadafalch son los más famosos y recordados, pero otros fueron mucho más activos en este ámbito decorativo, como Alexandre de Riquer o Josep Pascó. Gaudí, de hecho, solo ideó la baldosa de Paseo de Gracia.

Una salida artística

Como buen coleccionista, Moliner tiene sus baldosas fetiche. Un ejemplo son las tres piezas con motivos botánicos y coloridos –cuanto más color, más caro era– que muestra enmarcadas al fotógrafo. Su autor es el enigmático Teòtim Fortuny, uno de los fabricantes más desconocidos, que se separó de Escofet para montar su propio taller y que tenía una mariposa como sello. Moliner sospecha que sus aspiraciones artísticas le llevaron a montar un taller por su cuenta.

Otras baldosas que conserva a buen recaudo dentro de su casa, y no en la terraza, son unas de 15x15 centímetros que incluyó la casa Escofet Tejera en un catálogo único, del año 1900, se cree que para la Exposición Universal de París. En él hay mosaicos de todos los artistas de la época y el que Moliner rescató, de un piso de la calle Joaquim Costa del Raval, está firmado por Tomás Moragas. 

A la espera de que algún día alguna Administración muestre interés por su colección, Moliner apuesta de momento por darles salida artística. Además de lo que vende, explica, orgulloso, que colabora con distintos ilustradores para que dibujen sobre sus baldosas. Él, a cambio, les regala sus restauraciones. También ha mostrado su trabajo recientemente en la exposición 'El modernisme i les flors'. “Lo importante es colaborar con la gente a la que le interesa, moverse y dar salida a este patrimonio artístico”, resume.

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